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“Nada es suficiente, para quien lo suficiente es poco”

(Epicuro, citado en material de la Secretaría del Buen Vivir)

 

En el Ecuador obtuvo la victoria el Buen Vivir, que está expresado en un conjunto de facetas de la vida de sus ciudadanos: la alegría de la educación, la salud, la seguridad social, el hábitat, la movilidad y la vivienda dignos; la cultura, el tiempo libre, la comunicación social, la ciencia, la tecnología y los saberes ancestrales que nos unen”.

( Fander Falconí)

 

«Los gestores de las universidades serán los primeros en asimilar la orgía clasificadora, objetivomaníaca e indicemaníaca; se convertirán en especialistas a la hora de crear sus propias recetas para la expropiación de las familias o el pillaje del descanso y la vida personal de los docentes, ejerciendo toda su creatividad en la destrucción de la creatividad y la diversidad universitarias, normalizando todo lo que es normalizable y destruyendo todo lo que no lo es.

Nada de esto tiene por qué suceder (…)”

(Boaventura de Sousa Santos, 2010)

 

No tienen que convencerme de lo mala que fue la larga noche neoliberal. A finales de la adolescencia y durante diez años, viví la crisis económica nacional, como muchos. No tienen que convencerme de lo malo que fue el feriado bancario, que en parte fue una consecuencia de políticas neoliberales.  Yo también me levanté un día y, como le pasó a tantos, no tenía nada en la cuenta. Y luego era común no tener agua. O luz. O teléfono. Porque simplemente los habían cortado. Yo también me levanté un día, y como muchos, solo comía fideo, porque era para lo que el presupuesto daba. Yo también me levanté un día, y casi toda mi familia, nuclear y extendida, había migrado. Y aún así, agradecía, porque no perdí o terminé de perder una casa hipotecada comprada en dólares que fue imposible pagar, como le sucedió a tantos otros. Y trabajando duro podía pagar la media beca de una universidad buena, que era mucho mejor que quedarse sin estudiar como tantos otros. Como tantos.

No tienen que convencerme de lo malo que era el Estado neoliberal. Nunca recibí su apoyo. No había facilidad para préstamos educativos o becas en el extranjero. Y no tienen que explicarme lo que ha significado para muchos el Buen Vivir. El Estado del Buen Vivir. Lo que significa para ciertos sectores tener acceso a través de una carretera, que sus hijos vayan a una escuela, a estudiar en el extranjero, que recibas apoyo porque tienes un pariente discapacitado, que te atienda un médico, que haya la medicina de tu receta, aunque sea después de semanas.

No tienen que convencerme de lo malo que fue el sistema universitario nacional. De universidades que se abrían porque sí. De que algunas se enriquecieron y mucho. De que los sueldos de los docentes no eran ni estables ni dignos. De que hubo estafa académica. De que los presupuestos de investigación eran ridículos. Uno investigaba como podía, cuando podía. Publicaba como podía, cuando podía, donde podía. Uno no revisaba si era indexado o no, o si el libro iba a tener ISBN o no. Uno no investigaba en los parámetros de la sociedad del conocimiento.

No tienen que convencerme de lo que ha significado para muchos el Buen Vivir. Pero voy a explicarles lo que ha sido, lo que es hoy, para mí.  Y lo cuento como una historia, mi historia, que sé es la de tantos otros.

Soy de los docentes que no hizo posgrado hace tiempo. En mi caso, pensé que quedarme y ayudar a mi familia, como pensamos muchos, era justo y necesario. Conocíamos gente que se iba a posgrados con esfuerzo o con las pocas becas a las que se accedía en la Costa en tiempos del centralismo y debo decir que a la mayoría los respetaba antes de su posgrado. La maestría no era un aura que los hacía “expertos”, “sabios”, “intocables” o “irrefutables”, simplemente complementaba su estudio y experiencia. Y ellos regresaban y respetaban al que tenía o no posgrado: su experiencia, nivel de lecturas o dedicación. Eso no significaba, en mi caso, y en el de muchos otros, que no me tomara la docencia o el estudio en serio. Tenía entre tres y cuatro grupos de estudio semanales. Aún conservo por lo menos un par. Nadie toma lista o pide deberes, pero se lee. Y se discute críticamente lo leído. Nadie tiene miedo de discutir lo que pienso y lo que digo. Nadie certifica lo que aprendía o aprendo, pero en esos contextos se aprende. Y respeto también a tantos otros que leen, revisan, se actualizan autónomamente, sin grupos. Así como respeto a los que aprendieron en el contexto de un programa de posgrado. Hay tantas formas de aprender.

Empecé a hacer mi maestría a distancia, cuando no vi más posibilidades. Luego salió el Listado de Instituciones de Educación Superior para Reconocimiento Automático de Títulos y la ley que objetaba los posgrados semi y no presenciales. Hacer un posgrado que no esté en el listado tiene su dosis de riesgo. Se indica que pueden revisarlo, pero entonces uno depende del burócrata de turno. Podría contar un par de anécdotas al respecto que rozan el absurdo. Como la de la conocida que estudió en una universidad en Rusia, pero que no le aceptaban el título porque en el listado el nombre de la universidad estaba mal escrito. Y cómo iba a estar mal en el listado y bien en su título. O la del docente que también estudió filosofía en Rusia y que le indicaron que tal vez era necesario que tradujese su tesis sobre Marx al español para ubicar su validez. Y así. Sí, son tal vez unos pocos casos, pero existen.

En mi caso me retiré de un buen programa de posgrado a distancia con un título intermedio. No puedo describir la furia de muchos de mis colegas, cuando con una sonrisa el o la burócrata les dice “usted sabe que no aceptamos posgrados a distancia”. O que todo título “propio” no vale. Sin mayor criterio. Sin revisar la calidad de la universidad, los programas.  Como si “a distancia” –en tiempos del e-learning, del aprendizaje invisible y de conceptos interesantes que algunos que estos organismos citan – significa que no se lee, no se estudia, no se trabaja. La universidad en la que trabajo planteó convenios con universidades de posgrado nacionales e internacionales, pero dado que estaban en revisión de nuevo las categorías y acreditaciones, no podían abrirse nuevos programas. En la espera se perdió tiempo. Y posgrados en ciencias sociales en mi ciudad no hay. Y al Estado no le interesan las Ciencias Sociales. Perdón: le interesa como un 10 ó 12% en el mejor de los casos. Estoy terminando una maestría en mi universidad en educación superior que espero no objeten, porque mi área de docencia es la comunicación. Cambiar de área de docencia, en mi caso significaría tirar diez años de lecturas serias, a la basura. Pero era lo que había. Y aunque en algunos seminarios interesantes de estos organismos en los que se habla de trans, inter y multidisciplinaridad, en las evaluaciones del área de docencia se indica que la cátedra dictada debe estar relacionada al área de posgrado. Y puedo decir “legión”: porque nos ha pasado a muchos. Tal vez no somos el 57% – perdón, el 57,7% (en la tiranía de la mayoría, en la tiranía del número de los tiempos contemporáneos son necesarias las precisiones)–pero somos muchos. Tal vez no somos muchos, pero somos. Un par de veces al año firmo cartas de recomendación a graduados de mi universidad para que apliquen a becas del Estado. En este momento hay ocho mil becarios estudiando en el extranjero y somos el país en el que hay el mayor acceso educativo a la población del quintil más pobre. Ellos viven la alegría de la educación, y me parece muy válido, sensato, yo me alegro por ellos, les digo que aprovechen las oportunidades. Yo no las tuve.

Por el momento no daré clases hasta formalizar el título. Resulta problemático, incluso tener una maestría “en curso”. Mi saber no es válido. Mis casi quince años de lecturas no lo son. De repente todo tu recorrido profesional y el de otros a tu alrededor, no vale. Llego en las noches, me levanto en las mañanas siendo una in-válida. Para ser más precisa, uno no es. No somos un indicador, un número. Somos un recorrido profesional, en algunos casos decente. Somos gente que sólo nos hemos dedicado a la educación, a la investigación en contextos muy difíciles, somos una historia. Eso es lo que somos. Pensé que el marxismo algo sabía de la historia, pero no. No ha sabido tanto. Mejor es eliminarla y empezar de nuevo. Para tener patria.

Al parecer, el Buen Vivir, es el buen evaluar. Cuando no evalúan a los alumnos, se evalúa a la institución. Cuando no se evalúa a la institución, me evalúan como docente. Cuando no evalúan el colegio en el que también trabajo, evalúan la universidad. Cuando no evalúan la universidad como institución, evalúan el área. Al parecer este año, después de que evalúen la institución por tercera vez, evaluarán la carrera. Tres evaluaciones institucionales en educación superior en menos de cuatro años, sin contar las solicitudes de información para los sistemas y organismos estatales, que son más indicadores y documentos que recopilar. En ese mismo tiempo en educación media, he vivido dos evaluaciones institucionales, una de docencia y dos de estudiantes. Hace años que al levantarme no siento la alegría de la educación. Me levanto pensando qué informe deberé hacer-rehacer-me-pedirán-me-impugnarán-hoy. Qué matriz habrá que llenar. Cuál se desactualizará porque ha llegado el nuevo Plan Nacional, el de investigación, el del Buen Vivir, el zonal, el nuevo reglamento, los nuevos lineamientos del bachillerato, el nuevo sistema de evaluación a estudiantes. Quién me señalará como inválida hoy. Quién se sentará frente a mí sintiéndose inválido hoy. Qué coordinador me dirá que no puede hacer el informe. O que no quiere. Que no tiene tiempo. Qué profesor me dirá que quiere jubilarse. O que ya no puede con el nuevo sistema de evaluación de educación media. O que se siente incómodo. Porque las notas son cinco y, más importante que enseñar o aprender, es llenar los cinco espacios.

Qué evaluador me invalidará hoy. Si no está el informe, que por qué no está. Si está el informe, que porqué no está en “tal” formato. Si está en ese formato, pues necesitamos otro. Si no está justificado, que por qué no está. Si el proyecto educativo está justificado, pues lo ha justificado demasiado (en serio, me ha pasado). Si está el informe de reunión, que porqué no adjunta la asistencia. Si está la asistencia, que por qué no está la convocatoria. Si está la convocatoria y la asistencia, que por qué no está la firma de que todos aceptan lo que se dijo allí. Si está todo, que por qué no está notarizado. Y cuando al fin tiene todo, ya se desactualizó. O por qué no se ha levantado en los –bastante poco amigables– sistemas informáticos de gestión. Cuando termine con las evaluaciones, llegan las solicitudes de información de los sistemas de información. Y cuando termina con esas, llegan las de otros organismos: de censos o de planificación. Uno no sabe por qué no se pueden sentar y pedir lo mismo. O revisar lo que pidieron otros y así uno no tiene que llenar otros formato de informe. Y otro. Y otro. O porqué algunos piden sólo lo del 2010-2012, otros del 2009 al 2013 y otros de un solo año. Y por qué en algunos casos nos estresaron con evaluaciones cuyos resultados se publicaron a veces dos años después. El otro día leía que el universo, al parecer, es finito, pero no nos engañemos: la evaluación, la acreditación y la certificación no. Ni la de la institución, ni la nuestra. Cuando tenga diplomado, necesitará maestría. Cuando tenga maestría, cuidado, debe ser solo en su área. Cuando la logre, necesitará doctorado. Y no hablemos de postdoctorados. Y de las publicaciones indexadas. Yo estoy de acuerdo con que ésas son las reglas de juego de la academia, de la sociedad del conocimiento, pero ¿es la única forma de construir saber? ¿más aún en un gobierno que se pasa citando al sociólogo de Sousa,  y sus ideas sobre la reinvención de epistemología, la des-universidad y la pluralidad de los saberes con las que todos, en el marco de las reflexiones poscoloniales, estamos de acuerdo? ¿debemos todos jugar ese juego, enfrentar escalafones organizados de esa forma? ¿solo los que lo jueguen pueden investigar, dar una clase? ¿todos los docentes deben ser investigadores? ¿todos los rectores –que se dedican principalmente a la gestión– deben ser investigadores? ¿no puede haber unos que sí y unos que no?

En pocos casos, las reglas del juego están o han estado definidas. O han sido y son sensatas. Ha habido una que otra evaluación pluralista. En el caso usual hay “modelos sin indicadores” e “indicadores sin modelo” como ahora. Porque son un listado de números y porcentajes sin ninguna justificación o razonamiento. Uno no sabe por qué un porcentaje de profesores a tiempo completo es sinónimo de calidad. Por qué acompañamiento pedagógico se interpreta de dos o tres formas distintas. Por qué los modelos de evaluación educativa de lo que menos tratan es de pedagogía. Y en el 2012 el modelo era uno para evaluar a las universidades E. Después vino otro y otro. Que ya ni me desgasto diciéndolo, porque qué importan los razonamientos, menos ahora. 57,7%. 57,7%. En la mayoría de los casos, hay evaluadores que, cada vez que uno solicita una aclaración, definen los indicadores, reglas, de forma distinta. Una y otra vez. Y a veces no contestan. O dicen “estamos en eso”. Incluso a veces lo definen mejor, pero uno enloquece en el proceso: lo que dice el papel, el listado, la operativización, el manual, no es estable ni confiable. En la última evaluación universitaria y de educación media siquiera hubo la sensatez de un espacio de discutir ponderaciones inicialmente asignadas. Un avance significativo.

Aún así, yo quisiera decir que hace tiempo que trabajo en el crimen de la educación, no en la alegría de ésta. A pesar de que lo diga uno de los pocos ideólogos de esta revolución cuyas intenciones respeto. Hace tiempo que, en lugar de pensar en los procesos, el aprendizaje, los estudiantes, los currículos, debo pensar en evidencias. En certificaciones. Uno es culpable de mediocridad, de estafa, hasta que demuestre lo contrario. Uno es culpable de no hacer, de ser vago, inepto, hasta que se demuestre lo contrario. Ya no evalúo si el profesor da o dio bien una clase, sino si tiene título de posgrado. Que además debe estar registrado para ser reconocido. No nos engañemos, que se habla de “los saberes” en plural, “ancestrales” encima, pero actualmente solo hay uno reconocido: “el certificado”. En todas las áreas. No nos engañemos, que se habla de la equidad, de la diversidad, de la inclusión. Pero hay una sola educación que se reconoce. Con un currículo. Con unas horas. Con unas materias. Con unas evaluaciones estandarizadas. Una sola. Que se habla del aprendizaje invisible como concepto, pero todo lo definen las evidencias.

No valemos. Sin ningún análisis de contexto, ningún análisis histórico de la formación en esas áreas, de si ha habido o no universidades que han formado artistas o gente en ciencias sociales, sin ningún análisis de necesidades sociales o de campo profesional. No importa si es ingeniero o artista, si es físico, sociólogo o diseñador. Conozco tanta gente brillante, que ha liderado, construido proyectos innovadores en el área de la salud, del arte, de la arquitectura, de lo social. Mientras otros estudiaban, ellos hacían cosas. Yo no desvalorizo a los que se han pasado estudiando. Ni a mis ex alumnos –ahora colegas– que estudian. Pero no es la única forma de construir saber. Pero ahora resulta que no están certificados, no pueden ser titulares de una cátedra, dirigir una investigación, ser asesores. No pueden transmitir su saber, adquirido a través de la experiencia, a otros. Si no está certificado, levante las manos y salga lentamente (de la universidad).

A mí me parece humillante, injusto. Simplemente injusto. Simplemente tonto.  Y no  dudo, los “números” en estas evaluaciones saldrán mejor, pero solo en mi institución han dejado de colaborar casi ochenta docentes. La mayoría gente muy buena. Profesionales con experiencia laboral, para nada interesados en estar en un escritorio a tiempo completo, o en investigar de forma «indexada». Aunque en la última evaluación algunas universidades subieron de categoría, incluyendo en a que trabajo, no estoy segura de que eso signifique que eduquemos mejor que antes. Se observa en el discurso. Se habla más de matrices, de reglamentos y de sistemas que de procesos pedagógicos o educativos. Pero tenemos papeles. Y los números salieron mejor, saldrán mejor, su número de certificados, la cantidad de gente incluida,  porque esa es su idea –parcial, discutible, poco crítica– de saber y de enseñar. Y lo presentarán en sus discursos, webs y sabatinas. Y todo esto implementado con poco o ningún espacio para argumentar o discutir, porque recordemos –y estamos de acuerdo todos– lo malo que era el pasado, lo mala que fue la “larga noche neoliberal”.

Además está el problema del tiempo: al parecer todo debe cambiar ya. Deben cambiarse matrices de producción de conocimiento con la misma velocidad que se construyen carreteras. Como si fuese lo mismo. Hay que diseñar evaluaciones de perfiles de salida de estudiantes en todos los niveles en tiempo récord. Hay que evaluar carreras y currículos que van a desaparecer al mismo tiempo en que todos debemos construirlas de nuevo según el nuevo Reglamento. Eso es casi como diseñar un sistema increíblemente complejo para evaluar a un muerto. Hay que armar ciudades enteras, universidades nuevas y pronto. Hay que publicar en revistas indexadas ya. Hay que incluir a todos y de la misma manera en este momento. No hay mucho tiempo de reflexionar, pensar, discutir, socializar. Hay que hacer. La revolución ciudadana avanza. Y nadie niega, hay cosas que se han hecho rápidamente. Pero hay otras que no se construyen como se construye un edificio.

De la noche a la mañana no se define una línea de investigación, se publica en revista indexada, se encuentran profesionales con posgrado en todas las áreas para que dicten todas las cátedras. De repente no se evalúan carreras, se evalúan estudiantes, se hacen exámenes de perfiles de salida o de habilitación profesional, mientras se construyen currículos. Y la revolución avanza, pero como una aplanadora. Es el imperio del número. Y es un fenómeno global. Algún día escribiré de él, del número, de cómo se ha transformado en nuestro verdadero enemigo. De cómo han anulado la subjetividad, la particularidad para cambiarla por la idea del “hombre promedio”. De cómo en realidad mi enemigo no es el formulario, el gobierno, el Estado, o el tecnócrata. Es el número.

Yo quisiera decir que me siento en un luminoso amanecer socialista del Siglo XXI, pero no. Es como esos días en que amanece oscuro, en que uno no quiere levantarse de la cama a hacer lo que antes le gustaba hacer. Sí, a veces sin luz, sin agua, sin teléfono, pero le gustaba hacer.

Yo quisiera decir que estoy en los indicadores de los estudios de felicidad que se señalan como prueba de sus logros, pero no. Dirán que necesito un número, una encuesta, demostrar que hay un “número representativo” de infelices. O dirán que los felices son más. Que la felicidad de otros debe ser la del docente de educación básica  y media, del docente universitario. Que la felicidad del joven que recibe una beca en una universidad pública o extranjera debe ser la nuestra. Que la felicidad del 57,7% es la del 42,3%. Yo quisiera decirlo, pero no. En mi caso, no.

Trato de verlo con otra perspectiva, trato. Es difícil. Trato de ver los números, el número que indica que se ha duplicado la inversión en educación superior si revisamos el porcentaje del PIB invertido, ni hablar del acceso al crédito estudiantil, de los presupuestos para investigación en ciencias. De entusiasmarme con los nuevos proyectos universitarios. Con los expertos de primera línea que dictan charlas en algunos talleres. Pero estoy en mi escritorio. No veo cómo tanta instancia de control me dejará espacio para leer, escribir o investigar. Para pensar en una buena clase. Cuándo me sentiré menos in-válida. Cuándo. Cuándo acabarán los papeles, cuándo.

Aún no veo éste como un tiempo o crisis que me llevará a un lugar distinto. Las instituciones en las que trabajo tratan de verlo desde otra perspectiva: “ Veámoslo como una excusa para hacer lo que queremos, mejorar lo que queremos”.  “Sigamos este camino sin perder el nuestro”. Yo pienso a qué hora, en qué momento. Cuándo acabarán los informes. Cuándo dejarán de perseguirme o dejaré de perseguir a otros que estimo. Cuándo dejaremos de tratarnos con sospecha con aquel que trabaja en el escritorio de al frente. O de reprocharle algo que no cumplió. Cuándo dejará de haber gente que valoro que me evade en los pasillos. O a las que yo evado. Cuando dejaremos de comunicarnos con jergas de abogados, con amenazas de denuncias entre docentes, directivos, padres, estudiantes. Cuándo nos informarán que hemos hecho lo suficiente. Cuándo.

El otro día escuché en una conferencia organizada por el CES a una funcionaria de educación superior. Habló con palabras motivadoras. Sentidas. Inspiradoras. Hace tiempo que no escuchaba algo así. Que estábamos construyendo el futuro, el sueño. Que estábamos cambiando la educación. Que estábamos sacrificándonos para nuevas generaciones. Habló de las carreras que con creatividad debíamos  construir. Y habló de las carreras antiguas que (seguramente con poca creatividad) el CEAACES debía evaluar. Yo igual quería aplaudir. Toda educación necesita de dosis justas de utopía. Quería aplaudir en serio. Pero nadie lo hizo. Creo que sé por qué. Porque ya en la realidad, más tiempo se dedican a los papeles de evaluación, a los sistemas de gestión, que a los cambios. Más tiempo se invierte dándole formato al pasado, dándole formato al muerto, organizando en matrices el cadáver, que pensando en el presente, en el futuro. Más tiempo necesitan las matrices, que los sueños. Porque ya en los breaks de los talleres, reuniones de planificación y seminarios, se comenta brevemente de la interesante conferencia, pero el resto del tiempo se habla de las evaluaciones. De las que se hicieron. De las que se harán. De lo contradictorio que es invertir tiempo en evaluar el pasado, cuando todos deberíamos construir las mallas futuras. De los profesores valiosos despedidos, porque no tienen el título. De lo interesante que son estas ideas, las de investigación, del saber-hacer, del aprendizaje invisible, del Bachillerato General Unificado, pero que ya sabemos cómo las transformarán en indicador. Y aunque de forma inspiradora se habla de horizontes de sentido, de que no hay recetas, sabemos perfectamente que la evaluación sí las tiene. Porque uno sabe en estos procesos quién tiene la corona. Y no es el que nos invita a soñar. Es el evaluador. El EVALUATOR, les decimos en la oficina. A veces con humor. A veces con cariño. Muchas veces con furia. Si pudiesen revolucionar la educación con la mitad de las matrices, de las evaluaciones, de los planes de mejora, de los exámenes a los estudiantes. Si pudiesen revolucionar la educación con la mitad de los certificados, con la mitad de bajas, con la mitad de restos.

Yo preferiría no hacerlo, a lo Bartleby. Tal vez en algún momento no lo haga. Tal vez en algún momento deberíamos dejar de hacerlo. Sé que ya no vale la pena discutir, argumentar, disentir, tratar de influir en el proceso. Ya se sabe de lado de quién está la ley. Ya se sabe quiénes tienen maquinarias comunicativas para destrozar reputaciones con fotografías gigantes en sabatinas y cadenas de televisión. Y solicitar disculpas públicas. Con –o sin– justa razón.  Pero con todo el poder. Ya se sabe quiénes son los elefantes y quiénes las hormigas. Y que en este caso, los elefantes han decidido hacerse sentir como elefantes, actuar como elefantes.

Lo que no pienso aceptar son sus adjetivos. Esos no me los van a imponer. No calificarán que ésta –mi historia con la revolución educativa– es una historia “de alegría”. Lo que sí sé es que –para  mí y salvo pequeños procesos y pocos encuentros–no ha sido una historia de respeto. Ni de participación. No es mi historia. Tal vez la del 57,7%. Y yo soy parte del indicador, del porcentaje, del número que no está alegre. Soy lo que está quedando como resto de lo que avanza. Porque no soy suficiente. Porque la educación en que creo, lo que escribo, lo que planifico no es suficiente para el Buen Vivir.

Sólo tenía, necesitaba, moría por decir que yo me siento miserable. Trato de llevar mi miseria, con buen humor, pero es miseria. Es una miseria educada, amable, pero es miseria.

Que empecé con expectativas, con paciencia, reconociendo ( y sigo haciéndolo) lo que está bien. Que respeto y concuerdo con las ideas de algunas personas que dirigen algunos organismos. Ideas que encuentro valiosas, innovadoras, pertinentes.

Pero ahora me siento miserable. Y cansada. Y miserable. Y cansada. Muy cansada.

Que no quiero llenar-actualizar-corregir un informe, una matriz más. Una evaluación más.

Que no quiero implementar un programa más en el que no creo.

Que no quiero pedirle al grupo de docentes que trabajan conmigo que diseñen una evaluación más que no es necesaria para completar los 5 indicadores. Ni a mis estudiantes que las rindan.

Que es difícil no perder el sueño entre tanta matriz.

Que esto no puede ser la alegría de la educación. O no lo es para todos.

Que esto no puede ser el Buen Vivir. O no lo es para todos.

Que ésta no puede ser la revolución de la alegría. O no lo es para todos.

Eso sí. No se atrevan a adjudicarme su adjetivo. A decir que ese calificativo de “feliz”, de “alegre”, “me representa”.

No a mí.

No a mí.

Y que supongo que la miseria del formulario no terminará nunca, a menos que yo decida que termine. 

Bajada

Si no está certificado, levante las manos y salga lentamente