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Los seres humanos que vivimos sujetados a esto que llamamos “cultura occidental” tenemos una insoportable y persistente tendencia a abordar los problemas y discusiones organizándolo todo en dualidades. Los ecuatorianos somos unos hinchas muy especiales de esta forma de pensar el mundo, y como mencionaba hace unas semanas en este mismo espacio, nos hemos vuelto hábiles en montar trampas para excluir simbólicamente al otro, al que piensa diferente o al que cree en algo distinto. Somos unos apasionados de la marginación del otro, porque nos cuesta mucho contemplar la posibilidad de que exista un mundo de matices entre lo bueno y lo malo, entre lo sano y lo enfermo, entre lo blanco y lo negro, un lugar donde pueden coexistir ideas y creencias de todo tipo y alimentarse mutuamente a través del disenso. Toda división dual del mundo es falsa y reduccionista.

Puede que en décadas anteriores los límites en la circulación de la información, de las ideas y de las representaciones sociales, hayan permitido que muchas personas habitaran en el mundo evadiendo sistemáticamente los espacios, imágenes y lugares de los otros, quedándose así con una visión falsamente homogénea de la sociedad, considerando anormal, patológica e ilegal toda práctica o rasgo que afectara aquella fantasía.

Vivir así ya no es posible. Las tecnologías y las prácticas discursivas multiplicaron los espacios de enunciación y representación, haciendo más visibles a las minorías, muchas de las cuales se organizaron en instituciones y micro sociedades civiles en búsqueda de que se reconozcan derechos que, producto de su anterior invisibilidad, les habían sido escamoteados, no sólo por los sistemas legales, sino también por muchas de las prácticas cotidianas de las grandes mayorías.

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Autor: Elliott Erwitt

Ecuador ha vivido en los últimos años un importante auge de la actividad en defensa de los derechos de minorías históricamente desatendidas. En tiempos muy recientes, la comunidad LGBTI y grupos que luchan por la igualdad de género han alcanzado una notoriedad muy grande. El matrimonio igualitario y el derecho al aborto de manera legal han sido los ejes principales de una lucha que cuestiona la supuesta laicidad del estado ecuatoriano y con ello una multitud de prácticas y supuestos naturalizados que constituyen pilares importantes del funcionamiento de la sociedad.

He aquí el punto donde las cosas se complican: durante décadas, las personas GLBTI –al igual que las de muchas otras minorías- fueron excluidas de los campos simbólicos de representación.Estuvieron invisibilizadas y, por tanto, desaparecidas, secuestradas, impedidas  de formar parte de las prácticas culturales comunes de la ciudadanía. Hoy en día, la situación ha cambiado considerablemente: si bien hay muchos espacios institucionales que se resisten a reconocer su existencia y varios de sus derechos, han conseguido un importante nivel de visibilización, sostenida en una férrea y justa lucha integral por la no discriminación. El grave problema que surge aquí es que dicha lucha, en ocasiones puede resultar una reproducción inversa de los mismos mecanismos que históricamente habían sido utilizados para su exclusión. La criminalización de ciertas opiniones o la patologización de determinados valores o prácticas parecen intentar utilizarse (¿inadvertidamente?) como fórmulas express para transformar culturas, para imponer cambios estructurales. No creo que aquel sea un buen camino.

No quisiera ser mal interpretado. Como ciudadano, encuentro absolutamente despreciable que un columnista de un diario describa a los homosexuales como “desadaptados sociales”. De la misma forma, encuentro preocupante que haya quien celebre que escribir semejante idiotez pueda tener como consecuencia la privación de la libertad, o la adjudicación de una enfermedad mental[1]. Me parece sensato comprender, o al menos contemplar el riesgo de que los procesos de búsqueda de igualdad se perviertan y terminen sin ser procesos ni buscando igualdad, sino que se capitalicen como meros episodios de venganza, de ajuste de cuentas.

En ocasiones podría parecer que algunos activistas y grupos buscan imponerles a las mayorías, a otras minorías o a sujetos específicos, su forma de ver el mundo, tal como las instituciones de la cultura hegemónica hicieron con ellos durante muchísimos años. La reproducción de esta práctica no supone ninguna ganancia para el desarrollo de una sociedad que respete la diversidad.

En torno a todo este complejo asunto, encuentro tres puntos clave de los cuales me gustaría proponer una discusión abierta: la viciada noción de homofobia, la judicialización de las relaciones sociales y la lucha contra los gestos totalitarios propios. Para no aburrir demasiado, en esta ocasión propondré algunas ideas sobre el primer punto, dejando los otros dos para otro momento.

Cabe aclarar que no pretendo dar una versión acabada y armónica de las problemáticas que invito a abordar. Mi interés es que podamos iniciar ciertas discusiones necesarias que, en la búsqueda de la igualdad de derechos, tienden a ser olvidadas.

 

Contra la noción de “homofobia estructural”

Hasta 1986, la homosexualidad era considerada como una enfermedad mental en el (ya no tan) todopoderoso Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM).

A mediados del siglo XIX, un psicólogo estadounidense llamado Samuel Cartwright, describió en un libro una enfermedad mental llamada “drapetomanía”, que no era otra cosa que la tendencia de los esclavos negros a escapar de sus amos.

Estos casos no son simples errores que la ciencia con el tiempo corrigió. Son dos de los ejemplos más evidentes de la convergencia de la voluntad política e ideológica de una época y las ideas que se defienden o se abandonan dentro de las comunidades científicas. Todo el trabajo de Michel Foucault atraviesa estas nociones: la matriz que designa lo normal y lo patológico, lo sano y lo enfermo, es un eficaz instrumento de ejercicio de poder, un conjunto de técnicas dispuestas para el disciplinamiento de los cuerpos. Los cambios en esa matriz no llegan tanto por descubrimientos científicos que contradicen lo establecido, como por las luchas políticas que transforman el campo cultural donde se despliega el dispositivo. De hecho, la erradicación de la homosexualidad como categoría en el DSM llegó como resultado de una lucha de más de una década iniciada por la comunidad gay de Estados Unidos.

Hoy en día, muchos psicólogos, psiquiatras y médicos persisten en prácticas y gestos hostiles o descalificadores hacia la comunidad LGBTI. Esto es un buen indicio de que la lucha contra la desigualdad no puede reducirse al marco de la función normalizadora de la ciencia.

Dicho esto, resulta cuando menos paradójico que haya multitud de voces feministas y LGBTI dispuestas a acusar a la sociedad entera de padecer una “homofobia estructural”. A veces me pregunto qué pensaría Foucault al respecto. Considerar que la mujer es intelectual y físicamente inferior al hombre, o que la homosexualidad es una aberración, es estúpido. Pero la estupidez no es una patología, y esas formas de pensar sobre mujeres y homosexuales responden a lógicas muy distintas a las de la conformación de las fobias.

Generar la noción de que un conjunto de creencias o de prácticas sociales específicas constituye una patología es peligroso y contraproducente: si lo que se busca con ello es simplemente alcanzar espacios de poder para ciertas minorías, sustrayéndolo de determinados nichos donde se asienta el odio y el rechazo a la diferencia, es un recurso legítimo, aunque la intención sea altamente cuestionable. Por otra parte, si lo que se busca es constituir formas de vínculo social igualitarias, más o menos democráticas y generar espacios de convivencia y de respeto a la diversidad, el uso de este recurso es un tremendo error. No se cambian las prácticas sociales reproduciendo las formas tradicionales de apropiación y ejercicio del poder.

“Es el colmo: ahora resulta que ser homosexual es normal y que rechazarlos es una enfermedad psiquiátrica”, diría indignado algún “buen” conservador atrapado en un pensamiento de 1980. Tendría algo de razón. Atribuirle a su sistema de creencias o a la forma que sentó las bases de su pensamiento dentro de la cultura occidental una condición patológica, es casi igual de criticable que hacer lo mismo con las prácticas de diversidad de género.

 

Problemas de nominación

Diagnosticar a la sociedad entera de “homofobia estructural”,  es un ejercicio desafortunado, no sólo por lo explicado anteriormente, sino porque además obtura la posibilidad de ver y entender la existencia de una multitud de elementos constitutivos de la desigualdad que requieren ser pensados y analizados de manera más aguda para ser desmontados, transformados o re elaborados.

Ese es el problema principal al momento de nombrar las cosas: el nombre las recorta, las aplana, las vuelve versiones digeribles pero engañosas de lo que en realidad son. Los nombres que les ponemos a las cosas, a los acontecimientos o a las prácticas culturales, nos permiten entenderlas de determinadas formas y nos niegan la posibilidad de pensarlas de maneras distintas. Es lo que pasa con el término “homofobia” (más aún si le añadimos el término “estructural”).

No quisiera extenderme más de lo necesario en la explicación psicológica o psiquiátrica del por qué la homofobia no designa aquello que mucha gente en la actualidad supone que designa. Es cierto que en las charlas con amigos, uno con cierta frecuencia ha jugado al jueguito de “diagnosticar”, atribuyéndole deseos homosexuales reprimidos a los más recalcitrantes portadores del discurso de odio a los GLBTI, a través de un mecanismo de defensa conocido como “formación reactiva” (quien haya visto American Beauty y recuerde al vecino del personaje de Kevin Spacey, lo entenderá perfectamente). Esa forma de pensar y entender el odio puede ser aceptable como divertimento o alegoría, no como base para la construcción de categorías para pensar de manera productiva los procesos detrás de la exclusión y el rechazo.

Las fobias están más asociadas al miedo paralizante que a las acciones de violencia objetiva contra el objeto fóbico (aunque estas pueden llegar a ocurrir). Pero sobre todo, en las fobias no hay un vínculo ideológico, cultural, consciente ni racional, entre el objeto fóbico y el sujeto que la padece. La violencia material y simbólica contra miembros de la comunidad LGBTI es ejercida por gente que puede o no estar enferma, pero su motivación principal siempre tendrá estrecha relación con una postura ideológica, política o religiosa; o dicho de manera más amplia esos actos de violencia son respuestas injustificables a un conjunto de prácticas culturales que ellos consideran ilegítimas.

No sería muy sensato decir que en la década de 1930 del siglo pasado, en Alemania la población fue inoculada con “judiofobia”, o con “diferencia-étnico-racial-fobia”. Lo que se produjo ahí (entre muchas otras cosas) fue la instauración un dispositivo que se valió de determinadas condiciones del contexto histórico para exacerbar ciertas sensaciones e ideas sobre la otredad que habilitó a odiar profundamente a todos los seres humanos étnica, racial y culturalmente ajenos a los parámetros hegemónicos.

Mi propuesta es que Ecuador no sufre una homofobia estructural. Creo que nombrar de esa manera lo que sucede aquí es ejercer una estigmatización que reduce la complejidad del problema. Nuestro país históricamente ha tenido serios problemas para aceptar lo diferente. Es tremendamente paradójico como en un país “pluriétnico y multicultural” se resiste tanto a ver al otro como un sujeto, como una persona con los mismos derechos. Somos férreamente clasistas, insoportablemente racistas y nunca entendimos que las diferencias culturales y la convivencia van mucho más allá de “tolerar” que un indígena se vista como indígena en la ciudad. Nunca hemos tenido significativo respeto por las diferencias religiosas, y tendemos a dudar de la moral y hasta de la inteligencia de aquel que no comparte nuestro sistema de creencias, cosa que hacemos incluso los agnósticos y los ateos. Liberales y conservadores (con todas las trampas implicadas en esa forma de entender posiciones sobre la cultura) somos gregarios y sectarios y no estamos dispuestos a entender estos problemas desde la perspectiva de que las culturas son más híbridas que las identificaciones.

La llamada “homofobia estructural”, es una forma reduccionista de nombrar a las múltiples manifestaciones de las tensiones en el encuentro entre culturas diversas, entre varias tendencias de la cultura hegemónica y las demandas de reconocimiento de un grupo subalterno más o menos específico.

¿Cómo llamar a esa forma de odio entonces? Actualmente en algunos círculos teóricos a ese tipo de manifestaciones se les denomina “heterosexismo”. Esta es una buena alternativa para avanzar con el problema de la nominación, en tanto dicho término permite alejarse de la apelación al aparato psicológico-científico normativizador, y reactiva el debate desde el plano de las diferencias culturales y las críticas a la cultura hegemónica. Este es un campo donde las transformaciones exigen tiempos lógicos y cronológicos más largos, pero a cambio, habilita la posibilidad de una verdadera inclusión de lo diverso en la sociedad, más allá de las imposiciones de etiquetas de normalidad o anormalidad sobre los sujetos.

Si la razón fundamental para que exista una marcada discriminación contra los miembros de la comunidad GLBT es una “homofobia estructural” de la sociedad ecuatoriana, entonces no habría otra forma más legítima y eficiente para cambiar eso que aplastar toda conducta discriminatoria con la pesada bota de las leyes y la fuerza judicial en general, dejando como resto de esa operación pústulas de odio cuyo destino más común sería la infección. El odio al odio genera más odio, y limita la posibilidad de que los sujetos conciban formas más ingeniosas, saludables y libres para lidiar contra la estupidez discriminatoria.

Es extremadamente problemático nombrar como “homofobia” a toda forma de articulación de ideas y prácticas contrarias a la búsqueda de igualdad de los grupos LGBTI. Entiendo que hay una voluntad jurídica ahí (a la que volveremos en otro momento) y que probablemente pueda resultar beneficioso a corto plazo para las minorías la posibilidad de clausurar la difusión de ideas y prácticas discriminatorias a partir de su prohibición por la vía de las normativas jurídicas. Sin embargo, no creo que ello aporte demasiado a procesos culturales que habiliten a un auténtico respeto a la diversidad que eche raíces en la sociedad a través de procesos culturales.

Es necesario entender que no toda manifestación de odio puede ser entendida como expresión de una fobia; que el odio de la diferencia no está tan vinculado con una patología estructural, como a procesos históricos y culturales que han dado forma a la cultura hegemónica; y que en última instancia, declarar al odio una enfermedad reduce la posibilidad de analizar y transformar democráticamente las condiciones sociales del odio a lo diferente.

No conviene, en definitiva, considerar al odio de la diferencia una enfermedad. Es algo mucho más grande y complejo que eso. Tampoco es adecuado suponer que toda muestra de disenso con las posturas de los miembros de comunidades LGBTI es indicio de intolerancia, y aun suponiendo erróneamente que así es, habría que preguntarse en qué medida el odio injustificable al otro puede o debe ser extraído del plano de las divergencias en las relaciones sociales y llevado al campo de la patología o de la sanción jurídica.

(¿Continuará?)

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[1] Este problema ha sido abordado de algunas maneras en GkillCity, a través de textos como los de @xaflag, @betomata . Mi propuesta es mirarlo desde la perspectiva de las prácticas culturales y los dispositivos de poder que las minorías usan como recursos, y problematizar un poco los efectos de esas prácticas.

 

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El viejo truco de la patologización de las prácticas culturales