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Cómo el diablo trasciende en el tiempo y el espacio

La oscura sala del teatro se alumbra con la luz que se proyecta sobre una pantalla del tamaño del telón: Es fuego. En el medio se lee “Faust”. El público, que aún conversa en voz baja, se silencia con el quiebre de la orquesta. Ese grupo de músicos escondidos, de cuya presencia dan cuenta apenas los sonidos y los pedazos de batuta y manos del director que sobresalen de la plataforma.  

Sobre el escenario aparece un anciano en silla de ruedas. El personaje, con una mitad de la cabeza calva y la otra con delgados cabellos blancos, se lamenta de su vejez, llama a su muerte, le pide a dios la juventud. Su voz retumba en el teatro. Recuerda la magia de la ópera. La música evoca ternura y una suerte de lástima por Fausto, el hombre que ni siquiera tiene fuerza para moverse solo en su silla de ruedas y busca el suicidio. Entre sus lamentos reconoce que dios no puede devolverle la belleza y salud. El diablo sí.

Desde una butaca del teatro, alguien responde a la invocación. Es Mefistófeles. Alto, de pelo gris y cejas pronunciadas. Sorprende a unos y asusta a otros, sentados cerca, que no habían reparado en su presencia. Así, cuentan los cristianos, sucede con el verdadero demonio.

De frac gris y corbata concho de vino, el diablo le habla al anciano Fausto.

Se acerca al escenario y lo convence de hacer un pacto para devolverle la juventud que, para Fausto, es el “tesoro que lo contiene todo”. Aparecen tres chicas de negro, con pantalones y camisetas apretadas. Su vestuario resulta atemporal y, de alguna manera, desentona con el de los dos hombres. Mancebas de Mefistófeles, ayudan a Fausto a recuperar su cabello, su rostro sin arrugas, su ropa de joven apuesto y elegante. El hombre se levanta de la silla de ruedas. Parece tener, al menos, cuarenta años menos.

Como sombra, a través de la ventana, se pasea una esbelta mujer. Es una ilusión que el diablo ha creado para que el ahora joven Fausto se entusiasme con conquistarla, con recuperar esa capacidad de poder compartir con una mujer guapa y joven: Margarite.

Las elásticas mujeres de negro salen de escena. Fausto y el diablo mantienen un diálogo, un dúo vocal que impresiona, de nuevo, al público. En una silla, emocionada y en francés, una mujer dice “Excelente”. Los aplausos surgen enseguida. Mefistófeles mira a su audiencia, en un gesto de agradecimiento, astuto y encantador. Así es el diablo.

En la segunda escena, el tablado se abarrota. Son decenas de personajes. Todos desbordan un estereotipo de juventud: fortaleza, vicios, coqueteo, rivalidad. Juegan billar, futbolín, toman cerveza, se pelean mientras sus voces crean un juego extraordinario de tonalidades y volúmenes. Hay chicas con vestidos largos, elegantes, otras con sus blusas apretadas y negras, unos jóvenes militares y otros civiles. Todos se encuentran, se alejan. Es la diversión caótica de los bares.

No solo hay música y voces sino más movimientos. Un grupo de jóvenes, los que están vestidos de negro, llevan los ojos pintados de azul o rojo y un antifaz dibujado en su cara, empiezan a danzar. Es una mezcla de baile contemporáneo con breakdance. Sus pasos nunca desentonan con la ópera.

El diablo se pasea entre los jóvenes. No pasa desapercibido. Se para sobre la mesa de billar y los coros femeninos

– Satán  conduce el baile, donde brilla el ardiente metal”.

Valentine –joven, rubio, atractivo– es el hermano de Margarite. Se enfrenta a Mefistófeles. Al diablo siempre lo delatan sus palabras.

Fausto conoce a Margarita. La invita a pasear, ella lo rechaza. Todos los jóvenes atestiguan la humillación. Mefistófeles alienta al nuevo joven, le dice que lo vuelva a intentar, que está seguro ella caerá en sus brazos.

Detrás de la maldad

Se acaba el primer acto y hay un intermedio. Me cuelo en el backstage para tratar de entender lo que acabo de presenciar delante del telón. Adentro, en los corredores, se escuchan varias conversaciones a la vez, mucha bulla. Las voces de quienes interpretan cánticos fabulosos en francés, delante del telón, son muy quiteñas. Es un acento que no se percibe en la mágica ópera.

En unas escaleras, un chico entona romanticón “Y llegas tú y me sorprendió…” (una canción de Sin Bandera) a dos jóvenes que se ríen y coquetean. Más allá una chica, vestida de negro, descansa en la silla de ruedas donde apareció Fausto en la primera escena. Conversa con Jorge Narváez, uno de los integrantes de Drivers, el cuerpo de baile que acaba de interpretar el breakdance con ópera.

Más conocido como Geo –con mojo azul y un antifaz rojo dibujado alrededor de sus ojos– Jorge dice que es la primera vez que baila ópera, que nunca había tenido contacto con ese tipo de música, que ha sido una experiencia muy diferente a todo lo que ha hecho, que le gusta que la gente se dé cuenta que no es un simple baile callejero sino un talento que puede combinar con cualquier música.

Es una fusión súper interesante, dice Geo, y recuerdo cómo me sentí como espectadora entre el breakdance, las voces, los vestuarios de diferentes épocas…la combinación armoniosa de todo ello.

A lo largo del pasillo un grupo de jóvenes juegan con su voces y hacen vibrar sus labios.

  • Brrr, ahhh, brrr, ahh.

Mefistófeles también camina cerca y, entre risas, les pide silencio a un grupo que conversa muy alto. Cada uno descansa a su manera, esperando salir en otro momento al escenario.

Los percusionistas, a unas escaleras y un par de puertas de distancia, no esperan esa aparición. Ellos, de hecho, no pueden apreciar la obra completa porque su espacio es ahí abajo, junto a la orquesta que da la ambientación, emoción y sentido a todo lo que ocurre en escena.

Cuando bajo hasta una plataforma y veo las espaldas de los músicos –todos enternados– y sus partituras, hay algunos que ni se mueven, sumidos en concentración. Al final hay tres que lucen más relajados. Junto a ellos están el triángulo, los platillos y unos tambores. Uno de ellos se levanta y se sienta en un sillón dentro de otra sala donde hay agua y té para los músicos. Luego lo acompañan los dos músicos más, los del final.

Son Andrés, Daniel y Jimmy, tres percusionistas de la Orquesta Sinfónica Nacional que aprovechan los 20 minutos de no tocar sus instrumentos, para descansar. Aunque los instrumentos que ellos tocan son los que dan la emoción, la tensión, la alegría, el cierre a las composiciones, estos músicos pueden pasar hasta cuarenta minutos sin tocar una nota. Como el diablo, son pacientes y oportunos.

Mientras la orquesta suena y el volumen aumenta, Andrés alza la voz para decir que en los ensayos vieron las escenas y qué ocurría pero ahora, en este instante, no se imagina qué puede estar pasando.

La mirada menos ingenua

El folleto de esta obra producida por el Teatro Sucre, me da pistas sobre el segundo acto que me perdí mientras hurgaba en los camerinos: Mefistófeles ayuda a Fausto a conquistar a Margarite quien se enamora y esperará un hijo del hombre que pactó con el diablo. Regreso enseguida a mi butaca para apreciar el tercer y último acto, con una visión un poco más clara de qué hay detrás de la maldad, música y actuación.

Margarite aparece, embarazada, deambulando sola y lamentando el abandono de Fausto. Sus pasos son suaves, casi sensuales, a pesar de la tristeza en su rostro. Está condenada a ser juzgada, a ser mal vista por su hermano Valentine que ha regresado de la guerra.

Valentine, quizás el único en escena cuyas facciones revelan su origen extranjero, regresa de la guerra y se entera del embarazo de su hermana. La va a buscar a casa pero no la encuentra- En ese momento llegan Fausto y Mefistófeles. Los tres se enfrentan en una pelea de voces. Es uno de los momentos más potentes de la obra.

El público escucha atónito. Cuando termina la escena, aplaude desaforadamente. La orquesta empieza enseguida: no era el momento para aplaudir.

Dos personas con antorchas encendidas hacen malabares en el escenario. Hay silencio y un poco de expectativa sobre lo ocurrido y lo que ocurrirá.

Fausto y Mefistófeles aparecen en el pasillo entre el público. El diablo ha dejado el frac para usar una blusa de lentejuelas y una corona, ambos plateados. La imagen de demonio muta pero la maldad se mantiene. Es como si se burlara, como si nos recordara que el diablo, para ser el mal que es, no precisa de un atuendo específico.

El escenario con fondo rojo, endemoniado, se llena de hombres vestidos como mujeres. En una esquina hay más trasvestidos que representan a princesas, la principal es Cleopatra. Es el infierno. Fausto lo recorre y se aprovecha de sus placeres mientras Mefistófeles celebra la actitud de su nuevo integrante.  Orgías. Lujuria. Excesos. Alcohol. Mefistófeles sugiere que Fausto beba y así olvide que ha abandonado a Margarite.

En la última escena, una escalera con una cruz invertida, Margarite llora,, se lamenta y se su desquicio. Está presa por el crimen que ha cometido: Entre la locura y abandono mató a su hijo y es condenada por ello. Faust entra a la prisión e intenta rescatarla pero la mujer, creyente de dios y sus ángeles, lo rechaza y espera a ser absuelta.