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¿Por qué critica el gobierno ecuatoriano las medidas preventivas de la CIDH?

Para el gobierno ecuatoriano, las medidas cautelares que emite la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) carecen de legitimidad. Esa ha sido la excusa que el Estado, encabezado por Rafael Correa, utiliza para ignorar los llamados de atención que el organismo regional le ha hecho. Prescindir de estas medidas es sólo el más sobresaliente de los desplantes del Ecuador a la Comisión.

Estos exabruptos contra resoluciones tutelares de los derechos de las personas obedecen a una profunda falta de conocimiento de nuestras autoridades. En la última semana de marzo de 2014, la difusión de una cadena nacional de radio y televisión lo confirmó. En ella, el Gobierno procuró catequizar a la ciudadanía sobre cómo el Reglamento de la CIDH “viola” la Constitución ecuatoriana. La explicación oficial fue reprisada. Además, una serie de tweets de contenido muy básico fueron enviados por la flamante Ministra de Justicia Ledy Zúñiga, en los que afirmaba que la actuación de la CIDH “está generando inseguridad jurídica”. No tardó en hablar nuestro Canciller Ricardo Patiño. Dijo que el Ecuador no reconoce a la CIDH “ni siquiera el derecho a solicitarlas”. Le siguió la apresurada decisión de nuestra Asamblea Legislativa de no examinar la solicitud de medidas cautelares a favor del asambleísta Cléver Jiménez. Por sobre todas las cosas, esta perla del primer mandatario: “Un grupo de burócratas sin atribución ordenan a la República que reviertan una sentencia ejecutoriada”, se quejó; “así de simple, de un país soberano. Es inaudito”, dijo él durante una rueda de prensa el 25 de marzo.

En la esperanza de que algún funcionario en sus momentos de ocio procure informarse, explicaré en qué consiste el mecanismo de medidas cautelares, cuál es su fundamento jurídico, y qué ha logrado a través del uso de esta importante herramienta en el sistema interamericano desde hace más de cincuenta años.

¿Vale la pena mantener el mecanismo?

La respuesta es categóricamente sí. Los Estados no deben sentirse amenazados por los decretos de protección de la CIDH, al contrario, deberían considerarlos –y algunos históricamente así lo han hecho– una importante herramienta que coadyuva a su propia tarea de defensa de los derechos de sus ciudadanos, al permitirles identificar tanto situaciones de potencial riesgo como respuestas adecuadas a riesgos de diversa naturaleza.

Para llegar a esta conclusión basta recordar algunos ejemplos de asuntos frente a los cuales la CIDH resolvió otorgar medidas cautelares: las primeras decisiones en esta materia se refirieron a la suspensión de la ejecución de sentencias de pena capital impuestas por tribunales de fuero especial en países centroamericanos. Luego, la CIDH ha dictado medidas en casos que afectaban a defensores de derechos humanos, a testigos de crímenes cometidos por miembros de las fuerzas policiales o militares, a abogados que han recibido amenazas de muerte, a personas bajo amenaza de ser deportadas a su país de origen con riesgo para sus vidas o integridad física, y a personas condenadas a la pena de muerte.  En los últimos años, la CIDH ha decretado medidas con la finalidad de proteger derechos tales como la libre circulación y residencia, la propiedad ancestral de comunidades indígenas, la educación, la protección de la familia, la protección de la niñez, la protección de la salud de personas con enfermedades que bajo nuestro texto constitucional serían consideradas “catastróficas”, la libertad de asociación, entre otros.

Pese a la satanización del organismo a su supuesta inclinación por favorecer los intereses de Estados Unidos, entre las medidas cautelares más notables que ha dictado en su historia se encuentran aquellas ordenadas a favor de los detenidos de la base militar de Guantánamo, a insistencia he de agregar, de un ecuatoriano, por entonces miembro de la CIDH, el ya fallecido Julio Prado Vallejo.

Varios personajes políticos importantes del actual régimen, entre ellos el actual Presidente del Consejo Nacional de la Judicatura y el actual Ministro de Cultura y Patrimonio, así como el actual Director del diario público El Telégrafo han sido beneficiarios de medidas cautelares. En el párrafo dieciocho de este texto, el detalle.

Miles de vidas de habitantes del continente han sido salvadas o transformadas gracias a la oportuna intervención de la CIDH a través del mecanismo de medidas cautelares. Negar su trascendencia y necesidad equivale a negar la esencia misma de los derechos humanos que es la dignidad de las personas, e implica desconocer el fundamento del establecimiento de mecanismos para su tutela tanto en el plano interno como en el internacional.

No nos dejemos engañar más por mitos y leyendas urbanas, las medidas cautelares de la CIDH no son “el cuco”.

Las medidas cautelares no son resultado del infortunio ni de la arbitrariedad

La emisión de órdenes dirigidas a personas o entidades para impedir la vulneración de determinado derecho no es una idea nueva. Los ordenamientos jurídicos de casi todos los miembros de la comunidad internacional –incluido Ecuador– contemplan mecanismos procesales de tipo cautelar. Las sociedades de los países civilizados históricamente han considerado que tales mecanismos son consustanciales a la noción de justicia. ¿De qué serviría llevar un conflicto de intereses a resolución de la autoridad si cuando aquella se pronuncie, el daño no sólo estará hecho, sino que no podrá repararse?

Que los Estados apliquen internamente medidas tendientes a la prevención de afectaciones de derechos, concordantes con las medidas aplicadas por otros Estados, fundamenta la presunción de que la intención común es también la de aplicarlas en las relaciones internacionales.  De ahí que tanto organismos judiciales como cuasi-judiciales –entre ellos la CIDH–, con jurisdicción en el ámbito universal y regional hayan desarrollado desde los albores del siglo XX mecanismos orientados a la preservación de los derechos de las partes, mediante la adopción de decretos temporales de protección denominados medidas cautelares, medidas provisionales o medidas interinas.

Así, en el ámbito universal, el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia determina que dicho Tribunal tiene la facultad de decretar medidas provisionales. En materia de derechos humanos, los Reglamentos del Comité de Derechos Civiles y Políticos, del Comité contra la Tortura y del Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial, entre otros, establecen la facultad de sus órganos de supervisión de decretar este tipo de medidas. En el plano regional, la facultad de decretar medidas de protección está establecida en los Estatutos del Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas y de la Corte Centroamericana de Justicia, así como en varios tratados que regulan el proceso arbitral internacional; y en materia de derechos humanos en los Reglamentos de la Comisión y del Tribunal Europeos de Derechos Humanos, en los Reglamentos de la Comisión y otros tres.

Estos antecedentes normativos evidencian que los organismos internacionales de supervisión, particularmente en materia de derechos humanos, consideran la invocación de estas medidas una parte esencial del ejercicio de su jurisdicción y una herramienta para asegurar el cumplimiento de las obligaciones internacionales los Estados concernidos. La decisión de recurrir a este tipo de mecanismo se basa en consideraciones relativas a la urgencia de la situación y sobre todo a la irreparabilidad de las consecuencias que podrían verificarse de no amparar el goce de ciertos derechos o de permitir la consumación de ciertos actos. Por ejemplo, hasta mediados de la década anterior, los portadores de VIH no tenían acceso a tratamiento antirretroviral, con medidas cautelares lo tuvieron. A través de este mismo mecanismo, pueblos indígenas en Paraguay y Colombia han logrado preservar su identidad cultural mediante la protección de su territorio ancestral. Otro caso de la efectividad de las medidas cautelares se dio en Oroya –Perú-. Ahí, una población con un alto índice de actividad minera donde el suelo y los ríos se contaminaban  por la actividad, logró que se implemente un monitoreo de salud a sus habitantes, acceso a tratamiento y la modificación de la disposición de los residuos de la extracción.

Lo anterior tiene que ver con una cuestión mucho más general: parte de la misión que cumplen los organismos internacionales de supervisión de cualquier tratado es velar por su adecuada interpretación y efectiva aplicación, en observancia de una serie de normas de derecho internacional general, como el cumplimiento de buena fe de los compromisos internacionales –pacta sunt servanda–, la prevalencia del derecho internacional sobre el derecho interno –principio de primacía–, y la necesidad de dotar de vigencia material a las normas internacionales –effet utile–.  En este sentido, la Corte Internacional de Justicia, en su sentencia del caso LaGrand, explicó que las medidas de protección deben ser de acatamiento obligatorio dado que la facultad de dictarlas “se basa en la necesidad, cuando las circunstancias lo ameriten, e salvaguardar los derechos de las partes, que serán determinados en una sentencia definitiva” y que una conclusión distinta sería contraria al objeto y fin del instrumento que regule la actuación del organismo de supervisión.

Específicamente, en nuestro sistema regional de derechos humanos, destacando la trascendencia y obligatoriedad de los decretos de medidas cautelares de la CIDH, ha señalado que “el fin último de la Convención Americana es la protección eficaz de los derechos humanos y, en cumplimiento de las obligaciones contraídas en virtud de la misma, los Estados deben dotar a sus disposiciones de un efecto útil, lo cual implica la implementación y cumplimiento de las resoluciones emitidas por sus órganos de supervisión, sea la Comisión y la Corte”.

Esta dimensión de los decretos de protección internacionales, esencialmente dirigida a preservar la cuestión de controversia, en un juicio llevado a conocimiento del organismo de supervisión de que se trate, se ve complementada en materia de derechos humanos por otra mucho más importante: su verdadera razón de ser, la dimensión tutelar. Es decir, la salvaguarda de bienes esenciales de la persona que se encuentran en grave riesgo de ser afectados a través de acciones del poder público o de los particulares, justificarían emitir el decreto de protección, sin que exista un pleito sobre el fondo del asunto.  Al respecto, la CIDH consideró en 2008 que las medidas de protección se pueden ordenar aun cuando no exista propiamente un caso contencioso en el sistema interamericano: “en situaciones que, prima facie, puedan tener como resultado una afectación grave y urgente de derechos humanos”.

Si el otorgamiento de un decreto interino de protección es un ejercicio legítimo y reglado, cuyo propósito es impedir que sean violados derechos humanos, resulta un poco “irracional” que el argumento para incumplir tal decreto sea su descalificación por “arbitrario”.

El mecanismo de medidas cautelares no está prostituido

Cuando ciertas “jóvenes democracias” del continente se rasgan las vestiduras y repudian las medidas dictadas por la CIDH para proteger los derechos de sus ciudadanos, se les olvida mencionar que el mecanismo siempre ha operado de manera excepcional.  Como lo presentan las autoridades ecuatorianas, pareciera que la CIDH deambula regalando decretos de cautelares a cualquiera, se lo pida o no, las necesite o no.  La realidad es muy distinta: según las estadísticas del último informe anual publicado de la CIDH –correspondiente al 2012–, en el curso de todo el año se solicitaron 448 medidas cautelares, de las cuales el organismo decidió otorgar 21, es decir, el 4,7%. Entre inicios de enero y finales de marzo del año 2014, la CIDH otorgó cinco medidas cautelares.

Cuando ya se ven perdidos frente a la demostración de que no hay un uso abusivo del mecanismo, el contra argumento es que la CIDH actúa en forma selectiva, atendiendo a intereses del “gran capital”, nuevamente, falso.  Lo que ocurre es que los criterios para el examen de una solicitud de medidas cautelares son sumamente rigurosos.  La procedencia de la solicitud de protección está condicionada al cumplimiento de tres supuestos:

  • Gravedad. La amenaza al derecho debe ser de tal entidad que torne indispensable la intervención del organismo internacional, el cual actuará frente a la inactividad del Estado en la tutela del derecho o la inefectividad de los mecanismos existentes en el plano interno;
  • Urgencia.  El riesgo de vulneración del derecho debe ser actual y el daño inminente;
  • Irreparabilidad.  Si el organismo internacional no interviene para tutelar el derecho, este no podrá ser restituido, sino en todo caso, su violación compensada económicamente, lo que por supuesto no es lo deseable.

Los fundamentos fácticos del pedido de protección deben ser verosímiles.  No hay un estándar probatorio riguroso pero quien solicita una medida cautelar debe acreditar los hechos que dan lugar a la misma.  La CIDH tiene la potestad de en lugar de ordenar la medida cautelar, solicitar información adicional al peticionario o potencial beneficiario, o requerir al Estado sus comentarios respecto al pedido, lo que evidencia que la actuación del organismo en esta materia es cautelosa, no precipitada.

Por si fuera poco, el mecanismo por su propia naturaleza tiene un carácter temporal, por eso la denominación genérica de medidas interinas.  Cuando la CIDH dispone la adopción de medidas cautelares, realiza un seguimiento detallado de su implementación a partir de información suministrada periódicamente por las propias partes; evalúa a intervalos la permanencia de los criterios de gravedad, urgencia e irreparabilidad que justificarían el mantenimiento de la vigencia del decreto de protección; y cuando determina que las medidas ya no son necesarias, las levanta.

Las situaciones en las cuales la CIDH ha resuelto otorgar medidas cautelares se limitan a cuestiones muy serias y delicadas:

  • Amenazas contra la vida e integridad personal.
  • Amenazas contra comunidades, particularmente indígenas o tribales, por afectación del medio ambiente natural y cultural.
  • Amenazas contra la salud.
  • Amenazas de la ejecución de órdenes judiciales o administrativas que pudieran vulnerar ilegítimamente derechos, sólo mientras el organismo tiene la oportunidad de analizar el reclamo de fondo.
  • Detención en estado de incomunicación o ausencia de definición de la situación jurídica de una persona detenida.

 

No se puede afirmar entonces que el mecanismo haya perdido credibilidad por su mala y excesivamente frecuente utilización.

La CIDH sí está jurídicamente facultada a ordenar medidas cautelares

En apariencia, el meollo del asunto sería la supuesta falta de fundamento jurídico para que dicho organismo tutele en forma preventiva los derechos de los ciudadanos de la región. O en otras palabras, la consideración de que la CIDH solo puede hacer el recuento de los daños, no impedir que estos se concreten.

Tal planteamiento es descabellado, tomando en cuenta que las funciones de la CIDH son la promoción y defensa de los derechos humanos. Es lógico suponer que la noción de defensa de derechos parte de la idea de evitar que estos sean afectados.

El 18 de agosto de 1959, los Estados miembros de la OEA aprobaron la Resolución que creó la CIDH. Ahí, determinaron que el organismo se encargaría de “promover el respeto” de los derechos humanos, lo que implica instar a los Estados a restringir el ejercicio del poder público de modo que el aparato estatal no vulnere derechos a partir de la invasión de esferas individuales. En este sentido, la Corte Interamericana ha dicho en la sentencia del caso Caso Velásquez Rodríguez, en 1988, que el ejercicio de la función pública tiene unos límites que derivan de que los derechos humanos son atributos inherentes a la dignidad humana y, en consecuencia, "superiores al poder del Estado", concluye la resolución.

Las funciones iniciales de la CIDH ya incluían el “formular recomendaciones en caso de que lo estime conveniente a los Gobiernos de los Estados miembros en general, para que adopten  […] de acuerdo con sus preceptos constitucionales, medidas apropiadas para fomentar la fiel observancia de esos derechos”. La primera cuestión jurídica que resolvió la CIDH en interpretación de su Estatuto, en 1960, fue si el mismo le permitía formular recomendaciones no sólo al conjunto de Estados Miembros de la OEA, sino también en forma individual a ellos, respecto de situaciones particulares que afectaran a sus ciudadanos. En 1965, se ampliaron sus atribuciones a la formulación de las recomendaciones que estimare apropiadas para “hacer más efectiva la observancia de los derechos humanos fundamentales”, lo que incluye recomendar la adopción de medidas preventivas. Desde 1967 la Carta de la OEA transformó a la CIDH en órgano principal de la organización y determinó “que tendrá, como función principal, la de promover la observancia y la defensa de los derechos humanos y de servir como órgano consultivo de la Organización en esta materia”. Con la adopción de la Convención Americana sobre Derechos Humanos el 22 de noviembre de 1969, la dinámica del trabajo de la CIDH fue revolucionada: se le asignó la competencias de “formular recomendaciones, cuando lo estime conveniente, a los gobiernos de los Estados miembros para que adopten […] disposiciones apropiadas para fomentar el debido respeto a esos derechos”.

Con tales antecedentes, por más de dos décadas la CIDH solicitó en diversas ocasiones a los Estados de la Región que adoptaran en forma urgente acciones tendientes a evitar que la vida o la integridad de determinadas personas en situación de riesgo se viesen comprometidas.  Así surgió la hoy controversial institución de las medidas cautelares.  Lo curioso es que los Estados americanos, a sabiendas de que a ese punto no existía una base normativa que de manera expresa indicara que la CIDH podía ordenar acciones preventivas de protección de derechos, optaron por implementar los decretos de protección, en el entendimiento de que la facultad genérica de recomendar la adopción de medidas en defensa de los derechos humanos abarcaba también recomendaciones de carácter preventivo. Es decir, los países parte de la CIDH decidieron que, en caso de duda, las facultades de la CIDH debían aplicarse a plenitud.  El mecanismo se formalizó en 1980 y decía que la adopción de medidas cautelares procedía “[e]n casos urgentes, cuando se haga necesario evitar daños irreparables a las personas”.

La potestad jurídica de dictar medidas cautelares que tiene la Comisión es reforzada por la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas. Si los Estados de América decidieron voluntariamente que en casos de desaparición forzada de personas es aplicable el procedimiento preexistente de medidas cautelares que otorga la CIDH, es porque reconocen la validez jurídica del mismo. Ningún Estado parte de dicho tratado –incluido Ecuador– ha formulado reserva respecto del artículo.

Esa validez jurídica del mecanismo ha sido destacada en reiteradas ocasiones por la Asamblea General de la OEA, que ha instado a sus miembros a dar seguimiento a las recomendaciones y medidas cautelares de la Comisión.

Curiosamente el propio Estado ecuatoriano ha reconocido la validez jurídica del mecanismo al solicitar a la CIDH el 22 de julio de 2011 –ya en este Gobierno–, a través de la entonces Ministra de Justicia, Johanna Pesántez, la adopción de medidas cautelares a favor del Señor Nelson Serrano Sáenz, condenado a muerte en los Estados Unidos, lo que de hecho tuvo el efecto de impedir la ejecución de nuestro compatriota.

En el 2008, el Gobierno del Presidente Correa dictó el Decreto Ejecutivo 1317, que dice “[c]onfiérase al Ministerio de Justicia y Derechos Humanos la responsabilidad de coordinar la ejecución de sentencias, medidas cautelares, medidas provisionales, acuerdos amistosos, recomendaciones y resoluciones originados en el Sistema Interamericano de Derechos Humanos…”. Sin comentarios.

Finalmente, vale la pena mencionar que las facultades de dictar medidas de protección que tiene el Comité de Derechos Humanos no se encuentran previstas en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos o la Convención contra la Tortura, sino en los Reglamento de dichos organismos, igual que ocurre con la CIDH. Sin embargo, hasta ahora no se ha escuchado al Gobierno ecuatoriano quejarse amargamente de esta situación o proponer el desmantelamiento del sistema universal de derechos humanos por la “arbitrariedad” de sus entes de supervisión.