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Cuando llegué a Alemania, en el ocaso del pasado siglo, lo que más extrañaba en esta tierra lejana  no era  mi mamá, ni la playa, ni los ceviches, sino —aunque les cueste creerlo—:  el agua helada y la empleada.  No una empleada en concreto de las muchas que trabajaron en casa, sino la empleada como institución. La persona encargado de cocinar, lavar, ordenar, planchar y también de hervir el agua insalubre de Guayaquil para desparasitarla. Con el agua hervida se llenaban las botellas de whisky recicladas de las chupas de mi viejo que, ya sin etiquetas y desnaturalizadas de su original esencia,  se guardaban en el compartimento inferior de la puerta de la refri a esa temperatura conocida como la heladez perfecta.  

Al llegar del colegio con el uniforme transpirado  en una calurosa tarde de  invierno, no había nada mejor que abrir la refri y agarrar una botella escarchada y tomarme a pico medio litro de agua helada mientras una gota de sudor resbalaba por la cara y la empleada me regañaba: 

—Niño, no tome del pico. 

En Alemania, nunca más volví a tomar agua de esa manera tan placentera y mucho menos tuve una empleada que me regañara.

Mi mamá nunca me advirtió que aquí y en el norte de Europa las empleadas domésticas casi no existen, algo muy —pero muy— lamentable. De haber tenido eso claro, a lo mejor no me hubiera largado del Ecuador. Y seguro me hubiera ahorrado muchísimas discusiones, cabreos y peleas con mi mujer y mis hijos:  casi todas tienen su origen en el hecho de que no tenemos empleada. “Friedrich, maldita sea, cuelga ya tu ropa que lleva más de tres días en la canasta y está apestando”, “Leon Andrés, me has vuelto a dejar sin calzoncillos, ¿por qué no lavas los tuyos en vez de robérmelos a mí?”, “¡Karl, quítate los pupos antes de entrar que me estás llenando de tierra la sala!” “¡Bärbel, otra vez se te quemó el arroz, Scheiße!”.  Siempre hay trabajo doméstico que hacer: el pilo de ropa sucia, los platos sucios, la refrigeradora que nadie limpia, las telarañas de las esquinas, las camisas sin planchar. Así es la convivencia, llena de los reproches mutuos por el desorden invencible que más de una vez han acabado en gritos. 

En esas noches en las que después de una pelea me toca dormir en el sofá, suelo evocar probablemente el episodio más bonito de mi juventud y quizás haste de mi vida. Tiene como protagonista a Azucena. Ella no era una empleada, sino la hija de una esmeraldeña que mi abuela contrataba cuando nos íbamos de vacaciones a la casa de  la playa. Habré tenido unos once años. Azucena también. Yo solía ir a caminar en la playa para recoger caracoles mientras Azucena ayudaba su madre a preprar el almuerzo. Al volver de mi caminata, le entregaba los caracoles a Azucena y ella, sentada en el escaloncito de la puerta de servicio, les sacaba el animal y me los entregaba limpios para que hiciera con ellos unos collares que luego le regalaba a mi abuelita. Una vez Azucena y yo nos acostamos. Mi abuelita nos descubrió y para las siguientes vacaciones contrató a otra cocinera.

De chico, cuando me enfermaba y no podía ir al colegio, me quedaba en casa convaleciendo. Habitaba el reino fragante, matutino, estructural y sinfónico del trabajo doméstico. Recuerdo esas horas que empezaban con el ruido de la aspiradora, luego el olor del Pinoklin con el que la empleada trapeaba las baldosas, los vahos de cilantro, del apio, de las lentejas, la voz patética de un predicador evangélico que la empleada escuchaba en su radio de transistores mientras planchaba nuestros uniformes y mi hermanito Lucas jugaba en el suelo del cuarto de planchar, ese santuario con olor a camisas limpias y calientes que es para mi la quintaescencia del hogar y la familia. Afuera, el camión del gas con su ruido de fierros y los hombres que bajaban las bombonas y coqueteaban con las empleadas, el frutero voceando “¡Lleva las naranjas!” a través  de la tecnología de su megáfono low fi, el afilador con su rondador, el panadero con su bocina, el camión de la basura y el guardián que venía a pedir un vaso de agua helada.

Ahora, en cambio, cuando no voy a trabajar y  me quedo en casa porque dizque estoy enfermo, casi no penetran a mi departamento sonidos callejeros, ni se llena la casa con olores de caldos, ni se escuchan el rumor del trabajo de nadie. Solo oigo dentro de mi cabeza una queja silenciosa que dice: “Anda a recoger las botellas de whiskey que te chupaste con tus amigotes, que no tienes empleada, y a arregla la casa antes de que llegue Bärbel y te arme un berrinche”.

Yo nunca me he interesado mucho por la política. De hecho, mi interés por ella quedó prácticamente sepultado después de que mandé una petición al Congreso alemán proponiendo que se le otorgue pasaporte alemán a todo hombre que orine sentado. Le hicieron caso omiso. Sin embargo, en las últimas elecciones estuve revisando los programas de los diferentes partidos en busca de alguna propuesta que diga algo como “Nuestro partido está por garantizar el acceso de todo ciudadano a una empleada doméstica, como derecho universal e inalienable”. Pero nada que ver, así que no fui a votar.

Yo a Ecuador no voy muy seguido, pero creo que más temprano  que tarde regresaré definitivamente. No será porque me separe de Bärbel, ni para ir a acompañar a mi mami en su vejez. El motivo tampoco será ir a pelear por la herencia de mi viejo con mi hermano Lucas, que se ha convertido en pastor evangélico y que él —por supuesto— quiere quedarse para su secta. No iré para tener una casa frente al mar, pasear por la playa y comer ceviches. No iré por la nostalgia que a veces me embarga. Yo regresaré para tener una empleada.

Bajada

¿Puede la señora que cocina, plancha y lava  ser la mayor de las nostalgias?