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¿Es la ciudad un tumor planetario o una solución ambiental?

¡Odio esta ciudad! Es una frase que he escuchado más de una vez entre los quiteños. Este descontento llega a ser radical en quienes prefieren espacios abiertos y se declaran “amantes de la naturaleza”. Muchos, en cualquier oportunidad abandonan las calles en busca de montañas, ríos, bosques, para sentirse parte de un ecosistema. Suena lógico y apropiado huir del humo, multitudes, ruido, tráfico y buscar lugares naturales. Lo que no suena muy acertado es detestar a los asentamientos humanos en los que vivimos. No porque tengamos que amar el asfalto, sino porque las ciudades triunfaron y llegaron para quedarse. Ahora el reto es mejorarlas, no odiarlas.

Ya sean el resultado de grandes estudios o diseños, las ciudades se encuentran regadas por todo el planeta. Al igual que su población, siguen creciendo. Quito está por el millón y medio de habitantes. Concentrar esta población significa miles de recursos y servicios. Esta demanda sumada a la generación de desechos la que podría justificar que las ciudades sean consideradas tumores del planeta y no soluciones ambientales. Por esto es aún utópico e incluso osado usar a discreción el término ciudad verde. Cierro los ojos y me imagino: agua pura, aire limpio, árboles, bicicletas, animales, paredes y techos verdes, energía limpia, reciclaje. Los abro y me doy cuenta que estaba pensando en la película Elysium, en la que los humanos abandonan la Tierra luego de destruirla y se mudan al planeta paraíso lleno de arboles, cascadas y jardines en las paredes.

En Quito hay veintiún metros cuadrados de espacio verde por cada habitante, según el índice verde urbano por provincias del Instituto Ecuatoriano de Estadísticas y Censos –el INEC– de 2012. Aunque supera los nueve metros sugeridos como el límite aceptable por la Organización Mundial de la Salud, está detrás de Nueva York y Londres con más de veinticinco cada una, a pesar de que ambas superan por millones el número de habitantes de nuestra capital.

En los espacios verdes tenemos una calificación mediocre. En gestión de desechos, también. Según el INEC, solo entre el veinte y el veinticinco por ciento de los hogares del país desarrollan algún tipo de separación de basura. En Quito, en el 2012 celebramos un récord de número de botellas plásticas recogidas. Fue un reconocimiento, pero creo que en vez de premiar las consumidas, se debería reconocer las no consumidas. En una ciudad eficiente el reducir, reusar y reciclar se aplican estrictamente en ese orden. En las calles de la ciudad hay basureros multicolores y un despliegue espectacular de logos para separar casi todo lo imaginable. Pero al espiar el contenido de los coloridos recipientes todo está mezclado, algo muy “poco verde”. Es como si los habitantes no lo tomaran en serio.

Si pensamos en las aguas servidas nos va aún peor. Cuando un quiteño baja la válvula, lava platos o ropa en su casa, esa agua sucia se dirige –sin ningún tratamiento– a cuatro ríos: Machángara, Monjas, San Pedro y Guayllabamba. El Machángara, que hasta los años treinta era el paseo de los ciudadanos, es un brazo de agua muerto.

No existe un consenso sobre qué elementos debería tener una ciudad verde pero los que se repiten en algunos conceptos son: transporte público eficiente, espacios públicos de calidad, carriles para bicicletas, suficientes parques, edificios verdes, reciclaje y programas integrales de compostaje, reciclaje de espacios, políticas de energía inteligente.

Si agrupamos los tres primeros  y evaluamos Quito, estamos a medias. Aunque en los últimos tres años hubo un aumento de ciclovías, fueron construidas pretendiendo que el ciclista flote de una a otra porque no tienen las conexiones suficientes entre ellas. El transporte público está lejos de ser eficiente, basta mirar el colapso por el exceso de pasajeros en el Trole o Ecovía, o el humo negro del escape de los buses azules, cuyos conductores se enfrentan en carreras para captar más pasajeros. Los espacios públicos de calidad no son suficientes. Si lo fueran, más ciudadanos elegirían caminar para movilizarse. En Quito hay zonas donde casi no hay veredas o tienen tantos baches que sería mejor no tenerlas.

En una ciudad sostenible prevalece “el equilibrio de una especie con los recursos de su entorno (…) se utiliza un recurso por debajo del límite de renovación del mismo”. Es decir para que cualquier cosa sea sostenible debe usar los recursos garantizando que existirán para las siguientes generaciones.

En la actualidad, el temor a la urbanización se mantiene. Se justifica porque muchas ciudades siguen siendo vampiros que chupan todos los recursos a su alrededor y extienden sus tentáculos empobreciendo lo que tocan. Edward Glaeser, Economista de Harvard y autor del Triunfo de la Ciudad afirma “que no hay nada parecido a un país pobre bien urbanizado, y tampoco un país rico que se mantenga rural”. El autor indica que una de las estrategias de este éxito es concentrar a la gente en la ciudad y no alejarla, hacer que la amen, la disfruten, la aprovechen y no la odien. En otras palabras alejarse del modelo planteado por el urbanista E. Howard, con la idea prometedora de “ciudades jardín”. Esto consiste en asentamientos satélite en medio de un entorno natural con grandes casas y jardines, separadas de la gran ciudad. Es lo que se intentó en Quito. Sin tomar en cuenta los grandes jardines, este es el caso de los residentes de Cumbayá, Tumbaco, Puembo y el Valle de los Chillos. Los resultados no son positivos: sus habitantes tienen que dirigirse a sus lugares de trabajo o estudio viajando largas distancias, en un parque automotriz que ya supera los cuatrocientos cincuenta mil vehículos para una ciudad de un poco más de un milón y medio de personas.

Glaeser explica acertadamente que "sería mejor para el planeta (…) si las ciudades se construyen alrededor de un elevador, en lugar de que áreas dispersas se construyan alrededor de un auto”. Este es probablemente otro ingrediente a ser tomado con seriedad. Si una ciudad crece hacia arriba, sus “tentáculos” no causarán el daño que si causan expandiéndose a sus alrededores. Pero mientras otros lugares buscan alejarse de esta nociva práctica, Quito se aferra. Nadie puede desconocer que los Chillos, Cumbayá, Tumbaco y Puembo,  se presentan como extensiones de la capital que siguen engordando y desplazando tierras de cultivo, quebradas, y espacios verdes. Es decir destruyen cualquier expectativa de que la capital de Ecuador algún día se consagre como ciudad verde. Se siguen construyendo urbanizaciones con mucho cemento y poca vegetación.

Hace pocos meses escuché en una conferencia del Colegio de Arquitectos de Quito al actual Alcalde  de la ciudad explicar la necesidad de fortalecer y repoblar el centro histórico. Pocas semanas después en la radio el Alcalde criticaba con dureza el modelo de desarrollo que se esta aplicando en los valles como Tumbaco, aclarando que no existían áreas verdes y las pocas estaban dentro de urbanizaciones privadas. El alcalde tenía razón en su planteamiento, pero ¿dónde están las acciones para cambiar esta situación?

E.O Wilson, profesor emérito de Harvard y co-autor del concepto de biodiversidad, busca sacudirnos con los beneficios que tienen los elementos de la naturaleza en la salud y vida, no solo de personas, sino de ciudades. Si alguien está leyendo esto, deje de hacerlo y observe el cielo y las nubes por su ventana, tal vez una montaña cercana o simplemente el árbol de la vereda –si tiene suerte y lo tiene– y le aseguro que podrá comprender los beneficios que la denominada “biofilia” que Wilson trata de difundir. Algunos estudios refuerzan los beneficios del verde en la ciudad sugiriendo reducciones de hasta un cuarenta y seis por ciento en los accidentes de tránsito luego de que la vegetación y el paisaje mejoraron. Esto se justifica en la reducción de estrés de los conductores. Los hospitales incrementan el uso de muros verdes porque está comprobado que contribuye a la recuperación de sus pacientes.

Otra forma de entender los beneficios de una ciudad verde es considerando el “efecto isla” que se produce por el calentamiento de las ciudades debido a sus calles y falta de espacios verdes. Cuando hace calor en Quito es casi instintivo correr a un parque porque sabemos que ahí está más fresco. En Chicago, estos aumentos de temperatura cobraron vidas y llevaron al municipio a promover la construcción de jardineras y techos verdes.

No es nada sencillo copiar o crear ciudades sostenibles. Cualquier sitio que pretenda ser próspero en el futuro requiere de políticas ambientales radicales y sobre todo procesos participativos limpios. En Quito se han hecho avances hacia este camino. Existen normativas en las que los usuarios pueden reducir hasta un 50% su pago de sus impuestos por buenas prácticas ambientales, pero aún los reglamentos no son claros. Se tiene un interesante programa de protección de quebradas, pero los constructores lo desconocen o no le temen a las sanciones.

Estamos lejos de ser una urbe sostenible. No se trata de buscar reconocimientos internacionales sino de que un ciudadano pueda caminar por un espacio de su ciudad y sentirse orgulloso y saludable. Se trata de tener parques que parezcan bosques en medio del centro más transitado de la ciudad como el Parque Central de Nueva York. Quito enfrenta un enorme y urgente reto para convertirse en verdadero ecosistema urbano o simplemente volverse una ciudad en las que uno acelera su vehículo para demorarse lo menos posible en cruzarla.