¿Dónde está la frontera entre el uso y el abuso del automóvil?
La adicción se define comúnmente como una enfermedad ligada a la dependencia física y/o mental de una o varias sustancias, actividades o relaciones, que se da, principalmente, por la satisfacción que le brindan al individuo que la padece, quien además posee una predisposición genética.
La OMS (Organización Mundial de la Salud) utiliza el término fármacodependencia para referirse a ella y la define como “un estado en que el individuo necesita dosis repetidas de un fármaco para sentirse bien o para evitar sentirse mal” (OMS, 2003) reconoce a la adicción, exclusivamente, como la dependencia fisiológica a fármacos o sustancias.
La psicología amplía esta concepción biologista, centrada en la respuesta biológica a una sustancia, e incluye también la dependencia a sustancias, cosas o personas. Añade el componente ‘psíquico’. La respuesta no es, solamente, biológica sino que proviene, además, de la psyché (alma). El alma, o en este caso la mente, se aferra a aquello que alguna vez fue fuente de goce y, difícilmente, se resigna a dejarlo ir. La fuente de goce se vuelve una necesidad y el ‘adicto’ busca, por cualquier medio, procurar un encuentro con aquella. El contenido de las ideas se ve distorsionado y el pensamiento se centra en el objeto adictivo.
Una persona puede volverse adicta a cualquier cosa: las apuestas, el sexo, el internet, el automóvil, etc. La adicción tiene claros efectos sobre la persona que ve disminuida su calidad de vida, el deterioro de su salud y puede llevarla a su muerte. La calidad de vida se reduce ya que la persona empieza a dedicar, cada vez más, gran parte de su tiempo en la adicción y descuida el resto de ámbitos de su vida. Cuando la adicción es severa, la afección a la salud física es fácilmente detectable a través de la simple observación, sin embargo puede ser reconocida a través de un examen médico general. Por su parte, la mente cae en negación sobre la situación actual de la persona, las ideas se vuelven obsesivas en relación al objeto o sustancia del que se depende, entre muchos otros factores que se juegan en la adicción. Así mismo, la adicción afecta a terceros, al igual que cualquier enfermedad.
La palabra adicción proviene del latín addictio (ad – hacia, dicere – decir, indicar) que originalmente significaba ‘decir en favor de otro’, de donde se deriva la palabra addictus. El addictus era un deudor que, por su incapacidad para pagar, era entregado como esclavo a su prestador. El adicto es entonces un esclavo, alguien que se debe a alguien o algo.
Es importante hacer aquí una distinción fundamental que hace a la adicción, y es la diferencia entre uso y abuso. El uso está dado por la racionalidad y moderación que atraviesa cualquier actividad, mientras que el abuso conlleva, necesariamente, un uso irracional y excesivo. Es difícil trazar una línea entre estos dos, sin embargo la calidad de vida de la persona y el impacto sobre sus allegados son un buen indicador.
Salta a la vista que el abuso dado, comúnmente, al automóvil se asemeja al criterio que define a la adicción. El tiempo y los recursos dedicados a este son cada vez mayores, las horas perdidas en el tráfico, en las gasolineras, en la mecánica y en el autolavado.
La adicción se hace patente además en la necesidad, real o percibida, de usar el auto en cualquier circunstancia. No se concibe la posibilidad de traslado a través de otro modo de transporte. La ideación (proceso de formación de ideas) se ve distorsionada, las ideas se vuelven fijas y el discurso monotemático. El automóvil empieza a regir la vida del individuo, si existe ‘pico y placa’ la persona ‘no puede’ realizar ninguna actividad que implique un traslado, dado que su auto debe permanecer estacionado por ley y por extensión la persona debe hacer lo mismo. Las discusiones y quejas sobre la movilidad y los problemas que se generan empiezan a ocupar gran parte del día a día. La persona se ha convertido en un addictus, ahora se debe a su automóvil.
En lo que respecta a la parte física, el automóvil merma, significativamente, la salud de la población en general, tanto en quienes usan automóvil particular como en quienes no lo hacen. Terceros se ven afectados por la decisión personal de utilizar el automóvil como modo de transporte. La emisión de gases de los automotores es el principal contaminante del aire en las ciudades. Con el aumento del parque automotor aumentan las emisiones contaminantes y también las enfermedades respiratorias. Además estos gases producen, en gran parte, la lluvia ácida que aumenta la mortalidad de las especies marinas y de la vegetación dentro y fuera de la ciudad donde se generan.
El papel protagónico que juegan los gases, producidos por automóviles, en el efecto invernadero y el cambio climático es alarmante ya que afectan a todo el planeta. A pesar de que muchos dueños y dueñas de automotores son conscientes del daño que significa ese modo de transporte para su vida y la del resto, no son capaces de modificar esa elección nociva.
Existen casos, demasiado frecuentes, de personas que utilizan su automóvil para desplazarse distancias inferiores a un kilómetro, distancia que podría ser caminada o pedaleada. Así mismo, el abuso del automóvil ha llevado a un incremento en las enfermedades ligadas al sedentarismo. Las personas que dependen del automóvil dejan de realizar la actividad de locomoción más básica en la existencia humana, caminar; esto acarrea consecuencias graves como sobrepeso, obesidad, debilitamiento óseo, pronta fatiga, afecciones cardíacas, menor digestión, entre otras. Además, los accidentes de tránsito que involucran vehículos automotores se posicionan dentro de las principales causas de muerte en todo el mundo, convirtiéndose en una pandemia mundial.
La impotencia generada al estar estancado dentro de un río infinito de automóviles, aturdido por el ruido generado por estos (motores, bocinas y gritos) y respirando aire contaminado, hace que los niveles de estrés y agresividad en las calles escalen vertiginosamente. Personas que se cuelgan de la bocina, insultan desaforadamente desde el interior de sus vehículos sin ser escuchadas, otras incluso llegan a bajar la ventana para hacer escuchar sus gritos, otras aceleran peligrosamente para no ceder el paso al vehículo de al lado, son cuadros comunes en las horas de mayor tráfico vehicular.
Sin embargo la postura habitual sobre la adicción es moralista y equívoca, despoja al individuo de la responsabilidad de sus decisiones, considera que el sujeto es precisamente eso, alguien sujeto a algo, un esclavo de sus instintos y de la necesidad de satisfacer sus deseos irracionalmente, un deudor de la sociedad. La necesidad biológica se vuelve insoportable y la persona es arrancada de toda voluntad. Su voluntad ha sido abolida por el deseo que domina la totalidad de su vida. ¿Qué podría esperarse de un adicto, sino lo peor?
El adicto ya no es una persona. Es esclavo de una deuda social impagable y debe ser temido o compadecido.
Quien se aferra a su automóvil y lo defiende a toda costa, creyendo que es la única solución a sus problemas de transporte; generando las condiciones para que exista esa ‘necesidad’ y supliéndola con aquello que se cree es la única salida posible, una suerte de profecía autocumplida; una ‘solución’ que se apropia de espacios, físicos y temporales, cada vez mayores; que además afecta a otros, causando, incluso, la muerte; se asemeja demasiado a la descripción comúnmente dada del adicto: ideación distorsionada y monotemática, necesidad de dosis repetidas para evitar sentirse mal, incapacidad de desprenderse de aquello que causa malestar y considerar que el objeto atenúa el malestar que genera, etc.
¿Somos entonces, quienes conducimos automóviles, bestias irracionales obnubiladas por el deseo de continuar manejando nuestras máquinas hasta el infinito, sin reconocer el daño que presenta a nuestra calidad de vida y la de quienes amamos? Pareciera ser que la respuesta es afirmativa, sin embargo el automóvil es netamente una herramienta y nosotros elegimos, libremente, sobre el uso o abuso que le damos. El ‘adicto’ como tal es una construcción social, o más bien una deconstrucción social, del individuo en su independencia, cuyos escombros apisonan y esconden su esencia; a saberse, que posee y dispone, por libre elección, de una voluntad.
La adicción es, en consecuencia, una decisión libre de entregar la propia voluntad a un tercero, sea este una sustancia, un objeto o una persona. Quien se desprende de sus decisiones responsabiliza a ese otro sobre las consecuencias de sus actos, es una forma cómoda e infantil de hacer frente a las exigencias sociales. La única solución posible a esta problemática es fortalecer la voluntad, a través del ejercicio constante en la toma de decisiones y la aceptación de las consecuencias que provengan de ellas, es necesario dejar de lado la comodidad a la que nos hemos acostumbrado.
Es necesario dar cuenta de esta realidad, muchas veces obviada, sobre la que tenemos influencia directa e indirecta, y no presentar al automóvil, ni a quienes los conducen, como seres insensibles e irracionales, sino por el contrario mostrar que, indistintamente del modo de transporte que elegimos diariamente, seguimos siendo humanos. Poseemos una racionalidad y una voluntad dadas, y por más que quisiéramos negarlo, somos responsables de las decisiones que tomamos y de los efectos que puedan tener sobre nuestras vidas o la vida de los demás.
El uso indiscriminado, irresponsable e irracional del automóvil ha traído, y seguirá trayendo, consecuencias funestas para el planeta, sin embargo es innegable que representa una herramienta sumamente útil y en algunos casos necesaria. La clave recae, precisamente, en lograr esta distinción entre uso y abuso, entre herramienta y vicio, entre persona y adicto. Debemos olvidar aquella categoría social que aprisiona, sujeta y limita la volición, la libre determinación, y recordar y develar nuestra esencia, librarnos de las ataduras autoimpuestas. Debemos reencontrarnos con nuestra humanidad y devolvérsela a nuestras ciudades, por nosotros, por nuestros hijos, por un futuro…