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Por qué deberíamos renegar más de la seguridad que nos ofrecen

Querer regular el internet es como querer beberse el mar con una cucharita de té. No sólo va a terminar uno desquiciado por lo absurda de la tarea –querer beberse el mar ya sería bastante despropósito– sino porque tomar agua salada no tiene otro propósito que el de enloquecer a quien lo hace. Sin embargo, en el Ecuador hay gente que se ha puesto como tarea beberse el mar. Eso no debería sorprendernos: cada cierto tiempo alguien aparece con una idea tan peculiar como aislada, especialmente en épocas de fervor revolucionario.  La propone, se gastan un par de bromas y se la desecha. Nadie suele salir lastimado. 

Con la propuesta del artículo 474 del proyecto de Código Integral Penal sucede todo lo contrario. Es una más de las manifestaciones de esa convicción de que la regulación es la salvación total y absoluta de la vida en sociedad. Más allá de las cuestiones legales y los enredos técnicos que el intento de regular lo que los ecuatorianos vemos en Internet conlleva, lo que subyace es una pregunta que tal vez no nos estamos haciendo: ¿qué sociedad queremos construir? Según la última evidencia, lo que queremos es una sociedad del control y la vigilancia, donde nada, ni nadie se escape.

En un país en el que el mantra de las élites solía ser “tú no sabes con quién te estás metiendo”, donde la prepotencia era una justa aspiración y el abuso una declaración de estatus, era comprensible y evidente la necesidad de establecer ciertos parámetros de institucionalidad y regulación que limitasen los excesos de buena parte de esas élites. La cuestión es que el Ecuador se convertido en un carro de carreras: va de cero a cien en cuestión de segundos. Y el acelerador regulatorio ha sido pisado a fondo.

En esa vorágine regulatoria, pasan cosas como las de este artículo del proyecto de Código Penal que pretende regular el internet. No me preocupa demasiado el que se apruebe. Estoy seguro que será otro de esos delitos –como el aborto– que jamás se denuncian, por los que nadie va a la cárcel. Creo que está destinado a dormir para siempre en un bodoque normativo. Lo que me preocupa es que se discuta. Que la Asamblea, que se supone está obligada a hacer respetar la voluntad de sus mandantes, reciba ¡a un policía! para que explique la necesidad de crear este tipo de delitos. Y lo han hecho con toda la seriedad del mundo, se han puesto sus corbatas y sus trajes de dos botones, se han peinado y han dormido bien antes de llegar. Le han dado la importancia que, creen, el asunto tiene. Parece que actúan de buena fe. Pero la verdad es que invitar a un policía para que diga cómo deberían estar escritos los delitos es como pedirle a un obsesivo-compulsivo que haga las reglas para ordenar una librería. No sólo hará lo suficiente para que los libros tengan un orden lógico y amigable, sino que diseñará toda una serie de mecanismos y recursos para evitar que los libros se caigan de sus estanterías. Exagerará el número de veces que hay que limpiarlos al día y montará en cólera cuando alguien, por error o desidia, ponga un novela entre los ensayos. Lo que le faltaba al Ecuador: pasar de catatónico a psicótico. 
La policía no está para escribir la ley. Está para hacerla cumplir y debe hacerlo en un estrechísimo margen de acción. En el mundo –y parece que en el Ecuador– nos estamos olvidando de eso. Queremos hacerle el trabajo más fácil a los que deben tenerlo más difícil. En Estados Unidos –que de los neuróticos que habitan el manicomio en que se está convirtiendo el mundo es el que se cree Napoleón– un hombre de Nuevo México se pasó un disco pare. Cuando fue detenido por una patrulla de caminos, el policía –según su propia declaración– notó que el tipo “apretaba la nalga”. Así que, bajo la sospecha de que el individuo escondía drogas en su cuerpo, consiguió una orden judicial para que le hagan una radiografía al sospechoso. Como no encontraron nada, le revisaron el ano digitalmente dos veces. Como no encontraron nada, le hicieron una enema y lo obligaron a defecar en frente a los doctores y policías y revisar su propia mierda. La droga seguía sin aparecer. Así que le hicieron dos enemas más y una última radiografía. Finalmente, lograron que un juez ordene una cirugía forzosa y le hicieron una colonoscopía. Hace pocos días, también, la Policía del Ecuador hizo una redada en una departamento de Quito donde funcionaba un “club deportivo” ¿El delito que ahí se cometía? Póker. Yo tengo unos amigos que juegan todos los jueves, espero que no les toque el día en que un escuadrón del GIR les tumbe la puerta y se los lleve a todos por viciosos. A veces las cosas van más allá de lo anecdótico. En Inglaterra, en 2005, Juan Charles de Menezes, fue asesinado por la policía cunado lo confundieron con un terrorista. Desde el once de septiembre de 2011, hemos invertido nuestra escala de valores: donde solía estar la privacidad, hemos puesto la seguridad; donde estaba la libertad, hemos acomodado el control.  

Hay cierta gente a la que le gusta. Hay gente que cree que encerrarse detrás de un paredón que tiene una sola puerta de entrada y de salida y en la cual todo el mundo se anuncia es, no solo un acto de astucia, sino de supervivencia. Otros están felices con las miles de cámaras que se instalan en todas las esquinas del país. En realidad, son ilusiones, engaños, calmantes. No se dan cuenta que viven igual que los berlineses y que las garitas de sus ciudadelas son diminutos Checkpoints Charlie. El control, la ilusión del control para ser más precisos, comienza a gobernar nuestra vida y hoy quiere gobernar nuestro Internet. No hay que engañarse: la ilusión del control no radica en tener o no la capacidad de dominio de las acciones –que, a la larga, es posible luego de mucho dolor y sufrimiento– sino en el suponer que es uno quien sostiene la rienda. Siempre es alguien más. 

En Utah, el gobierno federal norteamericano construye un centro de acopio de información que utiliza más de dos mil trescientos metros cuadrados de servidores y millones de litros de refrigerante par almacenar toda la información que sus diecinueve agencias de inteligencia recopila. La capacidad de almacenamiento de texto se mide en yottabytes, que equivalen a un quintillón de hojas de texto. Ese centro, el Utah Data Center, tiene la capacidad de almacenar dos librerías del Congreso norteamericano cada cinco minutos. Si alguna vez alguien escribió un mail en el mundo está ahí. 

Lo peor es que hay gente a la que nade de eso le molesta “porque no tiene nada que esconder”, “porque las murallas sí protegen”, “porque las cámaras evitarán los delitos”. Ese es el mismo argumento que se escuchará entre quienes quieran que se apruebe el artículo 474 ¿Desde cuando la privacidad es patrimonio de los delincuentes? 

Hay gente en el mundo, con mejores nociones de libertad que la nuestra, que ha demandado a Google por sus carros de StreetView. Otros han comprendido que las elevadas tapias de las ciudadelas cerradas no protegen, sino que estupidizan. Muchos no están dispuestos a que el gobierno almacene sus correos, sus movimientos en la red, no porque tengan algo que esconder sino porque aún están conscientes de que el derecho a esconder, a esconderse, es inherente al ser humano. Hay que entender que la verdadera seguridad no se mide en la cantidad de regulaciones y de policías atareados, sino en la capacidad del ser humano de desarrollarse en su entorno sin que nadie, especialmente el Estado, lo lastime, denigre o afecte por ser él mismo. 

Mientras creamos que la seguridad es una cámara en cada esquina y una puesto policial en cada barrio, seguiremos tolerando que nuestra vida sea invadida, ya sea en los espacios físicos o virtuales en que nos desenvolvamos. Es evidente que, planteada como está la discusión, es muy probable que el texto legal se apruebe. Será apenas causa y efecto. El que la sociedad occidental haya creado los presupuestos ideales para que se dé esa discusión es lo grave, porque es la clase de ideas que debe ser descartada de entrada. Y aquí ha sucedido lo contrario: ha sido tomada sin percibir el tufo de amenaza que emana. Es el tipo de regulaciones que anula la vida, que sucede en los intersticios que hay entre los espacios regulados. Es ahí donde suceden la muerte, el amor, el desengaño, la tristeza y lo maravilloso. Por eso es que los burócratas son los seres opacos que son. La felicidad no está en un plan, ni en una serie de prohibiciones impuestas sino, precisamente, en los espacios donde as desafiamos. Creer que quien está seguro está feliz, que quien está controlado es bueno es creer que la vida viene con un manual de instrucciones.