Vida, pasión y muerte del Papa Negro

Esta es la historia de un demonio sin cachos, que por terrenal y real sobrecoge un poco más. El papa negro, Anton LaVey, fundador de la Iglesia de Satán, nunca se definió como un rebelde porque nunca sintió que hubiese algo ante lo cual rebelarse, quizá únicamente el propio instinto humano.

Habla pausadamente con una voz firme, grave, que te lía poco a poco. Mira con el magnetismo de un encantador de serpientes. Los ojos achinados, la cabeza calva, la barba en forma de candado y el traje oscuro terminan de completar la elegante imagen de quien fue lo más parecido –en teoría– a un representante terrenal del demonio: Anton Szandor LaVey, líder de la iglesia satánica.

Contrario a lo que pueda parecer, en esta historia no hay rituales de sangre, ni vírgenes penetradas con hostias sagradas, ni sacrificios humanos en cementerios abandonados. Sin embargo, sí nos encontramos con la complejidad de un personaje que buscó, entre lo mítico y lo teatral, volverse el protagonista de su propia filosofía.

De acuerdo a sus seguidores, el satanismo no se burla ni parodia a Dios ni a la iglesia católica pero reconoce al Diablo como consecuencia existencial de un ser superior y viceversa. Además, argumenta la tendencia de la humanidad a buscar la complacencia y cómo ésta lo lleva a mostrarse distante de la moral.

Se trata de una doctrina que se sustenta en la Biblia Satánica, un material de propaganda escrito por LaVey y por su sucesor, el actual “sumo pontífice” o “Magus” Peter H. Gilmore.

Sin embargo, sin misas negras ni cabras degolladas, el satanismo es menos apocalíptico y menos aparatoso de lo que vive en nuestro diabólico imaginario.

Versículo I

A LaVey (abril de 1930 – octubre de 1997) se le atribuye la materialización del satanismo simbólico como una disciplina espiritual y una visión de la vida centrada en el egoísmo, las leyes de la naturaleza.

Durante su juventud, Tony –como lo llamaban de pequeño– trabajó como adiestrador de leones en el circo de Clyde Beatty y fue músico en una feria de su ciudad natal, San Francisco, California. En ambos oficios descubrió dos habilidades que marcarían su futuro como líder: el aprendizaje de la dominación de la voluntad y la manifestación de su virtuosismo para tocar el calíope u órgano a vapor, un instrumento de tubos que emite un sonido dramático y tenebroso.

Pero fue en su trabajo de fotógrafo forense que LaVey empezó a cuestionarse con mayor profundidad las acciones y motivaciones del género humano.

 

«¿En qué parte del plan divino de Dios se permite tanta brutalidad?».

Anton LaVey estudió criminología en la Universidad de San Francisco, una profesión que combinó con su destreza para la fotografía y el arte. En los 50 empezó su carrera como fotógrafo de crímenes violentos en el departamento de policía de esa ciudad. Su trabajo en esta área, además de buscar proyectar la muerte de la manera más cruda y estética posible, era de una naturaleza oscura y sobrecogedora. “Veía personas que se habían volado lo sesos por la depresión, asesinados, personas con los rostros destrozados e irreconocibles, niños atropellados”, recoge uno de sus testimonios.  

No obstante, pese a sus autorreflexiones sobre Dios, el satanismo no fue para él una posición religiosa sino una consecuencia directa de sus vivencias y de su personalidad. LaVey creció alimentando su visión distante del mundo con historias de horror, con relatos de religiones paganas y con su fascinación ante hechos históricos como la Segunda Guerra Mundial y el desarrollo del armamentismo. Todo en su personalidad confluye como pequeños riachuelos que al final conforman una corriente rápida y devoradora.

Versículo II

1966 fue el año del mundial de fútbol en Inglaterra, de los bombardeos estadounidenses en Vietnam, del desarrollo de la carrera espacial de la Unión Soviética, y también fue la época escogida por LaVey para empezar con su iglesia satánica.

En una zona exclusiva de San Francisco, LaVey encuentra el lugar ideal para su proyecto: una antigua mansión con una historia particular. La dueña de la edificación, que había sido utilizada anteriormente para ritos paganos, quería que ésta mantenga su “tradición”. Pese a su negativa inicial y a un acuerdo previo pactado con otro comprador, Anton logró convencerla de cerrar el trato evidenciando así el poder de convencimiento y el carisma del que hablaban sus seguidores.

Aunque para LaVey el satanismo no se sustenta en la ritualidad, él conocía la importancia de esta experiencia para crear conexión y cohesión entre sus discípulos. Dispuso todo en la casa para crear un escenario único. Con el tiempo, los ritos alcanzaron niveles de “celebraciones eclesiásticas” o “misas” y fue allí cuando concretó los matrimonios y bautizos satánicos.

Haciendo honor a su fijación con las profundidades del mar, LaVey cubrió los interiores de la casa de negro, con el mismo material con que se pintan en los submarinos. Así, en ese ambiente de paredes oscuras, elementos como su gigantesco piano eléctrico, las calaveras que se encontraban por todos lados, los dibujos de pentagramas invertidos sobre la pared y las esculturas de Baphometh y otros demonios se fundían en un solo espectáculo sobrecargado de imágenes tétricas, como una casa del terror, que cumplía el propósito de LaVey: la manipulación del miedo.

Según este hombre, el satanismo –contrario a las religiones– no somete al creyente al poder y voluntad de un ser supremo. «¿Para qué un santo padre, si urge más un hermano en rebeldía que libere la voluntad y el intelecto del individuo?», dice LaVey en su biografía escrita por Blanche Barton, una de sus discípulas iniciales.

Estos pensamientos son un eco de lo que Friedrich Nietzsche escribió en “Der Antichrist» o Ayn Rand en «Atlas Shrugged», dos autores de diferentes corrientes del pensamiento que suelen citarse como referentes intelectuales del satanismo, pues éste se asemeja más a una posición filosófica que a una conexión extrasensorial con lo divino.

Los años de circo y feria de Lavey se ven reflejados en los ritos al interior de su “iglesia”. En ella predominan las vestimentas con cuernos, los sermones alternados con frases en latín y algo más raro todavía… la creación de sus propios maniquíes con expresiones humanas, a los que los situaba en ambientes que representaban estilos de vida modernos: “gente” en conjuntos habitacionales, en bares o en situaciones cotidianas: “Encuentro grata la compañía de figuras inertes, animales o artefactos que no emitan ningún sonido parlante, ya que puedo disfrutar de su presencia y no hay ningún desgaste psíquico”  -explicó en su libro “The Devil’s Notebook», al referirse a su misantropía– “De hecho, por la sola estimulación de acuerdo con mis ideales, no sólo me dan entretenimiento, sino alimento para la mente”.

Fabricados en PVC o en fibra de vidrio, LaVey llegó a tener decenas de “androides” (como los llamaba) de características que podrían entenderse como “imperfectas”: mal vestidos, gordos, mujeres con el maquillaje corrido. Todo lo contrario a la imagen preconcebida de maniquí de centro comercial. Valiéndose del sonido y la iluminación, dibujó este psicodrama, como él llamaba a sus “performances”, para tratar de crear una experiencia vivencial y transformativa.

El “psicodrama” es un término utilizado en psiquiatría y en la psicoterapia grupal, y es relevante en al área de la salud mental, pues representa un punto importante en la transición del tratamiento aislado del paciente hacia el tratamiento del individuo en grupos.

Versículo III

Su sexualidad también tuvo un origen poco convencional y estuvo muy conectado con la humillación, el sometimiento y el exhibicionismo.

Varios hechos extraños y anormales a lo largo de su vida determinaron sus comportamientos. La insistencia de la enfermera de su escuela en hacer un chequeo de sus partes íntimas por cualquier malestar que él presentara; la excitación que sintió al ver como una niña se orinaba cuando la madre de ésta la disciplinaba; y aquel episodio -cuando era aún adolescente– en el que vio cómo sus compañeros de colegio sometieron en el piso a una rubia joven de muslos blancos y generosos, levantándole su falda.

Anton bautizó a la irresistible atracción que sentimos por una excitación de orden primitiva y natural como “erotic crytallization inertia”, que es parte del despertar sexual. Sin embargo, estos eventos puedan parecer contradictorios con su doctrina. En el apartado “sexualidad satánica”, de la biblia creada por LaVey desmitifica las orgías (aferradas en el imaginario colectivo de todo lo diabólico) y el concepto equivocado que, dice, existe sobre “el amor libre”: “El Satanismo no alienta la actividad orgiástica o el adulterio cuando se trata de gente que no podría hacer eso de manera natural (…) cada uno debe decidir por sí mismo qué forma de actividad sexual se adapta mejor a su personalidad…”, decía el “papa negro” en aquel texto.

Pero a pesar de sus gustos por la dominación y sus múltiples amantes y matrimonios, Anton se autodenominaba como inexperto con las chicas, quizá por su dura imagen, que provocaba un rechazo inicial en los padres de sus mujeres.

LaVey solía decir que él lograba sacar lo más perverso y malicioso de la gente. Según él, las personas no sienten necesidad de contener cualquier comportamiento criticable o deseo oscuro al estar con una persona que consideraban peor, como suele suceder con los satanistas.

Sin maldiciones, sin posesiones demoníacas y sin vómitos tipo Reagan de El Exorcista, su muerte fue simple: a causa de un edema pulmonar. A dos días de Halloween de 1997, Anton fue llevado de urgencia a un hospital católico por ser el más cercano a donde se encontraba. No ignoremos la ironía.

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Diana Romero
Periodista enfocada al periodismo narrativo con énfasis en temas sociales, de género y derechos humanos. Ha colaborado con diario El Telégrafo, Extra, revistas Vistazo, Soho, medios digitales como GK, La Barra Espaciadora, Plan V e Indómita. Es becaria de la Fundación Gabo, máster en periodismo digital, e integrante de la Fundación Periodistas Sin Cadenas.

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