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¿Lograrán las nuevas tecnologías que la democracia tenga el gran spin-off que necesita?

El 27 de febrero de 2010, Chile sufrió uno de los mayores terremotos de la historia: 500 víctimas mortales, treinta mil millones de dólares en pérdidas materiales y provocó que el eje de la Tierra se desplazara aproximadamente ocho centímetros acortando los días en 1,26 microsegundos. Al día siguiente, un tweet de Pedro Fuentes, desarrollador y emprendedor chileno, convocaba a jóvenes profesionales, entusiastas y amantes de las nuevas tecnologías para reunirse en una oficina de la comuna de Providencia de la capital Santiago. Los convocaba una pregunta: ¿qué podemos hacer -como geeks y profesionales del área tecnológica- para ayudar? ¿Cómo ayudar, entonces, en una calamidad si no somos médicos, rescatistas, enfermeros ni bomberos? O específicamente en el caso mencionado, ¿cómo un geek puede ayudar con sus habilidades en un terremoto o tsunami?

Luego del terremoto en Chile, lo que comenzó con un tweet se convirtió en una iniciativa: ChileAyuda.com. Fue una red de voluntariado, coordinada a través de Internet, que mediante un sistema de visualización basado en Google Maps articuló donaciones, contactos, búsqueda de personas desaparecidas, estado de carreteras y reportes de novedades para informar, conectar y atender necesidades identificadas con recursos disponibles. Esta red contó con más de 300 voluntarios de diferentes disciplinas que durante las semanas y meses posteriores al terremoto brindaron su contingente para la reconstrucción de infraestructura y rescate de las víctimas.

Meses más tarde, el 6 de junio de 2010 en El Cairo, Egipto, Khaled Mohamed Said, un joven interesado en computadoras, se dirigió a un cibercafé cerca de su casa. Ahí, dos policías de la comisaría de Sidi Gaber, barrio de Alejandría, lo arrestaron por supuesto consumo de drogas. Pocos minutos después, Khaled agonizaba en las inmediaciones del cibercafé. Según testigos, fue golpeado hasta la muerte por los policías que lo detuvieron. Durante las horas posteriores, una foto del rostro desfigurado sin vida de Khaled se volvió viral en el espacio digital egipcio. En aquellos días Wael Ghonim, un ejecutivo egipcio de marketing de Google para Medio Oriente, entonces viviendo en Dubai, fue una de las miles de personas que vieron la cruda foto. Wael creó una página de tributo en Facebook: “Todos somos Khaled Said” y atrajo a cientos de miles de seguidores en poco tiempo. Se convirtió en el mayor espacio de congregación de disidentes en Egipto.

En las semanas posteriores, mientras el mundo se enteraba sobre las protestas en Túnez en contra del presidente Zine, Abidine Ben Ali, Wael creó otra página  de Facebook para motivar un movimiento similar en Egipto: en contra de los abusos del régimen del presidente Hosni Mubarak. La lanzó el 25 de enero del 2011, que se realizó una marcha en contra de los abusos policías y coincidió con Día de la Policía en ese país. Esta protesta creció y se extendió durante dieciocho días que terminaron con el derrocamiento de Mubarak. La Primavera Árabe había llegado a Egipto.  

Ejemplos como los anteriores podríamos continuar mencionando. En Libia, Yemen, Siria, Moldavia, Haití, Japón y otros países también ocurrieron procesos similares. Aunque resulta difícil atribuir el éxito de acciones similares exclusivamente a las nuevas tecnologías, es fácil identificar que su uso las convirtieron en elementos importantes para acelerar su desarrollo. Un factor común en cada uno de estos casos fue la ausencia de un liderazgo único y centralizado. Se desarrollaron bajo un esquema de toma de decisiones en el que intervinieron grupos auto organizados y auto convocados, que a su vez seguían a otros. Wael Ghonim –ingeniero en sistemas y activista de El Cairo– dice que la revolución egipcia fue como Wikipedia, donde todos contribuyen contenido, pero no conoces los nombres de las personas que lo hacen “Lo mismo ocurrió en Egipto. Todos contribuían pequeñas partes a la revolución. Y nadie fue el héroe.” Este esquema distribuido, de múltiples actores sin jerarquía que contribuyen a un todo, tiene un nombre a partir de la obra “The Ghost in the Machine” del novelista y filósofo húngaro Arthur Koestler: holocracia.

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“La democracia es el menos malo de los sistemas políticos” afirmó Winston Churchill en su discurso en la Casa de los Comunes en 1947. En estos tiempos en que vivimos inmersos en sociedades desencantadas por la representatividad tan solo cuantitativa y poco cualitativa de los ciudadanos a través de sus líderes electos, la frase de Churchill consuela cada vez menos. En medio de esta apatía y desencanto, las nuevas tecnologías de información y comunicación ganan espacio como catalizadoras de la participación ciudadana y herramientas de ejercicio de esa democracia holística. Aunque las brechas digitales, de cobertura y conocimiento principalmente, todavía limitan el universo de personas que potencialmente podrían utilizarlas para estos efectos.

Los comentarios en Facebook, los tweets, los mensajes compartidos en grupos de Whatsapp, los datos abiertos, el conocimiento libre, la colaboración distribuida deberían aprovecharse. En el 2008, durante la Web 2.0 Expo de San Francisco, el autor y profesor norteamericano, Clay Shirky, dijo que si se destinara solamente el 1% del total de horas que se usan al año solo en Estados Unidos para ver televisión y se orientaran a crear proyectos colaborativos en línea, contaríamos cada año con 100 nuevas Wikipedias completas. Consideremos la ventaja de contar con un espacio con cero jerarquías. Ejerzamos la holocracia apropiándonos de estas acciones, conceptos y tendencias comunes de esta época, que desafían las estructuras existentes, que habilitan la participación ciudadana y cuyo potencial de impacto social se nos pasa desapercibido entre selfies, memes y trivialidades.