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¿Qué encuentra un latinoamericano en la ciudad del amor fraternal?

El verano pasado conocí la biblioteca central de Filadelfia. Sara, la gringa que me alojaba en esa ciudad, me había dicho que el lugar me encantaría. Caminando por la calle 19, hacia el norte, interrumpiendo los imponentes rascacielos del downtown, llegamos a una extensa plaza que es antesala de la majestuosa biblioteca. Nos sentamos un rato en el borde de la fuente circular que está en el centro. Las fugaces garúas, que el viento levantaba, caían bien en el calor húmedo de Pennsylvania de junio a agosto. Sobre la fuente posan recostados tres figuras humanas de color verdoso del bronce oxidado. Tienen hermosos rasgos mediterráneos de los que uno pensaría son héroes griegos o hijos de los diosesAquel gusto gringo por las proporciones griegas en dimensiones colosales.

“The Free Library of Philadelphia” se lee manuscrito y en tono orgulloso a la entrada del voluptuoso edificio. Vi a la biblioteca como una Academia o un Liceo griego. Entre las inmensas columnas que sostienen un amplio hall, veía materializado el espíritu de libertad de pensamiento con el que fue creada esta ciudad. Sara subió al segundo piso para devolver un libro. La seguí hasta la gran sala de “Social Sciences”. Las paredes estaban repletas: libros y libros hasta el techo. La sacralidad del lugar me devolvía un viejo aire de éxtasis. Sonreí y le dije a Sara: “¡De ley, aquí voy a acabar mi tesis!” Ella asintió. El siguiente lunes, emocionado, me propuse comenzar una rutina para ese verano: trabajaría apasionadamente hasta la noche, inspirado por tantas lecturas y lectores, saldría liberado del tedioso proceso de escribir una tesis. Sin embargo, desde la segunda visita empecé a notar algo fuera de lugar, algo incómodo, una mancha.

A la hora del almuerzo, salí a buscar algún lugar donde comer. Solo encontré uno de esos camiones de comida rápida, un food truck de perros calientes. Un hombre delgado y viejo atendía. Con mi acento latino le pedí un hot dog. Noté cómo otro tipo, malhumorado, se acercó, agarró una soda y se fue sin pagar. Casi de inmediato, volvió y le arrebató un hot dog al viejo, quién intentaba dárselo a una pareja de turistas que ya le había pagado. A pesar de la resistencia torpe del vendedor, el pillo se marchó con el perro caliente. Tuve miedo y sentí alivio cuando el tipo se alejó. Tardé en concebir que era un robo. Seguí con la mirada al ladrón de comida chatarra. Noté otra cosa rara. A unos pocos pasos, era recibido por un grupo de homeless people—desamparados. Me parecieron peligrosos. Vi a mi alrededor y noté que en varias de las bancas de la plaza había más de ellos. Llevaban grandes mochilas, descuidadas barbas, cabello rastoso y ropa vieja.

Luego de comer el diminuto hot dog de cuatro dólares regresé a la tesis. Rumbo a la biblioteca, me detuve a observar un memorial dedicado a Shakespeare. En su base se lee la frase: “All the world's a stage and all the men and women merely players” (El mundo entero es un escenario en que hombres y mujeres son meros actores). Hacia la entrada de la biblioteca, una veintena de desamparados y su hedor formaban una decadente calle de honor. A la vista de tan miserables actores, la genialidad de Shakespeare, la plaza y la biblioteca parecían manchadas. Entonces creí entenderlo: los mendigos eran esa “mancha” que me molestaba.

A pesar de todo lo visto, en los siguientes días continué con la rutina que me había planteado. Encontré una mesa en la zona de Ciencias Sociales donde intentaría continuar con la tesis. Por varias razones encontré a los mendigos bastante perturbadores. Me distraía frecuentemente. Cada día, una mujer con una cicatriz en su mejilla repetía la misma rutina: con bulliciosos tacos rojos llegaba a la sala, cogía un montón de libros de algún estante, los amontonaba en una mesa, abría alguno de ellos y luego, por horas, permanecía sentada con la mirada al frente, perdida en algún punto del espacio. Después, se levantaba provocando nuevamente un ruido inapropiado para el silencio esperado del lugar, regresaba algunos libros al estante, cogía otros, y volvía a repetir su rutina una y otra vez. Otro tipo, con audífonos sin conectar, no podía controlar un tic nervioso que lo hacía moverse frenéticamente sobre un mismo espacio. Para calmarse parecía tener que cambiar de puesto, fingiendo buscar otro libro que nunca leería. Al caminar, levantaba un hedor a orina y mierda. La biblioteca estaba llena de personajes similares. Todos los desamparados parecían tener alguna estrategia para disimular su presencia en el lugar, algo patético porque se delataban en su mugriento vestir y en el raro hábito de sentarse junto a columnas de libros, contemplando fijamente el infinito. Un simulacro brutal. Unos hacían ruidos raros, se reían y hablaban solos; otros inmóviles, guardaban un pesado silencio. Unos parecían felices; otros miserables.

El tema de mi tesis –Representaciones católicas de la naturaleza de Galápagos– comenzó a joderme por lo arbitrario y subjetivo de su enfoque. Al fin y al cabo la miseria que se respiraba en al aire no me permitía buscarle un contexto a algo tan local y lejano a la vez, algo tan insular. Finalmente, tuve la justificación para evitar esa rutina. Me acerqué a la bibliotecaria a preguntar sobre un libro relacionado a mi tesis. Con aire de fastidio y mirada impaciente la mujer pareció no entender mi fuerte acento y me respondió: “you can grab any book you like!”(¡Puedes agarrar el libro que quieras!). Aunque sobre todo, golpeó mi orgullo de forma confusa, la pésima calidad de servicio justificó mi decisión de no seguir trabajando en la “Free Library”.

Los siguientes días decidí refugiarme en un Café para seguir trabajando. Los dos coffeeshops que encontré cerca tenían en común sus paredes de grandes ventanales, burbujas cúbicas desde donde se podía apreciar la plaza y los edificios del downtown. El coffeeshop que elegí se llama ‘Cappriccio’. Llegaba temprano, compraba un iced-coffee, y me clavaba en los apuntes de la tesis. Pude escribir exitosamente algunas hojas, hasta que volvió a aparecer, como una sombra inverosímil en el verano gringo, esa oscura incomodidad de la biblioteca.

En un mediodía inusualmente fresco para la época, salí del café con un sánduche vegetariano que sería mi almuerzo al aire libre. Me senté en una de esas bancas de metal negro de la plaza, alrededor de la imponente fuente. No había mucha gente, solo dos grupos que parecían de distintas especies. De la gran Catedral que daba a la plaza, unas treinta personas salían de celebrar un matrimonio. Hombres y mujeres con impecables trajes de fiesta, pasos alegres y sonrisas perfectas, posaban una y otra vez ante un fotógrafo profesional que se movía por todas partes captando aparentes escenas casuales. Todos eran blancos, rubios, de ojos azules y narices respingadas. Junto a ellos, estaba la población que habitaba permanentemente esa plaza: los desamparados. Ellos llevaban en su piel el color de intensos veranos, sentados, silenciosos, descuidados y envueltos en ropa escabrosa. Observaban con mirada perdida a esos visitantes alegres.

La perturbación me comenzó a envolver y llegó a su punto máximo, cuando el desplazamiento ligero y cómodo de los de la boda los puso justo en frente de mí. Había algo en ellos que no podía asimilar: sus ojos azules parecían tener alguna particularidad genética que los hacía incapaces de notar la presencia de los desamparados. La escena debía guardarse pura y alegre. El lente de la cámara acompañaba a los de traje que reían, conversaban, se movían entorno a la fuente en una escena perfecta, en un día perfecto. Los desamparados, mágicamente, parecían desvanecerse, conservando pura la boda. Dejaban de ser para que la plaza retome su aire majestuoso y prístino. Todo se purificaba sobre la indiferencia a los desamparados. Pero aún estaban allí, junto a mí.

Otra vez, una ininteligible mancha me hastío y huí. Entré al downtown por la calle 19. La indignación se unió a mis pasos, volví a la marcha irreverente y jodida de mis 15 años, un retorno de rabia contenida. Adentro, esa energía rebelde y libertina se desbordaba, hubiera bastado un bate para romper cada una de las vitrinas de esas calles. Respirando aceleradamente terminé en el Rittenhouse Square, uno de esos parques exclusivos de Filadelfia, “la ciudad del amor fraterno”. Sentí el gran asco del que hablaba el Zaratustra que leí en el colegio. Los rascacielos, las tiendas lujosas, desamparados locos hablando solos, mendigos pidiendo ayuda con un cartel de cartón, mujeres vestidas de atletas paseando sus perros de pelaje brilloso, los ostentosos trajes de los empresarios y sus sonrisas blanquísimas junto a la compulsiva voz de los parias urbanos: “do you have any change? do you have any change?”. Pureza y mancha se complementaban con angustia, en aquel ethos dualístico obsesivo que los gringos heredaron de los calvinistas: los elegidos y los miserables; los llamados y los olvidados. Purezas y manchas.

No tenía sentido continuar con esa rutina forzada en la que me había sumido. Decidí trabajar mi tesis en la casa donde me hospedaba. Entendí mejor el barrio donde vivía: “West Phily”, su población hippie-anarquista lograba repeler la torpe presencia de los mendigos –sino era al revés–pero al poco tiempo llegó el día en que era evidente que no puedo producir mucho al lado de un colchón ni en los cafés punk.

Decidí volver a la biblioteca. Avanzado el verano, más desamparados parecían buscar alivio en el aire acondicionado de ese gran edificio público. Su hedor era constante a pesar de que cada día los baños estaban repletos de ellos, usando los lavabos como bañeras, merodeando, camuflándose. Entonces volví al mismo café, a Cappriccio. Noté cómo estaba lleno de empresarios exitosos de grandes sonrisas, moda de maniquíes y con el tiempo justo para un espresso. Noté también que solo yo me quedaba por horas sentado en una mesa con un café helado y mi tesis. Me di cuenta que los mendigos siempre habían estado frente a los ventanales del café de paso hacia la biblioteca.

En uno de mis últimos días en Filadelfia la mancha se me acercó. Un desamparado flaco, mal vestido, de pelo negro –largo y grasoso– entró al coffeeshop con su gran mochila. Otra vez la intensa molestia de su mancha¿Qué hace aquí? ¿Por qué entró? ¿Por qué irrumpe de esta manera? Se sentó en una mesa cerca a mí. Desde donde yo estaba lo podía mirar sin que se diera cuenta. La oscuridad que me perturbaba de la mancha se aclaró, la descifré. Entonces entendí lo que me fastidiaba de él. Su desamparo, su color, su diferencia en Filadelfia me recordaba a mí.