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Tal como lo cuenta verídicamente el cronista del reino

Fue el filósofo francés Michel Foucault quien dijo “la política es la guerra librada por otros medios.” De aquello daría testimonio fehaciente la retórica belicista de los actores políticos –e, inclusive, de la academia– durante el proceso electoral ecuatoriano de febrero de 2014. Hubo una  “fortaleza asediada”; se libró una “batalla de Quito”, se identifcó al “enemigoque hay que derrotar”, e inclusive, luego de  la derrota, se llamó a “bajar las armas”. Elementos propios de un discurso casi épico que por alguna razón ha ido arraigándose en el país. ¿Fueron entonces simples elecciones seccionales? Sería sumamente injusto leer este proceso exclusivamente desde la árida reflexión política. Cualquiera que conozca mínimamente la tradición de la epopeya clásica, las sagas nórdicas, los cantares y textos de caballería medieval –o que haya visto la última entrega de El Hobbit en el cine sabrá con seguridad que fue un episodio más de la antigua confrontación universal entre las fuerzas de la luz y las de la oscuridad.   

Como es usual en el género épico, el nuestro es también un mágico relato que acontece en un pequeño reino, ubicado en la mitad de la Tierra (y no en la Tierra Media). Reino gobernado por un joven e impetuoso rey, que enfrenta con valor y desde su blanco palacio el asedio de las sombras. Nuestro héroe –de mente lúcida, manos limpias y corazón ardiente– se encuentra empeñado desde hace siete años en la ardua tarea de transformar el reino para provecho de sus súbditos. La tarea no es nada fácil pues heredó la corona luego de una larga y triste noche, en la que varios soberanos fueron decapitados por las muchedumbres. Por tanto, el Rey se encuentra prevenido y considera que los enemigos asechan por todas partes: el viejo y decadente Imperio del mal con sus pérfidas cofradías de espías y ONG´s desestabilizadoras; la rancia nobleza que cuenta con astutos agentes dentro y fuera de la corte, el corrupto gremio de bestias salvajes que, por condena de los dioses, no puede nunca decir la verdad; los infantiles duendes nativos de los páramos y las selvas que no dejan de protestar fanáticamente por el agua, la vida o en defensa de los elfos en aislamiento voluntario; las brujas y su satánica ideología de género, los juglares drogadictos con fuerte aliento a alcohol, los bufones chistositos diestros con el pincel. En fin, los mismos de siempre.

Si bien se trata de una monarquía en la que todas, toditas las funciones del reino han pasado a depender casi exclusivamente de la corona, las  tradiciones bárbaras exigen que cada cierto tiempo el rey se vea obligado a un ritual de renovación de su poder. En este, se concede brevemente a los plebeyos la potestad de nominar autoridades administrativas menores e indirectamente aprobar o reprobar toda la gestión real. Cuando llega el tiempo concreto de realización de este brutal e incivilizado ritual, el monarca abandona su blanco palacio y recorre el reino en su carruaje, flanqueado por un espectacular séquito de estandartes verdes y azules –colores del blasón de la casa gobernante–, música marcial, guardias y amanuenses reales. Aunque no es poca la gloria de esta visión, algunos incendiarios todavía osan con poner en ristre el dedo medio de la mano al ver pasar la majestuosa procesión de la persona real. Es así que para evitarse posibles dolores de cabeza, el Rey se ve en la necesidad de mantenerse en un estado de campaña permanente, para el cual cuenta con los servicios de dos poderosos hermanos hechiceros provenientes de la lejana comarca de Quevedo, diestros en las artes ocultas de la persuasión mediante fascinantes artilugios [mercado] técnicos.

Por supuesto, el poder real no podría sostenerse solamente en base a la alta magia negra, fantasmagorías políticas o quimeras publicitarias. Sería injusto negar que el reino se encuentra ahora, como nunca, menos peor. En este sentido, la apuesta real ha ido por la munificente construcción de una vasta obra pública, mejoramiento de las condiciones de vida de una parte considerable de la población; y mantenimiento de los niveles salvajes de consumo y buen vivir de las castas medias, así como infaltables concesiones y privilegios a las altas. Armónico aunque frágil equilibrio social, que se financia mediante el comercio de la principal (aunque maldita) fuente de rentas del reino, el oro negro; y, más recientemente, gracias al endeudamiento del tesoro real con lejanas naciones de ultramar, como el Celeste Imperio. De esta manera, nuestro audaz héroe ha logrado vencer con probidad cada ritual durante los últimos siete años. Hasta ahora.

Confiado en el extenso poder conquistado en sucesivas batallas precedentes, nuestro otrora jovial Rey ha ido extraviándose en los caprichosos laberintos del poder, adquiriendo paulatinamente aquellos excesos que solía criticar de las castas tradicionales, que prometió en un inicio desterrar. Los abusos en el reino se vuelven más frecuentes y de ser excepcionales, pasan a convertirse en regla. Cualquier disidencia se sofoca con puño de hierro, escarnio en la picota de los medios públicos o amenaza de proceso y  mazmorra. El aire de infinito amor en el reino comienza ahora a percibirse pesado, mezcla turbia de agua estancada y miedo. Sin embargo, en el palacio todos quieren sostener los laureles sobre la cabeza de nuestro Rey, pero no hay nadie que se atreva a decirle al oído lo que a los antiguos triumphatores romanos: “mira hacia atrás y recuerda que sólo eres mortal.”

El Rey en su trono

El Rey en su trono. Circa, 2007

A pocas semanas de realizarse un nuevo ritual, el monarca recibe en su salón del trono noticias amargas. Su rostro duro parece como tallado en madera y es notorio que ha ido perdiendo de a poco no solo los estribos, sino también parte de su cabello. Adivinos y  heraldos, venidos desde las distintas landas del reino con oscuros presagios, hablan de un nuevo poder y una sombra que se levantan. La cosa no pinta del todo bien, hay signos de intranquilidad y descontento entre los súbditos. Los números de aprobación de sus lugartenientes caen, especialmente en la crucial capital del reino, administrada por el burgomaestre más carismático, popular y conocido de todo el conjunto de sus nobles. ¿Cómo es esto posible? Un sudor frío le recorre la espalda. Convoca de urgencia a su buró real de campaña y golpeando con el puño la mesa, le exige explicaciones. “Hace falta mayor difusión de vuestra magnifica verdad, alteza”, dicen al unísono los hermanos hechiceros. “¡Mano dura, mi señor!” recomienda el Lord secretario jurídico. La confusión es enorme en el salón del trono y nadie parece tener la respuesta, a medida que la paciencia real se agota. Los mayordomos que escancian pócimas, comienzan a preguntarse por qué el reino no tiene equipo de patinaje sobre hielo que lo represente en las olimpiadas de Sochi.

Mientras tanto en la infecta torre negra del gremio de mercaderes –ubicada al norte de la capital–, las fuerzas del mal se encuentran reunidas en aquelarre en torno a un caldero hirviente, recitando encantamientos tan impíos que no me atreveré a repetir aquí. Planean su venganza, tras siete años penando como como cadáveres insepultos, por entre sepulcros blanqueados. Aunque desde un punto de vista estructural discrepan con el Rey más en la forma que en el fondo, no ven razón alguna que les impida reclamar para sí lo que naturalmente consideran suyo por derecho y derecha: el trono. Avanza la madrugada y entre las almenas de la torre, se distinguen vigilantes los ojos de criaturas maléficas. Las llamas bajo el caldero restallan, el ambiente se torna febril y los conjurados, aristocracia venida a menos, señores feudales agroexportadores, mercaderes y plutócratas invocan una última ocasión a las potencias negras. Y los dioses del abismo les conceden sus deseos: emerge del caldero un joven tecnócrata, anverso de la moneda que en una de sus caras lleva la mismísima efigie del Rey.

La Torre Negra del gremio de mercaderes

La Torre Negra del gremio de mercaderes. Fotografía reciente.

En el blanco palacio real, cunde la preocupación al conocerse la noticia de que el siniestro ejército de la larga y triste noche, se concentra en torno a un líder. Este intentará  primero arrebatarle la capital del reino, aunque el Rey bien sabe que a la larga vienen por él. Le atrapa el insomnio. En las escasas horas en que logra conciliar el sueño, no deja de repetir en su imaginación la funesta historia del Rey Arturo y Mordred, su engendro. “¿Qué quiere decir todo esto?” –se pregunta el Rey, abrumado por un sentimiento de culpa. No quiere admitir la terrible verdad que se encuentra oculta tras el sueño. Convoca de emergencia a su buró real a un concilio en la cercana comarca de Puembo. Llegan atrasados, unos por el tráfico y otros porque les tocaba pico y placa. El monarca, exasperado, pide responsables. Pero antes de identificarlos bien, repite a diestra y siniestra “¡que les corten la cabeza!”  

Inicia el concilio. De tanto agobio, el Rey se ha visto obligado a refugiarse en la teología. Con los brazos en actitud contrita, se dirige a sus colaboradores del buró recitando a San Ignacio de Loyola, en un tono profético: “quien quisiere venir conmigo ha de trabajar conmigo, para que, siguiéndome en la pena, también me siga en la gloria.” A los discursos, se suceden sendos ejercicios espirituales ignacianos -parecidos a los que realiza la selección nacional de fútbol antes de un partido importante-, en los que no estuvieron ausentes los ayunos, purificaciones y la abstinencia sexual. Cuando concluye el cónclave, el buró de campaña real –además de ser capaz de ver luces de colores– se encuentra tan afilado como una navaja y listo para enfrentar victoriosamente el ritual. Por decisión unánime del concilio, se acuerda que el carismático, popular y conocido burgomaestre de la capital, dé un paso al costado y sea premiado por sus obras con el honor de ser sustituido en la lid por el Rey en persona.

En la tienda de las fuerzas malignas, el ambiente es de algarabía. Presienten que hay suma de errores y vulnerabilidades en el bando real que permiten condiciones para un asalto sorpresa. El joven tecnócrata enviado por los dioses del abismo no es especialmente sobresaliente: los encantamientos e invocaciones que profiere no parecen demasiado elaborados, acaso como los de Harry Potter en las primeras partes de la saga. Pero cuenta a su favor con la asistencia de un poderoso sirviente de las sombras, ducho especialista en campañas desde el Río Bravo hasta el Río de la Plata y maestro de los hermanos hechiceros con los que cuenta el Rey. Sobre todo, su mayor ventaja es que el contrincante formal –el archicarismático, popular y conocido burgomaestre–, ha caído fuera de la gracia del Rey.

En la víspera de la batalla, la desesperación se acentúa en las huestes reales. Los hermanos hechiceros comienzan a tomar prudente distancia, escurriendo el bulto ante los malos presagios de los adivinos. El Rey, mientras tanto, opta por movidas audaces de último momento. Aprueba que el ayuntamiento reduzca los tributos y las multas  al tiempo que suplica apoyo para su causa entre los súbditos de la capital del reino, mediante una epístola en la que recurre de nuevo a su inspiración teológica para tiempos bélicos: San Ignacio de Loyola, general de los jesuitas. “En una fortaleza asediada, toda la disidencia es traición”, cita quizá sin medir que un tono amenazante como este, constituye en gran medida causa del descontento de la plebe. Se refiere además a las intenciones veladas del ejército del mal: “hoy tumbamos al burgomaestre, mañana al Rey.” La carta es recibida como clara muestra de desesperación y se asume entre el pueblo con una mezcla de indiferencia, modorra e inclusive aquello que más molesta a todo soberano: el humor. Algunos anónimos descarados contestan al buen Rey, como en aquellas cartas que se escriben cuando concluye el amor “Esto se terminó, lo sabes. Estás portándote súper intenso y eso conmigo no va. No quiero más cartas y porfa no me llames más. No eres tú, soy yo.”

La batalla –como se presagiaba– se salda con una nada gloriosa derrota del burgomaestre en la capital, y por extensión, del Rey de mente lúcida, manos limpias y corazón ardiente. Pero lo que es más grave aún, no obtiene tampoco la victoria en ninguno de los diez feudos bajo asedio más poblados del reino. El carismático burgomaestre se siente algo aliviado, pues no se trata ya exclusivamente de una derrota personal a nivel local, sino de un amplio resquebrajamiento de la figura y poder de su excelentísima alteza real a escala nacional. Por su lado, los acólitos del ejército de la larga y triste noche, embriagados hasta la más profunda estupidez por el vino de la victoria, llaman torpemente a los plebeyos a rebelarse en las calles contra el Rey y comparan su destino con el de Gadafi escondido en una alcantarilla. No comprenden que la plebe está hastiada tanto de la guerra como de la prepotencia; y que si hoy le retiran momentáneamente su afecto al Rey, mañana pueden ser los próximos.

Termina el ritual. Calla el fragor de la batalla.  Se bajan las armas, pero la guerra recién empieza. No se trata ni de una derrota definitiva de la hueste real, ni de una victoria absoluta del ejército de la oscuridad. Empieza un nuevo ciclo político en el reino, con un nuevo balance de poder. Sobre el desolado campo, quedan tendidas múltiples interrogantes que anhelan respuesta. ¿Aventurará el Rey una reforma constitucional que permita la reelección, para así evitar el derrumbe de todo el proyecto en el 2017? ¿Soportará al joven tecnócrata que ahora habitará el castillo de burgomaestre al otro lado de la plaza? ¿Buscará con él algún tipo de acuerdo como el que hay con el prefecto Jimmy Jairala? ¿Hará el Rey un acto de contrición ignaciano dejando atrás abusos y prepotencias? Pero sobre todo, la pregunta crucial que debe responderse es ¿conseguirá un nuevo trabajo el archi carismático, popular y conocido ex burgomaestre?

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El Rey recibiendo consejo del Lord secretario jurídico, después de la batalla.

Circa, febrero del 2014.