Una reflexión sobre la democracia representativa y la privacidad
“Internet representa una amenaza para la civilización. Los que trabajan con él son parte de esta amenaza o trabajan para oponerse a ella”, dijo -en una de sus tantas videoconferencias desde la embajada de Ecuador en Londres- el fundador de Wikileaks, Julian Assange.

La defensa estatal contra esa amenaza figuraba en el Código Orgánico Integral Penal, donde, en el artículo 474 se obligaba a las empresas que prestan los servicios de telecomunicación a conservar registros y datos de sus usuarios durante un período de seis meses “a fin de poder realizar la investigación correspondiente”. Esa fue la propuesta de la Policía Judicial, que tenía el antecedente de la que hiciera el Secretario Jurídico de la Presidencia, Alexis Mera, para tipificar las injurias en redes sociales.  El viernes 29 de noviembre, María Augusta Calle anunció que el bloque oficialista de la Asamblea había decidido eliminar el cuestionado 474, argumentando que primó la “coherencia política e ideológica”.

¿Qué fue lo llevó a la bancada de PAIS a mantener -o volver- a esa coherencia?

La eliminación del artículo 474 tiene como directos responsables a un movimiento ciudadano -Usuarios Digitales- que exigió a los asambleístas, desde el primer momento de  aprobación de la primera parte del COIP,  precautelar los derechos ciudadanos que la propuesta ponía en riesgo.  La destreza con la que los Usuarios Digitales se movieron en los entresijos de la política legislativa fue sorprendente: hablaron con el presidente, se reunieron con asambleístas, escribieron observaciones al articulado, denunciaron los riesgos y, sobre todo, le contaron a todo el que pudieron de lo que estaba pasando y lo que se jugaba la ciudadanía.

La eliminación de esta norma evidencia que la representación ciudadana cada vez está, menos, en los estamentos estatales. A la democracia representativa, tan útil en tiempos de nula inmediatez, se le ven las costuras cuando más efectivo resulta para la generación de legislación la acción directa de la ciudadanía y no el ejercicio del mandato de la “voluntad popular” que se supone toma forma a través de la ley.

Mediante las distintas acciones generadas en la red contra el 474 -que suponía la regulación desde las prestadoras del servicio hasta por parte de los usuarios-, se logró defender los derechos no solo de los más de diez millones de usuarios de internet en el Ecuador. El poder de las plataformas digitales en el espectro de la democratización de los derechos y la forma de garantizar el acceso y la participación a las gestiones políticas quedó fuera de duda.

La capacidad de gestión política de Usuarios Digitales -y de los ciudadanos que apoyaron la iniciativa- hubiese sido imposible en el pasado. Las voces ciudadanas habrían permanecido marginadas, lejos del centro de la discusión política. En resumen, la ciudadanía invisibilizada.

Sin embargo, la ambivalencia de la tecnología es una lección que nos deja, también, la potencial aprobación del artículo 474: es posible que estemos caminando hacia una sociedad del control gracias a esas mismas herramientas que hoy nos parecen idóneas para la efectiva vigencia de las libertades individuales. Winston, el personaje principal de 1984, la novela de George Orwell, anticipa el modelo de una sociedad controlado en su máxima expresión. Orwell creó una sociedad en la que todo, inclusive el pensamiento, estaba controlado. Hoy esa sociedad podría ser la que estamos construyendo entre todos. Nuestros gustos, nuestros contactos y buena parte de nuestra vida privada es fácilmente rastreable en el mundo digital. Muy pronto todos estaremos, de una u otra manera, en un bucle de la famosa nube, que cada día se parece más al Gran Hermano que todo lo vigila. Los gobiernos han desarrollado la tecnología y las bases de datos para saber, con precisión, qué leemos, qué vemos, qué decimos y qué pensamos hacer.

Si permanecemos obnubilados por los beneficios más superficiales (aunque no menos relevantes) del internet -la inmediatez, la multiplicidad de contenidos y formatos y la hipertextualidad- podríamos estar entregando, inclusive de forma voluntaria, los valores cruciales que consagra el mundo 2.0: el libre tránsito de ideas, la producción de contenidos relevantes con herramientas de bajo costo, la generación de conocimiento y el fomento del debate.

Sin estas condiciones, la tecnología podrá refinarse al punto de que podamos navegar por internet con un chip instalado en el cerebro. Pero si ese chip le comunica al Estado -o a las grandes corporaciones- todo lo demás que también estamos pensando, sintiendo y deseando, habremos involucionado al punto de que el vuelo psicodélico que ha sido el último pestañeo de la historia de la humanidad se convierta en el más intenso y, al mismo tiempo, el más insignificante de todos.

Esa es la verdadera amenaza del Internet.