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Para quienes están interesados en la literatura como modo de recreación del lenguaje, de deconstrucción de determinados discursos, de redescripción del mundo, resulta imprescindible, alguna vez en la vida, alejarse del canon y leer lo que flota fuera de la circunferencia. Allí, a una distancia considerable del centro, el lenguaje tiene otro modo de ser y los temas son abordados desde perspectivas que no necesariamente coinciden con las de la literatura canónica. Por eso puede resultar difícil para cualquiera de nosotros adentrarnos en estas lecturas periféricas: porque en ellas buscamos, de forma automática, los mismos valores que estamos acostumbrados a señalar en otras literaturas que, por el contrario, se enmarcan dentro de lo previamente validado por la crítica, la academia o las “voces autorizadas”. Como lectores no somos ajenos a este tipo de validaciones: cuando empezamos a instruirnos ya se ha dispuesto para nosotros una selección de obras cuya lectura es recomendada y que forma parte de nuestro acervo cultural. Nos hacemos a través de lo que leemos y de lo que elegimos como parte de una biblioteca personal y abstracta, pero sería ingenuo creer que esa biblioteca está exenta del orden de validación central. En este contexto es necesario mirar hacia las esquinas, no para arrebatarle su valor a las obras del canon, sino para aprender a leer aquello que no responde a las estructuras ni a las escrituras de gran prestigio, para aprender a leer la literatura exiliada del foco de atención y pensarla desde sus propias reglas del juego.

Desde esta mirada reivindicativa, si se prefiere, de literaturas poco promocionadas y, por lo tanto, poco leídas, me gustaría abordar el tema de la escritura pornoerótica de mujeres en Latinoamérica, su posición con respecto al canon y, más que crear respuestas al por qué de esa exclusión, plantear preguntas clave que nos ayuden a indagar en el tema, como por ejemplo: ¿Por qué la literatura del canon latinoamericano —lo mismo se podría decir del canon de otros continentes—, está sostenida por una amplia mayoría de —valga la redundancia— escritores hombres?

Aclaración sobre los términos “masculino” y “femenino”
No utilizaré estos términos, salvo cuando cite a otros que los hayan usado, porque mi intención no es abordar la literatura femenina ni la literatura masculina como relatos de género. Hablaré de literatura escrita por mujeres y de literatura escrita por hombres refiriéndome únicamente al sexo con el que los escritores nacieron, un sexo que, independientemente del género que ellos adopten más tarde, los ubica en una posición jerarquizante.

1.- Las aportaciones —y los problemas— de la crítica literaria feminista
Las aportaciones de la crítica literaria feminista son varias y abrieron camino a las mujeres para que pudieran escribir y, muchas veces escudadas con nombres de hombres, publicar. Creo que las más importantes son: a) Darle la palabra al sujeto subalterno (en este caso la mujer) para que pueda decirse a sí misma, b) Deconstruir un discurso paternalista, patriarcal, que tenía asidero en algunos textos literarios y que perpetuaban la inequidad de género, c) Cuestionar el canon literario y rescatar del olvido a muchas escritoras con obras de calidad que fueron, y siguen siendo, poco leídas.

La primera crítica a textos literarios escritos por hombres con la intención de evidenciar las construcciones de un imaginario de “lo femenino” que, a la vez, creaba lo mismo que enunciaba —al presuponer que determinadas características esencialistas eran “naturales” a las mujeres se formaba un imaginario social negativo—, fue realizada por Mary Wollstonecraft, la madre de Mary Shelley, quien analizó a la Eve de Milton en El paraíso perdido (1667) y a la Sofía de Rousseau en Emilio o de la educación (1762). Sin embargo, Virginia Woolf está considerada como la fundadora de la crítica feminista moderna con Una habitación propia (1929), en donde aboga por una nueva sintaxis; Woolf creía que escribir bajo la influencia, bajo la tradición de la literatura producida por hombres, provocaba que no hubiera un discurso contrapuesto al patriarcal puesto que las pocas escritoras que se atrevían a tomar la pluma acababan reproduciendo ese mismo discurso. Simone de Beauvoir habló del “mito de la feminidad” en la literatura y cómo éste incide en patrones culturales que contribuyen a que la mujer, como grupo, sufra cierta exclusión social. Kate Millet, considerada como la iniciadora de la crítica deconstruccionista de la escritura masculina, vio a la literatura como un lugar clave en donde se representaban los presupuestos de sujeción hacia la mujer. Para ella, el análisis literario podía contribuir a develar construcciones dañinas y, por lo tanto, permitir que éstas pudieran ser derrumbadas.

El problema, hasta este punto, era que ninguna de estas críticas había tomado como centro de estudio la obra de una mujer. A partir de 1970 ya podemos encontrar textos en los que se aborda la representación de la mujer y de “lo femenino” por escritoras: Judith Fetterley, por ejemplo, publica The Resisting Reader: A Feminist Approach to American Fiction (1978) y Elaine Showalter Towards a Feminist Poetics (1985). Showalter acuña el término “ginocrítica” para referirse al estudio de la literatura escrita por mujeres desde los rasgos que la diferencian de la de los hombres, es decir, el estudio de los abordajes que las escritoras hacen de temas que se consideraban propios de los escritores. Es así como la obra de algunas escritoras comienza a volverse central para la crítica. Hélène Cixous, Julia Kristeva y Lucy Irigaray, desde el feminismo de la diferencia, hablarán sobre la importancia de la corporalidad en los textos y cómo el lenguaje los construye. Sandra M. Gilbert y Susan Gubarg  en The Madwoman in the Attic (1979) hablan de “la ansiedad de la autoría” que siente la mujer al momento de escribir en contraposición con “la ansiedad de la influencia” de la que habla Bloom. En tanto que las mujeres no tienen una tradición propia, fuerte, sólida, a la que aferrarse y transgredir, su temor no era repetir lo que otras mujeres habían dicho, sino no ser capaces de crear. “La ansiedad de la influencia” sólo podría aplicarse a escritores dado que la tradición literaria es masculina y la voz de la mujer, si pretendía ser escuchada, debía adecuarse a ese discurso central.

Sin embargo, y como se vería más adelante con la crítica feminista negra, estos análisis funcionaban para un tipo específico de mujer: blanca, heterosexual y de clase media. Es por esto que la crítica se volvió hacia la mujer periférica y surgieron estudios desde el lesbianismo, el mestizaje, lo postcolonial, etc., con la intención de no totalizar la idea de una escritura de mujeres diáfana, uniforme y, por lo tanto, esencialista. 

En Latinoamérica, en cambio, la situación ha sido más convulsa y caótica, aunque no menos interesante. No ha habido escuelas ni teorías, pero sí múltiples perspectivas de análisis que, por otro lado, han permitido el eclecticismo entre ciertas posturas rígidas. La búsqueda de teorías literarias latinoamericanas se pueden encontrar en los trabajos de ensayistas como Ángel Rama, Antonio Cornejo Polar, Roberto Fernández Retamar, Ana Pizarro, entre otros. Ésta última ha abordado la crítica literaria de autoras como Gabriela Mistral y Marta Traba, así como la investigación del discurso de la mujer dentro de la literatura latinoamericana del siglo XX. Si retrocedemos en el tiempo podemos mencionar a algunas precursoras de la crítica literaria feminista en nuestro continente:  a finales del siglo XIX escritoras como Clorinda Matto de Turner, Lindaura Anzoátegui, Mercedes Cabello y Juana Manso, denunciaron por medio de sus obras la sujeción de la mujer. Victoria Ocampo, años más tarde, escribiría “La mujer y su expresión”, en donde planteó la necesidad de que la voz de la mujer interrumpiera la conversación que durante años se había desarrollado solo entre hombres y en la que se hablaba precisamente de ella para definirla desde los parámetros de “lo femenino”. 

La escritura de la mujer, entonces, se vuelve imprescindible para quebrar determinados imaginarios y la crítica se convierte en una herramienta que revaloriza su lenguaje periférico.

2.-¿Existe una escritura de mujeres?

Puesto que hay mujeres que escriben, la pregunta por sí sola parece tener una respuesta bastante obvia. Sin embargo, voy más allá: ¿De qué hablamos cuando hablamos de escritura de mujeres? ¿Hablamos sólo de mujeres escribiendo o de un corpus textual que tiene características comunes o nexos ocultos? Uno de los principales errores, desde mi postura, de cierta crítica literaria feminista ha sido pretender definir la escritura de mujeres; esto es, darle una unívoca forma, encasillarla e, incluso, volverla esencialista. El feminismo francés de la diferencia, con exponentes como Hélène Cixous, por ejemplo, regresó al imaginario de “lo femenino” desde la inmanencia, lo telúrico, lo corporal y, con ello, limitaron el carácter heterogéneo de dicha literatura. Elaine Showalter, en cambio, encuentra que si bien la escritura está marcada, entre tantas cosas, por el cuerpo sexuado, ésta no procede del cuerpo-en-sí, sino de la descripción sociocultural que hacemos del cuerpo. La descripción de una mujer blanca, heterosexual, de clase media, no es la misma que la descripción de una mujer afroamericana y lesbiana, o la de una mestiza, o la de una indígena. Por lo tanto cuando hablamos de la escritura de mujeres hablamos, en realidad, de muchas formas escriturales que convergen en un solo punto: el ser construcciones de voces subalternas con una experiencia de exclusión sexista.

Si es que, hoy por hoy, se quiere hacer una crítica literaria de obras producidas por mujeres, lo interesante está en, como dice Showalter, develar en esas representaciones los factores culturales que llevan a hombres y a mujeres a abordar un mismo tema con enfoques contrarios. En este marco la escritura de mujeres puede —en muchos caso no lo ha hecho— funcionar como quiebre en la estructura narrativa de una sociedad y, desde esa rebelión, subvertir determinados discursos.

Sobre la calidad

Siento necesario aclarar que cuando hablo de escritura de hombres y escritura de mujeres lo hago refiriéndome únicamente a la producción con logros literarios y, por lo tanto, aquella que consigue levantar un lenguaje con descripciones interesantes y sugerentes. De no darse esta condición las obras no conseguirían ni posicionarse en el canon ni desafiarlo exitosamente.

3.- Escritura pornoerótica de escritoras latinoamericanas

Llamo a este tipo de literatura “pornoerótica” porque, si bien no existen en Latinoamérica obras puramente pornográficas escritas por mujeres, las hay que mezclan el erotismo —entendámoslo como la sublimación del placer— con rasgos pornográficos —entendámoslo como lo obsceno/abyecto del placer—. En nuestro continente no se ha escrito una Historia de O  —fantástico ejemplos de literatura pornográfica escrita por una mujer—, pero sí existe una tradición de obras que juegan con el límite entre lo erótico y lo pornográfico. No voy a hacer un catálogo de escritoras porque escapa a los objetivos de este artículo; prefiero centrarme en explicar por qué esta literatura periférica me parece interesante e importante y mencionaré, de paso, a unas cuantas autoras que me ayuden a defender mi propuesta.

Cuando hablamos de obras pornoeróticas ya estamos refiriéndonos a una literatura que hasta hace pocos años era completamente invisibilizada, no sólo por la censura moral a la que desafiaba, sino por ser considerada “baja literatura” por tratar temas de dudoso prestigio. Mucho más invisibles eran los productos literarios de este tipo que resultaban ser escritos por mujeres. Si bien en la primera mitad del siglo XX hubo escritoras que abordaron el erotismo, sobre todo en la poesía, como Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou, Dulce María Loynaz, etc., sólo en los años 60 las escritoras comenzaron a escribir novelas y relatos de este tipo. Lo erótico y lo pornográfico, en sus distintas facetas, han estado siempre vinculados con lo político porque tratan el cuerpo, el deseo, la sexualidad y el género —todos puntos sensibles de cualquier sociedad—. Las escritoras de principios del siglo XX que tocaron el tema del Eros y que con ello plantearon a la mujer no como objeto de deseo —discurso de la escritura de hombres—, sino como sujeto deseante, sufrieron los ataques y humillaciones de otros intelectuales y de la sociedad en general. Las escritoras de los 60 tampoco se libraron de esta situación: en una antología de relatos eróticos argentinos, el prologuista Enrique Amorim escribe refiriéndose a la escritura de la única mujer que consta en la colección como  “excesivamente viril” y “demasiado fuerte”. En la misma década Ángel Rama antologa a cuentistas latinoamericanas que tratan lo erótico en sus relatos en Aquí la mitad del amor (1966). La doble transgresión —ser escritora y escribir sobre sexo—rompía con el discurso del imaginario cristiano mujer=virgen, madre, santa para gestar una nueva forma de representación que diera cabida a la mujer dentro del arte y de la vida intelectual.

El boom de los años 80 de este tipo de literatura es poco mencionado y poco leído en la actualidad. La razón está en que ninguna de estas autoras —Inés Arredondo, Luisa Valenzuela, Alicia Steimberg, Tununa Mercado, Cristina Peri Rossi, Griselda Gambaro— entraron al canon a pesar de ser reconocidas por el valor literario de sus obras. Sólo puedo aventurar una posible respuesta a esta situación: la divergencia que existe entre su lenguaje literario y el de la literatura que fue erigida como representativa de la producción latinoamericana. Los temas que estas escritoras abordaron en sus obras no fueron, tampoco, los de más alto prestigio y, precisamente por ello, me parece relevante leerlas: porque al construir un lenguaje, una sintaxis propia, para tratar lo pornoerótico, su literatura se vuelve política y subversiva; se convierte en un contrapoder. 

La literatura de los márgenes que consigue crear su propio lenguaje, uno que exprese una experiencia invisibilizada, es valiosa porque es disidente y, al serlo, es más literaria que ninguna otra —si entendemos a la literatura como un arte en movimiento que busca constantemente ser representación, pero, sobre todo, contra-representación—. Es significativo que no existan obras puramente pornográficas escritas por mujeres en Latinoamérica. Quizás se deba al desprestigio que tiene el término mismo en el uso común del lenguaje. La discusión sobre erotismo y pornografía pone en relieve cómo lo moral puede empañar la crítica de un texto literario: muchas autoras han defendido escribir textos eróticos y no pornográficos porque la pornografía, según la visión colectiva, no puede ser arte. El mismo término se utiliza para denigrar productos culturales, de modo que las autoras lo rehúyen. Todavía no ha habido una reapropiación de la palabra pornografía para resignificarla en literatura. Sin embargo, “el erotismo” se queda corto para hablar de la obra de autores como Sade —que en la actualidad es considerado un escritor de alto nivel—, obra en donde la sublimación del sexo existe, pero a través de lo obsceno y de lo abyecto. Aún así creo que el juego que desarrollan algunas escritoras latinoamericanas bordeando el límite que separa a lo erótico de lo pornográfico nos habla de un intento de ir hacia las zonas más oscuras se la sexualidad como representación.

Y ese intento posee un valor incalculable.

Bajada

¿De qué hablamos cuando hablamos de escritura de mujeres?