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Un viaje al país que aún no paga el precio del desarrollo

Hace medio siglo, China era más pobre que Ecuador. En el sector rural está ese rostro de la ahora potencia mundial sin rascacielos ni carros de lujo, pero con cielo azul.

En China se viaja al pasado en un tren del futuro. El día de 2014 que un colega chino y yo tomamos el tren de alta velocidad en Beijing para ir hasta la ciudad de Xuzhou, a más de seiscientos treinta kilómetros, amanece envuelto por una espesa niebla. El portal Baidu –el Google chino– indica que los índices de contaminación en el aire alcanzan niveles tóxicos para la salud humana. En las calles de esta ciudad de veinte millones de habitantes, muchos usan mascarillas para protegerse del PM del aire. El particulated material es una mezcla de sólidos microscópicos y gotas líquidas suspendidas en el aire, que es nociva para la salud. Por las calles de Beijing circulan a diario más de cinco millones de autos. En los semáforos es común ver conductores que golpean la bocina, impotentes ante el tráfico. Otros se resignan a los apretujones del metro en las horas pico. En la estación del tren de alta velocidad, la mayoría no despega los ojos de sus celulares. Acá hay largos trenes blancos que parecen serpientes. El ticket cuesta trescientos yuanes, unos cincuenta dólares. Inaugurado en 2007, es motivo de orgullo en China, pues Guiness World Records lo certifica como el tren de alta velocidad más rápido y el que recorre la mayor distancia del mundo: Supera los trescientos kilómetros por hora y atraviesa los casi mil kilómetros entre las ciudades Wuhan y Guangzhou.

Tres horas después, llegamos al distrito de Fengxian, en la ciudad de Xuzhou, al este de China. Allí no hay edificios de cuarenta pisos sino casas de una o dos plantas con aleros de tejas. En lugar del tren subterráneo y los Ferraris de Beijing, hay triciclos eléctricos que corren a máximo treinta y cinco kilómetros por hora. No hay grandes restaurantes con chefs ni decenas de meseros sino padres e hijos atendiendo el negocio familiar. No hay enormes cadenas de supermercados como Walmart o Carrefour ni frutas importadas. Sus habitantes cultivan manzanas sin usar pesticidas. Lo que en las grandes metrópolis chinas como Shanghai es considerado un privilegio, en Fengxian es cotidiano.

Aquí no todas las calles están bien pavimentadas pero hay nubes blancas sobre el cielo azul. Los triciclos llevan frutas, vegetales y ollas en las vagonetas. Van conducidos por jóvenes que deben esquivar los tomates y pimientos que los vendedores ambulantes ofrecen en medio de la calzada. En las veredas, unos ancianos van a paso lento y de la mano con pequeños niños que recién aprenden a caminar.

Fengxian representa la cara de China antes del proceso de reforma y apertura impulsado hace treinta y cinco años Deng Xiaoping, a quien se le atribuye la frase “no importa que el gato sea negro o blanco, sino que cace ratones” para referirse a la visión pragmática frente a los modelos económicosXioapoing abrió el país a la inversión extranjera. Miles de empresas extranjeras instalaron en China sus fábricas, atraídas por los bajos costos de producción. Los chinos comenzaron a ganar mejores sueldos y a ahorrar mucho. Esa cultura de ahorro ha convertido a los bancos chinos en instituciones capaces de hacer préstamos incluso a otros países.

En Fengxian sobreviven costumbres que se pierden de a poco en las grandes urbes, como disfrutar de jugar barajas en la acera mientras toman caliente con los vecinos. En Shanghai y Pekín, los chinos pasan más tiempo en sus oficinas, trabajan largas jornadas de hasta quince horas –con una siesta de media hora después de almorzar-, caminan apurados y tienen una relación más cercana con sus celulares que con sus familias. Fengxian aún conserva ese rostro de la China de antaño. Es la cara del país de Confucio antes de que la mayor migración de la historia ocurriera. A finales de 2011, poco más del cincuenta y un por ciento de los mil trescientos millones de habitantes de China vivía en el campo. Un año después, la migración de trabajadores de las zonas rurales a urbanas industriales superó los doscientos sesenta y dos millones de personas. Las grandes ciudades se están sobrepoblando. Se estima que Shanghai tiene unos veinte millones de residentes permanentes, de los cuales solo unos trece millones cuentan con un hukou, es decir están registrados legalmente. Las proyecciones de las autoridades municipales sobre el abastecimiento de servicios básicos y vivienda se basan en el número de personas debidamente registradas. Esto explica por qué no hay suficiente vivienda y muchos migrantes viven apilados en pequeños cuartos, subarrendando departamentos en altos edificios en las afueras de la ciudad donde no hay estaciones de metro. Este fenómeno tiene consecuencias familiares. Cuando le pregunté a un padre chino por qué emigró a la ciudad y dejó a su hijo tan lejos respondió “meibanfa” (没办法) que significa “no hay modo”, “no hay otra opción”.

Para mejorar esta situación, el Gobierno impulsa la estrategia de llevar el desarrollo del este –donde están las ricas Shanghai y Beijing- hacia el oeste donde está el Tíbet, o la parte central donde está Xi’an, la ciudad de los Guerreros de Terracota. En Fengxian, los resultados de esa política son visibles. En el 2010, cuatro aldeas fueron trasladadas hacia un sector alejado pero urbanizado para dejar libres trescientas doce hectáreas dedicadas a la agricultura. Mil familias fueron reubicadas en una zona con edificios nuevos de hasta cuatro pisos que cuentan con servicios básicos y vías de acceso. Allí los postes funcionan con energía solar.

En uno de los parques de Fengxian camina a paso lento una anciana de piel canela cuyos ojos se esconden detrás de sus arrugas. Está sonriente y sorprendida porque –dice– no es usual ver a un extranjero por ahí. Está contenta de vivir en esta zona renovada porque tiene alcantarillado, luz eléctrica y agua caliente. Le encantaría que los edificios tengan ascensores porque tiene las piernas encorvadas y subir las escaleras es doloroso. Antes vivía en una casa de veinticinco metros cuadrados, sin calefacción y compartía un baño con otras seis familias. La señora de pelo blanco y baja estatura se llama Mei, “bella” en español. Dice que las viviendas como la suya motivan a los jóvenes a quedarse. Un comportamiento nuevo si se considera la encuesta realizada por la Academia China de Ingeniería que muestra que la mayoría de los trabajadores migrantes nacidos después de 1980 están poco dispuestos a regresar al campo.

Para atraerlos, las autoridades en Fengxian han fortalecido algunas empresas que brindan oportunidades de trabajo a los más jóvenes. Una de ellas es Sulida Metal Technology Development que fabrica triciclos eléctricos y pequeños carros de cuatro ruedas para transportar frutas y mercancías en cortas distancias. La compañía vende unos trescientos mil vehículos al año e incluso exporta a Zambia, Pakistán e India. Tiene seiscientos trabajadores. Es una fábrica pequeña si se compara con los centros manufactureros chinos de cinco mil trabajadores. Cuando se fundó, hace quince años, tenía solo diez empleados. Los operarios ganan al mes entre mil setecientos y tres mil yuanes (es decir, entre doscientos ochenta y quinientos dólares), sueldo que no dista mucho de lo que ganaría un joven sin estudios universitarios en Beijing o Shanghai. Ese es un incentivo para quedarse. El reto está en acoger lo mejor de la modernización manteniendo aquellas fortalezas de la China de antaño.

Después de tres días recorriendo Fengxian y la zona rural de Xuzhou, es hora de viajar en el tiempo y volver a Beijing. El chino que se sienta a mi lado en el tren bala  lleva una mascarilla en el bolsillo de su camisa y unas gotas para los ojos. “Qué diferente es el aire acá en Fengxian”, le comento.  “Sí, pero es un pueblo muy pobre”, responde. “Y usted cree que la riqueza económica justifica el deterioro de la salud”, agrego. Me mira fijamente, se pone serio y dice: “Londres y San Francisco también tuvieron que soportar mucha contaminación antes de ser desarrollados”.