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¿Es una mujer hermosa la némesis del adolescente revolucionario?

Una memoria del concierto

Todas Las Voces Todas

Aunque parezcan decenas de miles, millones, incontables, en una noche despejada se pueden ver apenas unas dos mil quinientas estrellas. Y eso cuando las condiciones de visibilidad son realmente óptimas, cuando el cielo está, como dicen los escritores cursis, “tachonado” de estrellas. Este dato yo lo sabía desde la época del colegio y con él me gustaba sorprender a mis interlocutores. Me gustaba la astronomía y la usaba incluso como herramienta de coqueteo. En más de una ocasión me hice el bacán frente una pelada durante algún paseo nocturno en la playa utilizando mis conocimientos  del cosmos:

– Mira, ¿ves esa estrella brillante? En realidad, es Júpiter;

– ¿Sabes cuántas estrellas se pueden ver en una noche despejada?

Me iba  de largo departiendo sobre el universo, las galaxias, las inconmensurables distancias, hasta llegar a  alguna frase –patética y dicha preferentemente muy cerca al oído– como “No somos más que polvo de estrellas muertas, guapa, materia convertida en conciencia y en deseo”.

Otra estrella por la que me sentía atraído era la estrella roja de cinco puntas, como cinco son los dedos del puño proletario y cinco los continentes en los que truinfará el socialismo. Hace muchos años tenía una camiseta con esa estrella y la frase que el Ché Guevara inmortalizó “Hasta la victoria siempre”. Me la puse, lo recuerdo bien, el día que asistí a “Toda Las Voces Todas” en Quito, en  el verano de 1996.  “Todas Las Voces Todas” fue un festival de tres días que reunió a los mejores cantautores de izquierda, latinoamericanos y españoles, en la  época en la que el neoliberalismo en Ecuador estaba en su auge. Un verdadero acontecimiento.

En Quito me alojé, como siempre, donde mis tíos Troya-Cordovez, muy curuchupas, miembros del Opus Dei y todo. Ellos me recibían siempre con toda la cordialidad del mundo, a pesar de mi pelo largo, de mis camisetas con estrellas rojas  y del arete de una cruz invertida que llevaba en la oreja izquierda. Así es mi familia: en los almuerzos de los domingos, la tía del Opus se sienta al lado de la sobrina abortista y el primo supernumerario al lado del cuñado de Pachakutik. Todo es amabilidad y sonrisas: “Qué rico te quedó el ceviche, Carlotita” .

Mis  primos, el Juanfer y el Diego, en gestos de ostentosa e insisiva hospitalidad, me invitaban a que ir con ellos a misa el domingo por la mañana, a jugar golf al club en el Condado por la tarde; y, en la noche, al casino del hotel Oro Verde. Yo no sabía cómo tomarme estas invitaciones: como ingenuas y bienintencionadas ofertas o  intentos misioneros para alejarme de esos conciertos de comunistas o provaciones.

– Vente locof, que va estar la Gabi Schneider, verás que ya regresó de Boston y estuvo preguntando por vos.

Imbéciles, yo había ido a Quito para sumar mi voz a las de otros miles, para cantar que la Utopía existe, no para gastar plata que ni siquiera tenía en ruletas, black jack, ni huevadas, aunque fuera la Gabi Schneider.

La primera tarde del festival además de mi camiseta con la estrella roja llevé una velita para encenderla cuando León Gieco cantara “Sólo le pido Dios”. En el camino hacia el coliseo pensé que a lo mejor otros espectadores tendrían ganas de hacer lo mismo, así que pasé por una tienda y compre un par de paquetes de velas para tratar de venderlas a la gente que estuviera haciendo la cola antes de ingresar. Me deshice de ellas en menos de diez minutos.

Al día siguiente llegué con mi mochila repleta de velas, cientos, para venderlas en las largas filas de espectadores. “Compañero, cómprese una velita para prenderla cuando Silvio cante, imagínese, que bonito, todo un símbolo de esperanza, una llama encendida por la Utopía” era mi pregón, que se mezclaba con las voces de “chicles, caramelos, cigarrilos, Trópico” de lo niños vendedores.

Las vendí todas, todititas, en menos de dos horas, e hice una pequeña fortuna. Mis bolsillos estaban repletos de bullucos de sucres, la moneda nacional que en unos años la crisis financiera haría desaparecer. Lo mejor de la noche fue cuando salió Silvio y los diciocho mil espectadores gritamos y aplaudimos hasta el delirio. Entonamos sus canciones con el corazón henchido de fe revolucionaria en un coro fratern, y cientos, miles de velitas –¡mis velitas!– brillaron, como si fueran millones, en todos los rincones del coliseo como las estrellas en la primera noche de mundo.

Al día siguiente, último del festival,  quise repetir el negocio. Cargué a tope mi mochila con paquetes de velas, pero me costó mucho más. Al final me sobraron unos cuantas docenas, pues los niños vendederos, aparte de tabaco, chicles y Trópico, ahora también las ofrecían. Igual gané harta plata y, a pesar de no haber despachado toda la mercadería me consolé con la idea de haberme convertido, casi sin querer, en el ilumindaor anónimo del histórico festival. Me imagino que esa noche el coliseo se iluminó entero con las miles de llamitas que se prendieron cuando Mercedes Sosa cantó “Gracias a la vida”.

Es que yo al final no entré. me fui a la casa de mis primos y les pedí que me prestaran una camisa y unos zapatos. Pasamos recogiendo a la Gabi y nos fuimos todos al casino. Desde la ventana del Montero se veía el cielo de Quito, hermoso, tachonado de estrellas. Me le acerqué a Gabi y le dije al oído:

– Mira el cielo, ¿sabes cuántas estrellas se pueden ver en una noche despejada?

Ella me sonrió coqueta sin dejar de cantar la canción de Bon Jovi que sonaba en la radio.