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Algún día los quiteños regresarán a Quito. Lo harán en bicicleta o a pie

No sé manejar. Nací sin ese chip. He tomado clases de manejo dos veces, saqué un 20/20 en el examen de Aneta, pero no sé manejar. Tengo 25 años y estoy consciente de que es una desventaja, pero tampoco me quita el sueño aprender. En Quito –a la que volví después de haber vivido seis años en Buenos Aires, donde el transporte público no es una maravilla, pero funciona–, manejar un vehículo es una fuente inagotable de estrés: el tráfico es insoportable, la gente maneja muy mal, es imposible encontrar un parqueo, todo es lejos, todo es tedioso. Me enfrenté a una ciudad que da la espalda a sus peatones. Y a sus ciclistas. Y a todas las personas que no pueden, o no quieren, comprarse un auto.

Al principio, decidí usar la Ecovía, porque es práctica. Recorre puntos clave de la ciudad y es mucho más rápida que los buses normales, pues, obvio, tiene su propia vía. Quizá esos seis años en Buenos Aires me habían vuelto optimista, porque en retrospectiva no sé qué mierda estaba pensando. La Ecovía es un desastre, los buses pasan sin ningún tipo de orden: a veces tres seguidos, a veces ninguno en 30 minutos. Siempre llenos a reventar. Siempre la misma puja entre los que entran y salen porque todos, sin falta, quieren ser los primeros. Siempre la paranoia, justificada, de salir de ahí semi asfixiada y sin celular o billetera. Todas esas cosas, que parecen normales a fuerza de costumbre, se me hacían inconcebibles.  La gota que derramó el vaso fue el día que el chófer de uno de los buses le cerró las puertas automáticas en la cara a una chica con un embarazo avanzado, provocando que ella y su panza quedaran atrapadas.  Cuando el conductor por fin abrió las puertas de nuevo, gracias a los gritos alarmados de los que rodeábamos la puerta, la mujer entró, en silencio y sin armar el escándalo que yo habría armado en su lugar, y tuvo que ir parada el resto del camino porque nadie se tomó la molestia de cederle un asiento. La indignación me quemaba el paladar. Nunca volví a subirme a la Ecovía.

La segunda opción fue viajar en buses normales. Son azules y hay miles. Al principio es bien jodido, para una persona ajena a la rutina diaria, determinar a dónde va cada bus y cuál es su recorrido exacto. Una tiene que leer al vuelo un cartelito colocado a la derecha del chófer que enumera barrios o zonas amplias de la ciudad y medio calcular si es que ése es el indicado. No hay una guía impresa, ni online, en donde un usuario pueda verificar los recorridos de cada bus. Suerte o muerte, así funciona.

Los choferes de los buses azules, estoy segura, manejan una red de apuestas clandestinas para ver quién completa su recorrido más rápido y violando impunemente la mayor cantidad de leyes de tránsito. Paran donde y cuando les da la gana, abren las puertas traseras solo si amanecieron de buen humor, toman los semáforos como simples sugerencias y se cabrean cuando el peatón o el ciclista pide el paso. Y, claro, van todo el tiempo echando charla con el cobrador, vacilando a las chicas que se suben, socializando con los vendedores ambulantes y pasando bello. Todo esto, que para miles de personas es absolutamente normal, a mí me resulta insoportable.

Ni siquiera mencionaré a los taxistas, todos conocemos sus artilugios.

Entonces decidí caminar. Estaba acostumbrada a caminar muchísimo gracias a esos años en Buenos Aires, donde la geografía es bondadosa y el terreno es uniforme, sin bajadas o subidas drásticas como las que tiene Quito y donde existe el concepto de vereda. Y donde hay, por supuesto, un montón de psicópatas al volante pero también una tendencia general a darle paso al peatón. En fin. Empecé a caminar al trabajo, que queda a unos 35 minutos de mi casa, si le meto buen ritmo. Empecé a caminar siempre que podía, siempre que las distancias no fueran absurdas o las subidas imposibles y dentro de un horario seguro y razonable –la ciudad, se sabe, deja de ser transitable para el peatón cuando cae el sol–. Organizaba mis tiempos para llegar puntual, y entonces caminaba, por ejemplo, a ruedas de prensa, y a citas con entrevistados, a Carondelet para un conversatorio con  el Mashi y a las prelis con mis amigos y al cine y al Super.

Utilizaba esos momentos para ejercitar mi capacidad de observación, me cruzaba con situaciones y personajes extraños y ajenos, invisibles, inexistentes, para las personas que van encerradas en sus autos con aire acondicionado y mala música en la radio.

Descubrí que hay un Quito paralelo, una ciudad totalmente distinta, inexplorada para quienes van de su casa, a su auto/cápsula y luego a su oficina, todos los días. Me encanta caminar la ciudad. Me rehúso a pensar que es una utopía.

No lo es. Descubrí que, contra todo pronóstico, una buena parte de la zona norte-centro de la ciudad se puede recorrer en bicicleta. Con descubrir me refiero a que, un buen día, me trepé en mi bici para ver por mi misma de qué se trata esto de la “movilidad alternativa” que tanto auspicia la cuestionable administración del señor Barrera. Se puede. Sí, hay que tener un grado de pericia y de ganas y estar muy atentos porque los conductores siguen creyendo que los que no estamos sentados detrás del volante de un carro tenemos menos derechos. Pero se puede.

En Quito la gente se olvidó  de que las calles les pertenecen. Es cierto, es una ciudad peligrosa, donde los asaltos son parte de la vida cotidiana, me ha pasado. Además, es más rápido si manejas, es más cómodo si manejas, es más práctico si manejas. Eso es lo que muchos repiten como un mantra.  Pero esos son los mismos que luego se quejan de que el tráfico es insufrible y de que transitar esta ciudad es cada vez más estresante y de que el Pico y Placa no sirve para nada.  Se olvidan de que, cada vez que se quejan del tráfico, ellos son el tráfico.

No soy –demasiado– ingenua: es imposible pensar en una ciudad donde todos dejen sus autos y se suban a una bicicleta. Pero es una locura que en un lugar donde viven dos millones de personas existan cerca de 450.000 vehículos privados. Esta ciudad concentra el 45% del parque automotor del país.  La tasa de crecimiento anual del parque automotor de Quito es de ¡once por ciento! Eso quiere decir que en el 2014, en Quito habrá cuarenta y nueve mil quinientos carros más.

Es una locura, por no decir una estupidez, que existan personas que compran un segundo vehículo para evadir el pico y placa y se crean brillantes por hacerlo.  Es preciso no ser parte de esa falta de sindéresis colectiva. Lo que menos necesita esta ciudad son más autos. Y lo que necesita, con más urgencia, es mejorar su transporte público, ampliar el alcance de las ciclovías y trabajar efectivamente en el combate a la inseguridad, a ver si así, finalmente, los quiteños vuelven a Quito.