¿Qué es lo que encuentra una periodista cuando responde un aviso que promete resolver un embarazo no deseado?
Un clasificado que diga «¿Estás embarazada? ¿No sabes qué hacer? ¡Llámanos y libérate!» atrapa la atención de cualquiera.
– Hola, buenos días. Estoy llamando por el anuncio del periódico.
– Ya ¿Cuántos meses tiene?
– Creo que dos
– ¿Cuándo fue su última regla?
– Tal vez por agosto, yo no sé bien de estas cosas.
– ¿Cuándo quiere venir a la consulta? ¿Lunes?
– No. Lunes tengo clases. Jueves
– Ok. Yo le envío un mensaje confirmándole la cita. Tenemos que garantizarle que ese día solo usted venga al consultorio.
– Pero… ¿Cuánto cuesta? ¿Cómo es?
– Eso solo se lo puede decir el doctor. Yo únicamente hago las hago las citas…
Mi alter ego embarazado y necesitado de encontrar una salida a su situación se llevaría un fiasco, pero aún no lo sabía. Mi verdadero yo, deseoso de encontrar algo bueno que contar, en cambio, dijo: ¡Ahí hay una historia!
Ese jueves no me arreglé, no me peiné y tampoco me maquillé las ojeras. Quería lucir desesperada.
El lugar era un consultorio común y corriente: sala de espera acogedora, una secretaria de traje sastre y peinado engominado y grandes ventanas que daban a una transitada avenida.
– ¿Usted es Maritza Loor? La estábamos esperando. Pase. Por aquí.
La oficina del doctor era pequeña, con paredes en colores vivos, un chailón de auscultación ginecológica y una vitrina con instrumental. Pensé que había llegado al lugar correcto para mi investigación de campo, pero no…
Luego de darle mis datos personales, contarle mis síntomas y confirmarle mi embarazo a través de un (falso) examen de sangre, el médico –de cabellera despoblada y mirada serena- conversó conmigo sobre mis razones por las que quería abortar.
Mientras le contaba mi historia (falsa) sobre mi trabajo de cajera en un almacén del sur de la ciudad, de cómo mi jefe me había embarazado y de su negativa de hacerse cargo del inexistente bebé, pensaba que realmente esto no debía importarle mucho si es que iba a practicarme un curetaje. Sin embargo, seguí con mi historia. Quería ver dónde me llevaba.
– ¿Ese señor que está afuera es el padre del bebé?
Mi esposo, siempre acolitador de mis aventuras periodísticas, me acompañó ese día. Renunció a sus jeans y se vistió de ejecutivo. Era “mi jefe”. El que me había dejado embarazada, un hombre de una familia de bien y apariencias que cuidar. Debía lucir a la altura.
– Y, ¿qué dice su pareja?
– Nada, él tiene su esposa y sus niños. No quiere problemas.
– Ah, o sea, ¿sus hijos concebidos dentro del matrimonio sí pudieron nacer y éste no?
– Ehhh, sí… supongo.
– Seguramente, él cree que esto es como venir a pintarse el pelo o algo así… pero no es así.
El doctor estaba enojado. Indignado, digamos. Y con esa vehemencia, continuó.
En su escritorio tenía una carpeta con gráficos explicativos sobre la formación paulatina del feto dentro del útero materno. Al mes, a los dos meses y así hasta llegar a la etapa del alumbramiento.
Con paciencia didáctica me habló sobre la importancia de la vida, de cómo ser madre soltera es complicado pero no tan terrible, de cómo me iba a sentir si decidía dar a luz, ver a mi hijo y recordar que en algún momento quise deshacerme de él.
– ¿Cuántos meses me dijo que tiene?
– Creo que dos.
– Mire, así está su bebé…
Entonces me extendió una lámina con el grafico de un feto a las 8-9 semanas. Tenía el tamaño aproximado de un fréjol y –decía el texto– ya tenía formada toda la estructura básica de su cuerpo, a partir de la que comenzaría a crecer y desarrollarse.
Al terminar su explicación, en tono de maestro de escuela, abrió su cajón y sacó un fetito de hule, una versión a escala de lo que sería un bebé de dos meses dentro del vientre.
Me extendió el muñequito y me quedé ahí, con el feto de juguete en mis manos, ahora sí convencida de que aquí nadie me ofrecería lo que estaba buscando para mi investigación de horribles lugares para abortar. Era un inesperado twist en la historia. Serendipia.
Antes de que me diera cuenta, el doctor había puesto un DVD. Una entrepierna abierta y ensangrentada era apuñalada por una cánula que extraía más y más líquido de su interior. De pronto, por ahí rodaba un bracito, una piernita, el torso, pedazos de carne. Grotesco y real.
Me abracé la panza y sentí tristeza.
Al salir del lugar, el médico me abrazó. Me dijo que todo estaría bien y que lo piense. Hace dos semanas llamó a saludarme, a preguntarme como estaba mi embarazo y a ofrecerme exámenes a bajo costo para que pueda acceder a los chequeos de rutina.
No sé si al final resulte más efectiva esta especie de gancho publicitario, si sea mejor que las manifestaciones públicas en contra del aborto, o más certera que la entrega de volantes en la calle o que los sermones en las iglesias.
Es una estrategia brillante: Una bala a quemarropa al público objetivo, el “beyond the line” de las causas pro-vida.