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Amor, ruptura y reconciliación de un cuencano con su ciudad

“La carretera se diferencia del camino no sólo porque por ella se va en coche sino porque no es  más que una línea que une un punto con otro… El camino es un elogio del espacio. Cada tramo del camino tiene sentido en sí mismo y nos invita a detenernos. La carretera es la victoriosa desvalorización del espacio, que gracias a ella no es hoy más que un simple obstáculo para el movimiento humano y una pérdida de tiempo.”

-Milán Kundera, La Inmortalidad.-

“No sois vos, soy yo”, le dije a Cuenca y me marché. Los dos sabíamos que esto pasaría tarde o temprano. Nuestra relación no iba mal pero yo necesitaba otros aires. La ciudad me estaba ahogando y lo sabía desde hace tiempo. Así que me fui. Era septiembre de 2004.

Desde entonces viví en ciudades grandes, gigantes, chicas y minúsculas, desordenadas y mega-planificadas, al borde del mar, en medio de la planicie o en la montaña. Llenas de carros, de bicicletas o de caminantes. También conocí muchas otras, a veces solo por una noche. Me di cuenta que tenía un gusto variado por las ciudades; cada una tenía lo suyo, cada una me apasionaba, cada nueva ciudad dejaba paso a la obsesión por conocer la siguiente. Al principio ellas siempre me evitaban, me trataban como un extraño o se me escondían detrás de las calles y de las esquinas. Pero tarde o temprano terminaban revelándose. Me volví un adúltero urbano.

Luego de varios años la vida de nómada me agotó. Tuve la oportunidad de mudarme a Galápagos y vivir en la Isla de Santa Cruz. Galápagos es un territorio fascinante, en donde cierta esquizofrenia impregna la forma de vida en las islas. ¿Un Parque Nacional dentro de una provincia o una provincia dentro de un Parque Nacional? Los galapagueños hablan a menudo del “mal de la isla”: un síndrome de aislamiento y asfixia geográfica que periódicamente se adueña del ánimo de quienes que llegan a vivir allí y cuya única cura consiste en una dosis urbana administrada a través de un viaje a las ciudades del continente.

Viví durante dos años dentro del área del Parque Nacional. Puerto Ayora, la única ciudad del archipiélago con más de diez mil habitantes, se encontraba a no más de dos kilómetros de mi casa. El área urbana se volvió para mí un territorio extraño y amenazante, en el que 351 enormes camionetas blancas, un número ridículamente alto para un lugar como Galápagos, reclamaban como suyas las calles espantando a peatones, ciclistas y turistas descuidados. En Puerto Ayora hay 175 taxis por kilómetro cuadrado; en Quito son 26. Dejé de frecuentar el pueblo, al que solamente iba si era imprescindible: el mercado, una reunión, una cerveza con un partido de futbolín. Este alejamiento de lo urbano causó un efecto insólito: la ciudad y sus habitantes se me antojaban como una criatura única con un comportamiento complejo y fascinante. Vivir en la naturaleza provocó que la pasión que sentía por las ciudades deje paso a una obsesión por comprenderlas, por desentrañar los mecanismos que rigen sus caprichos. Intuía que si lograba entender su funcionamiento tal vez podría recuperar mi fe en ellas como un lugar para vivir. Mi tiempo en Galápagos llegaba a su fin y comprendí que era hora de regresar a mi punto de partida.

El reencuentro con Cuenca, casi diez años después, es toda una experiencia. Al inicio, la ciudad muestra su mejor cara. Tiene a su favor la belleza urbana y la sabe utilizar descaradamente, colgándose del barranco o dejándose ver entre los jacarandás a las cuatro de la tarde. Me invita a pasear y ambos pensamos en silencio que todo va a estar bien. Nos hemos perdonado y estamos dispuestos a comenzar de nuevo. Pero, poco a poco, mi obsesión de comprender su comportamiento vuelve a despertar, alimentada por viejas heridas, algunas que no terminan de sanar –calles agresivas, un amigo que ya no está–, y otras más abiertas que nunca –humo en la cara como una cachetada, los caminantes huyendo de las calles entregadas al auto–. A ratos la ciudad se me antoja rota. Esta vez decidí poner energía en ello, sabía que podía entenderla mejor, y sobre todo, volver a sentirme parte de ella. Ahora, después de algunos meses empiezo a verla con otros ojos y busco otras perspectivas.

El derecho a calle

 

“Antes de que los caminos desaparecieran del paisaje, desaparecieron del alma humana; el ser humano perdió el deseo de andar, de caminar con sus propias piernas y disfrutar de ello. Ya ni siquiera veía su vida como un camino, sino como una carretera: una línea que va de un punto a otro, del grado de capitán al grado de general; de la función de esposa a la función de viuda. El tiempo de la vida se convirtió para él en un simple obstáculo que hay que superar a velocidades cada vez mayores.”

-Milán Kundera, La Inmortalidad.-

 

Una de las cosas que me enamoró de muchas ciudades fue caminarlas. Por casi cualquier calle y casi a cualquier hora. El placer de recorrer a pie, tranquilo y sin miedo a ser asaltado o atropellado me pareció una de las cosas más valiosas de una ciudad. Recordé que las urbes se construyen para las personas y no para los autos. Volver a una ciudad en la que el caminar está limitado a ciertos lugares y a ciertas horas fue casi como una traición en mi love affair urbano con Cuenca. ¿En qué momento perdimos el derecho a caminar por la calle? ¿Cómo pudimos haber fallado tanto? Cuenca se preció siempre de ser relativamente tranquila y amigable pero la gente ya no camina. La ciudad dejó de ser para muchos un espacio social y se convirtió en un enemigo al que hay que vencer diariamente entre la casa y el trabajo. Los planificadores y gestores oyeron los gritos de los conductores y rompieron la ciudad en pedazos para que el auto pueda pasar. Cambiaron recorridos de buses para que “no afecten al tráfico”, aunque eso aumente hasta veinte minutos el tiempo de recorrido de una línea. Se erigieron pasos deprimidos y elevados, distribuidores de tránsito y se achicaron veredas. Y como para que quede claro a quién le pertenece la ciudad, se cerró el paso a peatones y bicicletas en varios puntos de paso claves como la Avenida 3 de Noviembre y Avenida de las Américas y el cruce de la 12 de abril con la Avenida de las Américas, dejando muchas veces como única opción de conectividad un acto suicida, aduciendo que los cruces peatonales entorpecen el tráfico o dañan la estética.

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Imagen: Un paso deprimido prohíbe el paso a pie o en bicicleta, rompiendo la ciudad y promoviendo el uso del auto privado.

¿De quién es la ciudad? Según un estudio del 2012 del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC) [1] el treinta y dos por ciento de los hogares de Cuenca utilizan el auto particular para desplazarse y de ellos más del sesenta y cinco por ciento lo hacen por comodidad. Al mismo tiempo, los resultados de un proyecto de investigación que llevamos a cabo en la Universidad de Cuenca [2] indican que solamente un treinta por ciento del viario público en una zona de análisis está destinado al peatón. Si pensamos además en los astronómicos presupuestos que implican los distribuidores de tráfico y el masivo subsidio a la gasolina, podemos ver quién se adueña de la ciudad. La mayor parte del espacio, de la inversión y de la gestión se enfoca en lograr que una minoría se movilice en auto propio de forma cómoda y barata. Lo que quede de espacio, esfuerzo y recursos es para el resto. Es el resultado de una visión caduca y miope de querer movilizar vehículos en lugar de personas. A pesar de que la mayor parte de la gente afirma utilizar el auto particular por comodidad, según el estudio del INEC, es común escuchar argumentos contradictorios: “No camino porque es peligroso”, “no uso bicicleta porque me pueden atropellar”, “el transporte público es inseguro”. Entonces, ¿por qué los gestores no trabajar en resolver esos problemas? Sería socialmente justo y económicamente más eficiente. En ésta época de elecciones nos gustaría, señor candidato, que nos responda: “¿A quién va a entregar la ciudad?”.

La calle de paso y la calle destino

“El camino y la carretera son también dos concepciones diferentes de la belleza. Cuando alguien dice que en tal o cual lugar hay un paisaje hermoso… En el mundo de las carreteras un paisaje hermoso significa una isla de belleza unida por una larga línea a otras islas de belleza. En el mundo de los caminos la belleza es ininterrumpida y constantemente cambiante; a cada paso nos dice: ¡Detente!”

M. Kundera

Durante mi investigación de doctorado hice varios experimentos midiendo y analizando con GPS el movimiento de caminantes en varios entornos. Uno de los descubrimientos más interesantes fue un efecto emergente que lo llamé “patrón de suspensión del movimiento” [3]: Los análisis mostraban de forma inequívoca un patrón en el que la velocidad de movimiento disminuía en ciertos puntos donde existían elementos atractivos del entorno. Este patrón se repetía en diversos sitios como ciudades, áreas rurales, áreas recreativas y parques nacionales. También lo identifiqué al replicar los experimentos con turistas en Galápagos. Los investigadores reconocemos la importancia y la validez de un descubrimiento cuando se replica en varios experimentos independientes. En esta ocasión estaba claro que había encontrado un caso interesante de la interrelación entre la estructura del espacio y el comportamiento humano. Ese descubrimiento me llevó a interesarme en cómo se diseñan y estructuran los espacios públicos y entendí que los espacios funcionales son los que promueven la interacción y la suspensión del movimiento. A veces es un elemento concreto, como un banco para descansar o un quiosco de revistas, pero otras veces es mucho más sutil como una sombra para protegerse del sol o un sitio con una vista agradable que invita a detenerse. El espacio entonces se transforma en lugar, cobra sentido y se vuelve reconocible, las personas le confieren un significado que termina convirtiéndose en un nombre. La estructura de la ciudad se vuelve humana.

En las últimas décadas, la ciudad orientada al auto transformó el espacio público en un simple componente del sistema de transporte particular. La calle que era alguna vez un lugar, un sitio de interacción, se convirtió en un problema para el transporte. “Las calles son muy estrechas” entonces hay que ampliarlas disminuyendo las veredas. “La esquina es muy traficada” entonces hay que crear un paso elevado aunque eso excluya a las personas. Los niños jugando han desaparecido de las calles y las familias se han encerrado casa adentro o han creado condominios aislados de la ciudad. No sabemos quiénes son nuestros vecinos y desconfiamos del espacio más allá de la puerta. Hemos abandonado las calles a su suerte y ahora nos quejamos de que se han vuelto solitarias y peligrosas. La ciudad del auto se expande rápidamente hacia las zonas rurales tratando de alejarse del ruido y la contaminación que ella misma causa. Esa expansión hace más difícil la dotación de servicios y complica el transporte, causando que las personas busquen en el auto particular la solución a las crecientes distancias. Este efecto expansivo retroalimentado ha hecho que necesitemos invertir gran parte de nuestro tiempo en transporte. La ciudad del automóvil nos hace infelices: odiamos el tiempo que pasamos cruzándola. Si pasamos una hora al día manejando, al cabo de un año habremos estado más tiempo detrás del volante que de vacaciones. Para visualizar mejor esta perspectiva, he creado una calculadora de tiempo en la que usted puede ingresar el tiempo que conduce cada día y la calculadora lo compara con otras actividades.

Recuperar las calles como lugares constituye el reto urbano más importante de la próxima década. Ya no es solo abandonar la visón caduca de la ciudad basada en el auto privado, sino que implica recrear los lugares que existían en las ciudades y crear nuevos lugares de interacción. Esta perspectiva, conocida como “place-making” o “creación de lugar”, busca recuperar la ciudad humana. Es necesario recomponer un tejido urbano rico y diverso, donde la mayoría de desplazamientos puedan hacerse a pie o en bicicleta y aquellos lugares lejanos sean fácilmente accesibles en transporte público. Esto no es una utopía; es la única solución posible debido al estado y la tendencia de nuestras ciudades. Tenemos que componer la ciudad rota.

El reencantamiento de la ciudad

Estoy sentado en una sala del antiguo Monasterio de las Conceptas con una docena de personas más. Parte del viejo edificio del centro histórico de Cuenca, ahora reconvertido en museo, es hoy la sede de una reunión en la que discutimos sobre la ciudad. Pablo nos da la bienvenida y nos cuenta cómo fue su reencantamiento con la ciudad y de cómo ese proceso se cristalizó en el trabajo del colectivo “Cuenca Ciudad Para Vivir” al que me habían invitado a participar. El colectivo trabaja de forma voluntaria, no representa a nadie más que a sí mismos. Son personas que dedican su tiempo su experiencia y su saber a un único objetivo: volver a hacer de Cuenca una ciudad para vivir.

Pablo habla de ciudad, no de urbanismo, no de sistemas de transporte, ni de construcciones ni de energía renovable. Habla de Ciudad. La sencilla lucidez de sus palabras dispara en mi cabeza un mecanismo que tenía trabado por algunos años. Me doy cuenta donde estoy y tomo conciencia del lugar. Cuenca vuelve a ser esa compañera con la que quiero compartir. Deja de ser un entramado de calles y casas y se vuelve una ciudad para vivir, al menos en mi cabeza y en mis ganas, y en mi futuro. Comprendo que el trabajo de este colectivo puede ser una de las cosas más importantes que suceden hoy en Cuenca. Comprendo también como, finalmente, puedo combinar lo que he aprendido durante mis investigaciones con una forma de vivir y habitar la ciudad. Los miembros del colectivo juntan su conocimiento y su saber hacer para generar una estrategia que busca devolver Cuenca a las personas y construir una ciudad más humana. El mejor indicador de éxito que podríamos tener es volver a ver las calles de la ciudad como destino, a las personas caminando tranquilas, a los niños jugando afuera. Estos diez años lejos han sido un proceso para volver. Estoy reencantado con la ciudad.

Referencias

[1] INEC (2012). Información Ambiental en Hogares – Diciembre 2012.

[2] Universidad de Cuenca. (2013). Proyecto de Modelos de Densificación en el área urbana de Cuenca.  Informe de Investigación.

[3] ORELLANA, D. (2011) Exploring Patterns of Movement Suspension in Pedestrian Mobility. Geographical Analysis (43, 3). Disponible aquí