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Apuntes de la organización del festival Ecuador Jazz

El Festival Internacional Ecuador Jazz, realizado por la Fundación Teatro Nacional Sucre, cumplió diez años tras esta última edición. Desde el 2009 trabajo en él como productora y co-programadora, mirándolo desde adentro y fortaleciendo sus cada vez más poderosos tentáculos; sufriéndolo y gozándolo en la misma medida.  La tarea de producir el festival es extensa: toma prácticamente un año revisar propuestas de todo el mundo, evaluar sus condiciones, acomodar la disponibilidad de los artistas con el cronograma, analizar la posibilidad de una gira para abaratar costos, estudiar cómo jugar con los gustos del público local, negociar presupuestos, revisar requerimientos técnicos establecidos en los llamados riders, enviar nuestros contrariders donde consta el equipo con el del teatro.

Cuando cerramos la agenda oficial, más o menos tres meses antes de la primera fecha del festival, empieza la larga noche del periodo de contratación. El proceso incluye la redacción de decenas de documentos como términos de referencia, que es algo así como la biblia administrativa. Es un archivo en el que detallamos y adjuntamos absolutamente todo lo que damos, recibimos, hacemos y esperamos de la relación contractual entre el artista o su manager y la fundación. Se acerca el festival y todavía hay que cotizar catering, comprar pasajes, reservar hoteles, coordinar transporte, engatusar voluntarios, diseñar y aprobar artes para la promoción y difusión de los conciertos, ir a entrevistas, invertir horas en Youtube para después invadir redes sociales, dar buenas noticias y recibir las malas -que nunca faltan-, hablar con managers, tranquilizar artistas, soñar y despertar. Soñar y despertar.

Como responsables de la ejecución de Ecuador Jazz, hemos visto que el festival ha ido creciendo hasta convertirse en el niño mimado de un público no necesariamente conocedor y purista del género, sino curioso y abierto, dispuesto a dejarse sorprender por nuestras propuestas, muchas de ellas osadas y arriesgadas. En estos cinco años, he escuchado comentarios de amigos jazzeros, como “pero eso no es jazz”, “el festival es muy hipster”, “deberían traer más jazz de verdad”. También he escuchado opiniones como “yo no le hago al jazz, por eso no voy al festival”, “no mezclarán cosas chéveres con ese jazz tan académico” y el clásico “qué pereza el jazz, parece música de ascensor”. Parecería imposible complacer a este público. Descubrimos, sin embargo, una gran técnica: tocarles el corazón, emocionarlos, mostrarles otros mundos, asombrarlos. “El jazz murió en 1959”, escribe Nicholas Payton –trompetista estadounidense de este género- en su post On Why Jazz Isn´t Cool Anymore, publicado en su blog en noviembre del 2011*. Lo menciono para celebrar la libertad del goce: más allá de la etiqueta, el jazz es música, la música es arte, el arte está vivo y debe vivírselo.

Organizar un festival está lleno de momentos románticos que son los que hacen que todo valga la pena. Los siete días que duró el Ecuador Jazz fueron una sucesión de ellos. Todo empezó con la llegada de Antibalas, la banda afrobeat de Brooklyn encargada de abrir el festival. Martín Perna, su fundador, me contó, en perfecto español (su padre es mexicano), que es compadre de Fernando Vélez, el Dap King guayaco que toca con Sharon Jones -la cantante y líder de la banda de soul y funk Sharon Jones and The Dap Kings-, que su mejor amigo es Tunde Adebimpe de TV On The Radio -banda de rock alternativo formada en Brooklyn- porque fueron roommates en la universidad y que los Dap Kings, Antibalas y TV On The Radio nacieron en el mismo departamento en New York hace más de quince años.

Empezó el concierto con un teatro lleno de gente ilusionada. Abrieron Las Cuerdas Sensibles, banda ecuatoriana de jazz gitano liderada por Sven Pagot y Bjarke Lund. “This guys are good”, me comentó en camerinos Amayo, el vocalista de origen nigeriano de Antibalas, con una hermosa y sincera sonrisa, mientras terminaba de vestirse. Con Antibalas en el escenario, el público necesitó de un sólo tema para ponerse de pie y nunca más sentarse. La energía de la banda hizo bailar a las setecientas personas esa noche y un largo bis no fue suficiente para terminar: la fiesta siguió en el Café del Teatro durante la sesión jam, una reunión informal de improvisación de músicos. Artistas locales e internacionales festejaron el jazz con más jazz; abundaron las fotos y los autógrafos.

A las dos de la mañana me llamó mi asistente que estaba en el Aeropuerto Mariscal Sucre de Quito, a contarme que Cyrille Aimée, la cantante franco-dominicana que tocaría el segundo día del festival, estaba en el avión sobrevolando Quito por casi cuatro horas y que, seguramente, no lograría aterrizar. A las cuatro de la mañana recibí un mail de ella diciéndome que estaba en Guayaquil, que viajaría en el vuelo de las dos de la tarde, que no podría hacer prueba de sonido y que, por favor, le tuviera todo listo para que pueda llegar y tocar porque no habría tiempo para nada más.

A las siete de la noche abrimos las puertas del teatro e ingresó el público. Tras bastidores,  estábamos en pánico. Abrió Jazz The Roots, representando al Ecuador; estuvieron fantásticos. A las siete y media por fin llegó al teatro Cyrille Aimée. Estaba preciosa, como si la escasa media hora que pudo dormir en el hotel hubiese hecho el milagro que todos necesitábamos. “Sólo necesito hacer un poco de música para olvidar este cansancio y ser feliz”, me dijo antes de cambiarse de ropa y tomarse un té de jengibre y miel con su adorable guitarrista, Diego Figueiredo, quien con una elocuente alegría brasileña me sonrió y me dijo: “Todo está bien, nos gusta improvisar, el show va a ser maravilhoso”… Y lo fue. El público se enamoró del joven dúo liderado por Cyrille, joven cantante de origen gitano quien creció en Samois, un pequeño pueblo de Francia donde vivió el guitarrista Django Reinhardt, famoso por un festival en su honor que se realiza todos los años. Fue ahí donde un gitano le enseñó a tocar la guitarra a cambio de que ella le enseñase a leer. Desde entonces, Cyrille Aimée se declara una amante de la cultura gitana y lo demuestra con su estilo de vida, su libertad y, evidentemente, su música. 

Cerramos la primera semana con una jornada jazzera y elegante gracias a Mike Moreno, un joven y talentoso guitarrista y compositor de Houston, invitado por la banda del College of Music de la Universidad San Francisco de Quito, como artista en residencia. La noche cerró con temas de Piazzolla y Neruda interpretados por la cantante Ute Lemper y su banda que incluía piano, guitarra, contrabajo, percusión, violín y bandoneón. Cuatro horas de prueba de sonido fueron necesarias para complacer el exquisito oído Lemper, una alemana perfeccionista, amante de las papas fritas y esposa de su baterista.

La segunda semana del festival fue inaugurada por World Citizen Band, agrupación liderada por Ramiro Olaciregui, argentino-español quien vivió en Ecuador por muchos años y ahora está radicado en Berlín. Ahí conoció a sus músicos y conformó esta banda. Mulatu Astatke, conocido como el padre del Ethio-Jazz, los escuchó sonriente y respetuoso desde el backstage mientras se preparaba para su propio concierto. Salió al escenario vestido de blanco, impecable y encantador, directo a tocarnos el corazón con su vibráfono. La potencia de su imaginación es proporcional a su generosidad y genialidad. Salimos inspirados, renovados, llenos de imágenes y colores en la cabeza. Pocas cosas son más satisfactorias que ver un público agradecido y feliz después de un concierto. Mulatu se quedó hasta el final del festival, quiso aprovechar para conocer nuevos músicos, pasear por Quito y tomar buen café ecuatoriano.

El jueves tuvimos un concierto para amantes jazzeros junto al pianista español Polo Ortí y su cuarteto, otro gran invitado en cooperación con la Universidad San Francisco de Quito. La apertura de la noche estuvo a cargo del guitarrista guayaquileño Emilio Guim, quien vive en Canadá hace ocho años donde formó su grupo Lullaby North. Esta banda de jóvenes y talentosos músicos que fusionan el jazz y el rock con líricas originales  ha logrado desarrollar un sonido bastante genuino y sólido.    

Mientras tanto, otro gran concierto se preparaba. El pianista Michel Camilo llegó a Quito tres días antes de su presentación junto a su esposa y manager, Sandra Camilo, para preparar su repertorio como solista invitado en el recital con la Orquesta Sinfónica Nacional del Ecuador, bajo la dirección del maestro ecuatoriano Álvaro Manzano. Fui al aeropuerto para recibirlos ya que, vía mail, habíamos sostenido una larga relación de casi un año tratando de concretar el concierto. Conocerlos fue un honor. Michel y Sandra llevan casi tres décadas juntos, desde los primeros años de universidad, tienen una complicidad que sólo el tiempo puede consolidar, se conocen a la perfección. Ella lo cuida y maneja su carrera, él la mira enamorado y le compone serenatas en su piano. Son amantes del buen comer, amigos del reconocido chef Ferrán Adriá, quien en ocasiones cerró su restaurante “El Bulli”, en Barcelona, para ofrecerles cenas especiales. Michel Camilo es encantador y generoso, no para de contar anécdotas, habla constantemente de su amigo íntimo el clarinetista y saxofonista cubano Paquito D´Rivera. Es feliz viajando por todo el mundo junto a su esposa quien afirma que, de no trabajar juntos, no se verían jamás.

En el primer ensayo junto a la orquesta, en el Conservatorio Nacional de Música, hubo un ambiente de admiración. La música sonó impecable, se notaba una intensa preparación por parte de los músicos a la espera del maestro. Michel Camilo empezó tocando un extracto de su Concierto N° 1 para Piano y procedió a explicarle a la orquesta el contenido de la obra, movimiento a movimiento. Fue un privilegio único e irrepetible escuchar las notas del compositor. Tres horas de ensayo terminaron con aplausos, sonrisas, fotos y autógrafos. Michel Camilo se tomó casi una hora para complacer a todos. El segundo ensayo dejó tranquilos a todos, se venía un concierto de primer nivel y estaban preparados.

Finalmente llegó el sábado y era la hora del concierto de Michel Camilo. En el camerino, Sandra le colocaba un esmalte especial para fortalecer sus uñas y curitas para cuidar sus dedos. La preparación fue casi ceremoniosa. Ambos estaban emocionados. Al enterarse que tenían sala absolutamente llena sonrieron y Michel me dijo: “Pues vayan y disfruten, ahora estamos en manos del público”. Me fui con Sandra a mirar el concierto desde la platea, ella estaba atenta a todo pero feliz, asentía constantemente con su cabeza. Al final, Camilo se llevó una de las ovaciones más estruendosas jamás vividas en el escenario del Sucre. La gente, respetuosa, esperó hasta el último para soltar un aplauso gigante y generoso, nadie quería que la noche terminara. Fuimos con Sandra al camerino donde muchos pudieron tener su foto y su autógrafo. Michel Camilo estaba feliz, lo dejó todo en el escenario. Estaba cansado y quería comer,  pero primero brindó y dedicó un abrazo de agradecimiento colectivo. Esa noche será inolvidable para cientos de personas.    

El cierre del domingo en la Plaza del Teatro fue una fiesta de colores, música y hermandad. El guitarrista Mauricio Noboa y la saxofonista Astrid Pape inauguraron el día y dejaron a la gente emocionada. Las Tres Marías -agrupación liderada por tres mujeres afroecuatorianas del Valle del Chota que cantan música popular de su región-  fueron encantadoras. Pusieron a bailar y a reír a todo el mundo, incluso a Mulatu Astatke que andaba encubierto entre el público. El sol era intenso, la lluvia prefirió dejarnos vivir la fiesta en paz para que los grandes y amorosos Amadou & Mariam –dúo musical de Malí- dejaran todo en el escenario y se robaran el corazón de más de dos mil personas que saltamos, coreamos, bailamos y disfrutamos como si de eso dependiera el resto de nuestras vidas.  

El Ecuador Jazz me deja convencida de que hay que arriesgar para gozar, de que sólo en mentes cerradas entran moscas, de que el mundo puede ser nuestro a través de la música y que permitírnoslo está en nuestras manos. El público sabe que es dueño de su festival y  que puede confiar en él porque siempre lo va a sorprender. Todo artista que ha pisado el teatro se ha ido deseando volver, se ha enamorado de la ciudad, del país, de la generosidad y del entusiasmo de un público que siempre pide bis y siempre lo recibe. En definitiva, seamos libres de disfrutar porque “La edad de oro del jazz se acabó. Déjenla ir.” ¡Brindo por eso!