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¿Es el objetivo de un gobierno prometer la felicidad de sus ciudadanos?

Hace un par de años le pregunté a una belga flaca, rubia y hermosísima cómo había decidido venirse a Venezuela. En ese momento salíamos del viejo Ateneo de Caracas, hoy intervenido y transformado por el gobierno en UNEARTES, la Universidad de las Artes.

Hacíamos un curso del que me retiré porque no se puede estudiar teatro desde el cinismo. Contribuía que salir de allí todos los días a las seis de la tarde era sumergirse en un tráfico que nos hacía llegar en hora y media a nuestras casas, en un recorrido de diez kilómetros. Pocos extranjeros visitan el país, y era una rareza tener su mirada extraviada y candidez maliciosa en las clases. Me dijo: “Busqué en google cuáles eran los países más felices del mundo, y como uno era Venezuela, pues decidí viajar acá”.

Eran los tiempos en que los motorizados comenzaban a tomar como suyas las vías rápidas de la ciudad: los resquicios entre carros y carros, el espacio entre retrovisores y brocales, entre los cauchos detenidos y el despeñadero del río Guaire, adyacente a la autopista. Es Caracas un valle entre cotas que no reniegan del Caribe, novecientos metros sobre el nivel del mar que desembocan, dependiendo del tráfico, más o menos rápido en la costa, después de una media hora de descenso. Es un país de titulares altisonantes, líderes folclóricos, petróleo y acompasados quiebres de cintura.

Este, entonces, es un país feliz. No sé si todavía lo sea.

Históricos ministerios

Sorprendimos al mundo con la creación de un Viceministerio para la Suprema  Felicidad del Pueblo Venezolano. Es uno más de los más de 30 en función. Todos tienen la fórmula “Ministerio del Poder Popular para” y su respectiva coletilla: “Transformación revolucionaria de la gran Caracas, Comunas y protección social, Pueblos indígenas”. Entre las responsabilidades del viceministerio está centralizar las Misiones, los planes sociales que el gobierno aplica en sustitución de políticas públicas.

¿Es tan sorprendente o descabellado este mote?¿Por qué no se le ocurrió a otro gobierno antes? El referente más claro es Orwell y, por supuesto, Corea del Norte. Pero no nos pongamos fatalistas, derechistas. No nos alineemos con los intereses de las transnacionales, el imperio norteamericano, la CIA, Mc Donald’s y el teléfono móvil —intervenido— de Ángela Merkel. Detengámonos para buscar contexto.

¿Es el objetivo de un gobierno prometer la felicidad de sus ciudadanos? Rastrear las nociones de este invento nos obliga a rescatar dos antecedentes enfrentados, para que no olvidemos nuestra retórica patria, entre colonias y oprimidos. En la fundación de dos naciones que hoy son socios comerciales pero supuestos enemigos de espíritu está asentado el concepto de felicidad.

En Venezuela, Simón Bolívar, el mil veces citado prócer latinoamericano, habla de la felicidad en su Discurso de Angostura, pronunciado en 1819. Allí, afirma el historiador Elías Pino Iturrieta, elabora un planteamiento que aspira a la profundidad y la coherencia sobre lo que debería ser el nuevo país en eclosión. Bolívar mira con desconfianza a un pueblo párvulo, heterogéneo y díscolo. Propone un sistema marcadamente presidencialista, un Senado Hereditario, un Poder Moral. Es una concepción de República pasada por el tamiz de la sospecha. De estas palabras proviene una de las tantas frases célebres del Libertador: “El sistema de gobierno más perfecto es aquel que produce mayor suma de felicidad posible…”. Y no nos apuremos con los puntos y seguidos, pues frecuentemente se olvida citar el resto de la oración que sigue de la siguiente manera: “… mayor suma de seguridad social y mayor suma de estabilidad política” [comillas nuestras, suspicaz lector].

En el Discurso, Bolívar cita once veces la palabra felicidad y, es menester advertíroslo, la relaciona con la virtud, pues “las buenas costumbres y no la fuerza son las columnas de las leyes”. Nos encuentra envilecidos por la herencia española: “Uncido el pueblo americano al triple yugo de la ignorancia, de la tiranía y del vicio, no hemos podido adquirir, ni saber, ni poder, ni virtud”. Y es deber de los legisladores de Angostura “constituir a hombres pervertidos por las ilusiones del error”.

El Libertador compara el gobierno de Estados Unidos con el que recién propone en Venezuela. Y, de plano, rechaza la aspiración federativa, pues “no estamos preparados para tanto bien”. ¿Para tanta felicidad?

En el germen de esta comparación que se hace desde 1819 está otra de las nociones de felicidad nacionales. Son los Estados Unidos, cuyos hijos hieden a azufre en la Asamblea General de las Naciones Unidas, quienes lo contemplan. En la Declaración de Independencia de 1776 está consagrado como derecho inalienable de cualquier ciudadano: “la vida, la libertad y la búsqueda de felicidad”. Pursuit of Happiness, frase que se ha hecho famosa gracias a la meliflua actuación de Will Smith o el desafuero electrónico de la mejor fiesta adolescente.

Es en el espejo del norte que nos empezamos a mirar, tan pronto como nuestras naciones se constituyen. Y en ese reflejo, cuestiones del lenguaje, hay unas precisiones que es mejor no olvidar. Los gringos le anteponen a la felicidad la palabra búsqueda. La felicidad, su golpe, su realización momentánea, no es un decreto sino una aspiración.   

La felicidad del consumo

¿Cuál es la suprema felicidad del pueblo venezolano? ¿Qué nos hace felices? ¿Qué hace que votemos, que suban nuestras respuestas positivas en las encuestas, que nos convenzamos de la futilidad del voto, que creamos en su poder democrático, que anhelemos un cambio de gobierno, un viraje, más socialismo, más capitalismo, más consumo, menos democracia, más desafuero, una salida violenta, quedarnos en nuestras casas, salir a las calles?

La duda se mantendrá, volátil, como ha estado estos últimos días.

Hemos visto la novedad de las fiscalizaciones, de los precios. Son horas haciendo colas para comprar. Ropa interior, zapatos, neveras, televisores, electrodomésticos, artículos deportivos, materiales de construcción. Es la algarabía del consumo, que hemos vivido más bien con ferocidad darwinista, con la esperanza de hacer sobrevivir los bolívares. Este año, según cifras del Banco Central de Venezuela, la inflación acumulada supera el 50%. La mejor forma de ahorrar  —en moneda nacional—, coinciden todos los economistas, es consumiendo. Y nadie ha sido tímido: los inventarios para tres meses se agotaron en tres semanas, reporta la prensa nacional.

En la avenida Francisco de Miranda, corazón comercial del Municipio Chacao, el de mayor ingreso del país, se pueden observar las filas. También en Sabana Grande, boulevard peatonal de altisonante vocación de compras. En los centros comerciales: Sambil –que por varios años ostentó el sitial del “más grande de Latinoamérica”-, Tolón Fashion Mall –de evidentes mayores pretensiones, CCCT – Centro Comercial Ciudad Tamanaco, uno de los primeros shoppings malls de aspiraciones totalizadoras-. 

Avisos de rebajas, estantes vacíos, entrada controlada, rejas cerradas mediante. Gente, filas que serpentean barandas, se precipitan por escaleras, pasillos, se riñen con el tráfico, magnetizan a los peatones que salen de sus oficinas. Estas ofertas son un salvavidas metafísico. Listas regidas por estricto orden de llegada y número de identificación, números en papel o marcados en la piel. Controles. Todos a la caza de la redención del porcentaje que se esgrime contra la inflación, que se levanta como estandarte en la cruzada contra el empobrecimiento.

Sería osado que afirmar que allí, en esas colas, somos felices, sin calificar con adverbios supremos.  En el reflejo de esas compras está borroneado el otro. ¿Será posible reponer inventarios? ¿Habrá otra oportunidad para que festejemos las rebajas? ¿Quién gana, quién pierde? Al fondo, el rumor del dólar paralelo, del control de cambios y de la baja en las reservas internacionales asusta con su estertor.

Hay una profunda perversión, un sino ominoso que preferimos ignorar. Algo oscuro, que no hemos entendido. O, al menos, que yo no entiendo. “Se drenó la presión de un estallido”, afirma otro diario venezolano, en palabra de psiquiatras entrevistados. Entre esos titulares, los conatos de saqueo y las lágrimas de los comerciantes forzados a rematar, seguimos amontonándonos.

Parece demasiado riesgoso. Parece que todos somos culpables. Los que compramos, los que suben y bajan precios, el Estado. Perdimos, en el camino, la cadena de valor, depredada por el rentismo, por el aluvión de petrodólares en los que se ha convertido nuestra historia.

Yo me sigo preguntando si todavía podemos ser un país feliz.