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Recuerdos de una entrevista nunca lograda y una amistad entrañable.

Una mañana gris y lluviosa sonó mi teléfono en el diario bogotano El Espectador. La voz del otro lado de la línea me dijo, después de confirmar que yo era yo: “Hola, te habla Eligio García”.

El hermano menor del autor de Cien Años de Soledad había omitido su segundo apellido deliberadamente, como siempre hacía. “¿Eligio García…?”, le pregunté, esperando que me completara el otro apellido. “Sí, ‘hombe’, Eligio García Márquez, de la revista Cambio” –me dijo, refiriéndose a la revista que Gabo había comprado con la plata del premio del Nobel–. Dijo que llamaba porque le había gustado un artículo que  yo había escrito sobre la salsa. “Ese libro cubano que tú mencionas ahí… ¿dónde crees que lo pueda conseguir?”, me preguntó Eligio. El libro que había citado en mi crónica era “Los rostros de la salsa”, entrevistas con salseros realizadas por el periodista cubano Leonardo Padura Fuentes. Y fue el puente para hacerme amigo del hermano menor que, según se decía, Gabriel García Márquez más quería.

Eligio también se llamaba Gabriel García Márquez. Gabriel Eligio García Márquez prefirió siempre ser llamado por su segundo nombre, para evitar se confundido con su hermano mayor. Fue un periodista obsesionado por descifrar la escritura de su hermano. Escribió “Tras las claves de Melquíades”, un reportaje de más de seiscientas páginas en las recogió motivaciones, anécdotas e historias ligadas a Cien Años de Soledad.

Un tiempo después de nuestro encuentro, antes de la enfermedad degenerativa que terminó matándolo en el 2001, Eligio fue víctima de lo que en Colombia se llama el “paseo millonario”, un secuestro por unas horas hasta que la cuenta del desafortunado terminaba sin un centavo. Eligio, que era un hombre jovial, contaba alegremente su  peripecia. Los secuestradores le habían sacado a la fuerza la billetera y los documentos. Uno de los delincuentes leyó su nombre en voz alta mientras el otro lo miraba. “Así que tú eres Eligio… García… Márquez. ¿Y a qué te dedicas, Eligio?”. Les dijo que era periodista. “¿Con que periodista, no? Bueno, periodista, ahora va a poder contar desde adentro cómo es un paseo millonario”, se burló el delincuente. Muerto de la risa, Eligio García Márquez contaba que agradecía que ese par de ladrones que le vaciaron la cuenta fueran de los pocos colombianos a los que los apellidos García Márquez no les decía nada. De lo contrario, el secuestro habría pasado de un par de horas a un par de meses. Y el de los cien años de soledad hubiera sido él y no su célebre hermano.

Antes de conocer a ‘Yiyo’, yo ya tenía una historia íntima con el escritor y sus libros. Siempre a distancia, pero una distancia tremendamente cercana: persiguiendo una entrevista con él, buscando conocerlo, cultivando la amistad con parientes lejanos (y no tan lejanos, como Eligio), y coincidiendo sin coincidir con él en numerosas ocasiones. Pero mi historia de cariño e idolatría hacia Gabriel García Márquez –primero, de crítica y distanciamiento; después, de duro realismo y nada de magia– había comenzado años antes en La Habana donde García Márquez era un personaje muy querido, no tan accesible y casi familiar. Que publicaba todos sus libros allí (en ediciones Casa de las Américas y Huracán, fundamentalmente). Que presidía la Escuela del Nuevo Cine Latinoamericano, en San Antonio de los Baños. Que mantenía una columna dominical en el diario Juventud Rebelde, un oasis dentro del solemne periodismo oficial cubano. Y que era presencia constante en actos culturales, presentaciones de libros y figura central del Noticiero de Televisión, el único que existía.

Fue justo en ese noticiero en donde se vio uno de los mayores desplantes no del humilde hijo mayor del telegrafista de Aracataca, sino del divo mediático ebrio de fama y poder. Julia Mirabal era una periodista cultural de raza negra, muy conocida por sus escasas luces y su poca cultura. Julia había ido hasta San Antonio de los Baños, en peregrinación, solo para conseguir alguna declaración de ‘Gabo’ sobre no me acuerdo qué tema. Lo encontró echado en una hamaca, vestido de lino blanco. Malhumorado –aunque tal vez solo cansado- después de una de las tantas sesiones en que les contaba a sus alumnos cómo se cuenta un cuento, el escritor le respondió las preguntas sin levantarse, semiacostado, literalmente mirándola por encima del hombro.

Sé todo eso porque yo estaba allí ese día. Había ido a San Antonio de los Baños a matricularme para estudiar cine (cosa que no logré: se necesitaba una palanca muy grande, por ejemplo la de ‘Gabo’), y en el morral llevaba todos los libros publicados en Cuba por él, los que la mayoría tenían que ver con el periodismo: “Relato de un náufrago”, en ediciones Huracán, con el marinero en la cubierta sobre un fondo azul poblado de micrófonos; “Crónica de una muerte anunciada”, en colección La honda de Casa de las Américas –que siempre leí como una historia periodística, sin saber que eso mismo era–, y un ejemplar nuevecito que me habían mandado mis amigos de Colombia: “Crónicas y reportajes”, con las historias que había escrito en los años cincuenta para El Espectador.

El que más me gustaba, tengo que decirlo, era ‘Relato de un náufrago’, la historia de un hombre que estuvo diez días a la deriva en una balsa sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre. La historia del marino Luis Alejandro Velasco era, para mí, la mejor prueba de lo que puede lograr un relato periodístico construido desde lo literario. 

Se apropió de la primera persona luego de entrevistas de seis horas diarias con el marino, durante veinte sesiones. “Era tan minucioso y apasionante -recordó García Márquez- que mi único problema literario sería conseguir que el lector lo creyera. No fue solo por eso, sino también porque nos pareció justo que acordamos escribirlo en primera persona y firmado por él”. El reportaje del náufrago fue publicado en catorce entregas en El Espectador de Bogotá con horas, fechas, las características del accidente y un sinnúmero de detalles que sólo un reportero minucioso podía proporcionar. La noticia se supo el 28 de febrero de 1955. Gabo la reconstruyó. Al marino náufrago le sobrevino la gloria; a Gabo, el exilio. En su reportaje por entregas había descubierto que no se produjo ninguna tormenta que provocara el naufragio, sino un bandazo por culpa del sobrepeso que llevaba la nave, repleta de mercadería de contrabando. Algo que no le produjo ninguna gracia al dictador Rojas Pinilla. Por eso El Espectador decidió mandarlo a París como corresponsal. 

Además de las peripecias del náufrago, no me perdía ni una sola de las crónicas que García Márquez publicaba los domingos en Juventud Rebelde. Con lo malo y aburrido que era (y sigue siendo) el periodismo cubano de ese entonces, leerlo los domingos significaba adentrarse en un oasis. Con él, muchos aprendimos que en periodismo había que ser ameno, o como él decía, “agarrar por el cuello” al lector y no soltarlo jamás. Me gustaba ese hombre que convertía en grandes historias las pequeñas circunstancias de la vida: el miedo a los ascensores, el estreñimiento, el pánico a los aviones, los dobles, los sueños. Todo ese caudal de “historias mínimas” que García Márquez venía cultivando desde que comenzó su carrera en El Universal de Cartagena, El Heraldo de Barranquilla y mi querido El Espectador, de Bogotá.

¿Cómo iba a imaginar yo que muchos años después, y casi frente a otro pelotón de fusilamiento, iba a terminar trabajando en aquel diario ilustre y valiente, al que Pablo Escobar le puso un bombazo y en el que García Márquez publicó sus más celebradas crónicas?

Después de haberlo visto de lejos meciéndose en aquella hamaca, displicente, en la Escuela de Cine de San Antonio, lo vi un día, con una imponente mulata, saliendo del hotel Riviera. La imagen era asimétrica: el escritor, que era bajito y rollizo, y la mulata, alta y curvilínea como una bailarina de Tropicana.

‘Gabo’ me era tan familiar en Cuba, tan cercano pese a su distancia, que por eso nunca me propuse en serio entrevistarlo. Lo admiraba tanto que no hubiera sabido qué preguntarle. Lo empecé a querer menos cuando a la mitad de la carrera en la universidad leí –en la revista Cuba Internacional– una semblanza de veras abominable sobre Fidel Castro donde contaba, con lujo de detalles, las bolas de helado de chocolate que engullía Castro, y cómo las langostas trepaban por sus rodillas en un festín pantagruélico, que era –y es– una ofensa para los cubanos que solo tienen para comer un plato de arroz con frijoles y un pedazo de carne de soya.

Eso y sus relatos íntimos sobre sus cenas a la medianoche con Felipe González, sus encuentros furtivos con el general Torrijos, sus visitas a la cúpula del sandinismo, que ya en ese momento había demostrado ser cruel y corrupto, sus reportajes sobre la realidad cubana (escritos como desde la Luna), y muchos más de su etapa de “compromiso político”, me provocaron un distanciamiento crítico con él. Un disgusto, como si fuera una especie de traición.

Prefería recordarlo como el grandioso cronista que hacía las historias de los años 50 en El Espectador, la del náufrago incluida. Una de ellas, que le acarreó muchas críticas por sus exageraciones, fue la que hizo sobre el Chocó, en 1954, cuando fue enviado a reportear una protesta multitudinaria contra el gobierno en la ciudad de Quibdó, estado del Chocó, en el noroeste de Colombia. El joven reportero, tras un intenso viaje de dos días de viaje por la selva, se llevó un fiasco: Quibdó estaba en calma total. El corresponsal local de El Espectador, Primo Guerrero, había falseado los hechos que había informado a la redacción en Bogotá. Y ‘Gabo’ no se quedó atrás: junto a su fotógrafo y “con tambores y sirenas”, organizó una protesta para poder escribir la crónica y tomar las fotos. La nota salió publicada en El Espectador bajo el título “Historia íntima de una manifestación de 400 horas” y, allí, García Márquez escribió que la protesta duró trece días, “nueve de los cuales estuvo lloviendo implacablemente”. Por ese reportaje, aislado y sin dudas censurable, el García Márquez periodista ha sido amonestado duramente por un montón de aburridos catedráticos, fungiendo de moralistas, sobre todo los argentinos, que lo tienen por impostor y por hacer de la desmesura un signo vital de su labor en las redacciones de los diarios.

Cuando llegué a vivir a Colombia, me di cuenta de la bipolaridad emocional que García Márquez despertaba. Si bien para unos era el colombiano más ilustre, orgullo de la nación, para otros solo era un “costeño engreído” al que la fama y el poder se le habían subido a la cabeza. Eso solía decir don Luis, un cachaco de traje y corbata, veterano redactor judicial que fumaba pipa y vestía tweed, cuyos recuerdos de García Márquez en la redacción de El Espectador no eran los más amables.  

A él, como a don José Salgar, el estricto jefe de redacción de ‘Gabo’ en el Espectador, los conocí cuando entré a laborar en ese diario. Me di cuenta de que se despertaron varios acontecimientos memorables en los que su figura volvió a gravitar sobre mí. El ‘Mono’ Salgar, ágil y delgado, pese a su edad, ostentaba un cargo de asesor o algo así. Había llegado a ese puesto después de haber sido mensajero, jefe de redacción, subdirector y director.

Pero desde luego no era eso lo que más nos impresionaba a los veinteañaeros Francisco Quintero, Mauricio Bernal, Andrés Grillo y yo (los cronistas del equipo de Domingo, los futuros “gabitos”) del maestro Salgar. Sino el hecho de que era el hombre que había corregido los textos de García Márquez, con aquella famosa frase suya en la que le aconsejaba “torcerle el cuello al cisne”, cuando lo encontraba en demasiados excesos de lirismo. “Y es que yo me empeñaba en que él torciera el cuello a la literatura y trabajara más en periodismo, porque en sus horas libres se dedicaba a escribir hojas un poco locas, yo no podía aceptar que gastara tan tontamente su tiempo en eso en vez de buscar noticias del momento”, recordaría José Salgar tiempo después.

Don José comenzó a realizar unas tertulias culturales y periodísticas los viernes, en donde nos contaba todo eso. Íbamos muy pocos, tal vez los únicos que, en secreto, queríamos ser como García Márquez. Pero no en la manera de escribir, qué va. En el aliento. En la manera en que encaraba el periodismo y lo casaba con la literatura. En su amor por la crónica y en haber despojado de saco y corbata al periodismo, sacado de las redacciones y contaminado de calle, de bullaranga, de olores a fritanga, de sonido de vallenatos y putas tristes.

“Ustedes están obsesionados con Gabo”, nos decía nuestro editor, Rafael Baena, en forma jocosa. ¡Y vaya si lo estábamos! En mi caso, la entrevista imposible se me había convertido en casi una obsesión. De sentirlo tan cercano me confié en lo fácil que sería.

A lo largo de varios años habían confluido circunstancias felices que me hicieron pensar en que el encuentro estaba a la vuelta de la esquina. Primero fue aquella recepción diplomática en donde  estaba el escritor, acompañado de personajes como el ex presidente César Gaviria, el director de cine Sergio Cabrera y algunos diplomáticos. Alguien avisó que, al acabarse la recepción, la cosa seguía en el apartamento de García Márquez, en Bogotá. Pero no me sumé al grupo pues me consideré un intruso.

Después vino mi amistad con el escritor José Luis Díaz-Granados, pariente de García Márquez por parte de su mamá, Margot, con familia samaria. Por José Luis conocí anécdotas íntimas de la familia García Márquez. Me contó el enojo de García Márquez con él cuando este se enteró que había vendido una correspondencia suya a una casa de subastas, en un momento de estrechez económica. Él me aseguró que a través de Eligio –o de Margarita, su prima hermana y asistente privada– me conseguiría la entrevista. Pero tampoco llegó.

Finalmente nos topamos en el año 2002, y con él, el primer volumen de las esperadas memorias de García Márquez. Tuve la tarea en El Espectador de dirigir el cuadernillo especial que saldría para el acontecimiento. El plato fuerte sería una entrevista con García Márquez. Nadie dudaba de que así sería. Imposible que el  escritor se negara a concederla al diario de sus amores. Fueron varias semanas de cacería. Lo más cerca que estuvimos fue una noche en que una asistente mexicana nos juró que nos atendería cuando regresara de una cena en un restaurante mexicano. La separata salió, sin la entrevista. Con los viejos artículos facsimilares publicados en El Espectador, los recuerdos de los amigos de infancia, su primer cuento –La tercera resignación– y un sinfín de material que la hicieron un ejemplar de colección.

Para ese entonces ya había logrado entrevistar a todos los grandes escritores en español y portugués que quedaban vivos, de entre ellos muchos del boom. Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante, José Saramago, Carlos Fuentes. Menos García Márquez, a quien veía desde la época de estudiante tan cercano, tan íntimo tan familiar. El que parecía el más fácil de todos.