¿Qué tan fiables son, en realidad, los sondeos electorales?
Me he prometido siempre decir que no tengo encuestas. Lo hago porque, aunque a veces las tengo, estoy convencido de que si de mí -que soy director de una empresa de servicios de información e inteligencia política– esperan información imparcial, para poco o nada sirve responder basándome en encuestas. Claro, si estuviera en campaña la respuesta tendría que ser distinta. Pero, ¿significaría eso que todo aquel que accede, revisa y comenta encuestas está de alguna forma haciendo campaña? Aunque pocos lo sepan, es probable que sí.
Seguro en todos los rincones del país se conversa en estos días sobre si gana este o el candidato de allá. En el fondo, creo, el debate político sobre quién va a ganar una elección o quién es nuestro candidato preferido, es una cuestión que toca las fibras más íntimas del ser humano -imagino alguna sonrisa desconfiada por ahí, pero no bromeo. Tanta teoría y ciencia social han terminado por opacar nuestros instintos políticos, escondiendo en algún lado aquel sentimiento de supervivencia que, sin duda, se asocia con estar del lado de quien ha ganado la elección y puede influir en nuestra calidad de vida. Me podrán decir que en elecciones muy amplias y candidatos lejanos a los votantes, estos últimos suelen guiarse por la simpatía y la propaganda de medios masivos, más que por alguna comparación de beneficios potenciales para su vida. Puede ser, pero eso no desdice del argumento sino solo en el grado. Basta pensarlo un poquito y asumir que, algún tiempo atrás, en algún lugar, estar del lado ganador podía ser una cuestión de vida o muerte.
Ese es el mercado en el que, si no me equivoco, compiten aún hoy en día los encuestadores: producir cifras que, con más o menos exactitud, conduzcan el debate y las decisiones de la sociedad sobre quién va a tener en sus manos el destino de sus propios asuntos públicos. A la postre, está probado con creces que una cifra, sin que haga falta repetirla como se repiten las encuestas, sirve para anclar las percepciones de su audiencia, cualquiera que esta sea. Y eso significa que las encuestas promocionan candidatos, a propósito o no. Olviden el tan cliché “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. Tan potente es el efecto que puede producir una cifra en las percepciones, que según el premio Nobel de economía Daniel Kahneman para evitar ser presa de este jueguito -llamado sesgo heurístico si nos ponemos exquisitos-, debería uno mover la cabeza en señal de negativa mientras le están presentando las cifras e incluso, retirarse de donde está con grandilocuente desacuerdo. Aún así, según dicen los expertos, es muy probable que la cifra ya haya logrado su cometido. En el caso de encuestas políticas publicadas, cada una de ellas fija el debate político en determinado sentido e influencia a los votantes en el sentido que cada uno de ellos interpreta a su conveniencia.
Dicho esto, me veo obligado a traer a discusión la validez técnica con que pueda estar respaldada una u otra encuesta. Aquí, permítaseme aclarar, no hay duda de que la encuesta perfecta debe estar por ahí, pero ni su autor ni su método son conocidos. Todos, absolutamente todos los encuestadores del mundo patinan con más frecuencia que lo que sus márgenes de error deberían permitirles. Ahora, si a pesar de haber sufrido escandalosas patinadas, muchos encuestadores siguen siendo citados y ampliamente difundidos, se vuelve bastante claro que su rol va más allá de proveer información imparcial y que su mercado va más allá de una voluntariosa búsqueda por tomar decisiones sopesadas.
La realidad nos debería volver escépticos a todos. Convencernos de que nadie puede todavía contarnos, con un margen de error bien calculado y basando sus afirmaciones en una muestra incuestionablemente significativa, qué decisiones habríamos respondido vamos a tomar, sean estas de tipo electoral o no. Incluso debería molestarnos que esta información se difunda sin beneficio de inventario: cuestiones básicas como a quienes se consultó, cuándo, cómo, y qué significa el margen de error, deberían llegarnos primero que los resultados. Por ahí escuché una vez a Diego Oquendo preguntándose si las encuestas pueden hacerse y publicarse con la ligereza que efectivamente vemos.
Como nota positiva, las tendencias más novedosas en esta materia dicen que sí es posible obtener pronósticos útiles con encuestas. Si a alguien le han parecido antipáticas las líneas anteriores, agárrense: de algunos años acá las encuestas telefónicas robotizadas han logrado sistemáticamente mejores resultados que las encuestas personalizadas, simplemente porque pueden alcanzar poblaciones que antes era imposible encuestar. Pero también porque, disminuyendo el costo por encuestado, eliminan de la ecuación el perverso incentivo por diseñar las muestras más pequeñas y más “eficientes”. Aún así, los líderes del mercado han optado por pronunciarse solo cuando tienen en sus manos tantas encuestas como sea posible, de fuentes tan diversas como las haya, para identificar las falencias de cada una y, luego de ponderarlas en una fórmula, descubrir un indicador depurado. Aunque suena muy complejo, existen expertos que lo hacen con resultados por largo mejores que los que caracterizan al encuestador tradicional.
En su libro La Señal y el Ruido, Nate Silver acerca a los lectores a varios de los paradigmas que lideran el mercado de los pronósticos hoy en día. No recuerdo si fue en sus primeras páginas que leí que, desde el momento en que nuestros antepasados decidieron calcular, con matemáticas lineales, en qué tiempo y dónde se encontrarían con su presa si tanto cazador como animal seguían un curso observado, venimos ajustando nuestros métodos de pronóstico y anticipación. Hay algo instintivo ahí que, insisto, hemos obviado en nuestros análisis sobre los motivos que sostienen el absurdo mercado de encuestas con el que vivimos.
Y, ojo, que la empresa privada no se salva de estos debates, porque sus encuestas, focus groups y otros pronósticos, a la hora de lanzar productos o de diseñar campañas, nacieron y se criaron en la misma cuna que las encuestas electorales. Los invito a interesarse por la inconmensurable cantidad de data que subyace nuestras redes sociales, nuestras búsquedas online, la información que arrojan los cada vez más frecuentes censos y encuestas macro que realizan las entidades públicas, para encontrar los patrones que sin sufrir por la economía del conocimiento en la que nacieron las encuestas -la de la escasez-, pueden aprovechar hoy la abundancia y obtener de ella información cuya relevancia ya se ha probado en otras latitudes.
Tengo, por último y a fin de abrir el debate sobre las herejías que dejo aquí planteadas, que reconocer que nunca he sido el mayor fanático de los estudios electorales. Si bien mi “alma mater” se supone que produce a algunos de los más reputados expertos en esta materia en toda Europa, desde un principio me pareció tarea ardua y a la vez ingrata. Mi interés y espíritu crítico en todo esto surge de los nichos y oportunidades de mercado que he encontrado trabajando con gran data, pudiendo hacerle infinidad de interesantes preguntas a la mismísima información, mientras veo con frecuencia a ciertos contertulios haciendo la misma pregunta que ya les han respondido mal: ¿tienes encuestas?