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Las últimas dos semanas habías pasado noches terribles, Clara. Abrías y cerrabas las puertas de los dormitorios, deambulabas descalza por los corredores, asegurabas ventanas, cerraduras, cajones; te sentía entrar y salir de tu habitación, suspirar, cambiar de posición sobre la cama —los resortes del colchón y el peso de tu cuerpo componían un reclamo o una súplica—, te escuchaba encender uno, dos, tres cigarrillos en menos de una hora y el humo de la pequeña fogata seguramente ascendía en una llamada de auxilio hasta que, sin respuesta, sin nadie que leyera el mensaje, te decidías a despertar a Guillermo y él te miraba sin verte, te oía como si fueras un pájaro con el horario trastocado que insistía en cantar cuando no había luz,  un pájaro de caricatura que picoteaba su puerta todas las madrugadas, rompiendo el cascarón de su descanso para decirle que había alguien más dentro de la casa, siempre como si fuera la primera vez. Yo aprovechaba esos ratos para salir al pasillo a pesar de que detrás de la pared entendía mejor que nadie el lenguaje de los ruidos que hacías. A veces imaginaba que me mirabas y en lo negro imaginaba también a Guillermo intentando tranquilizarte: se apoyaba en la puerta y fingía verte con los ojos cerrados mientras te pedía que te fueras a dormir, que en casa sólo estábamos nosotros. Entonces tú regresabas a la cama, arrastrando los pies, pero no dormías más de dos o tres horas.

 

Por las mañanas te encerrabas a escribir. Desde el comedor oía tu teclear frenético, un montón de piedrecitas chocándose contra alguna superficie irregular, y no podía imaginarme tus dedos empujando esas piedrectas, que eran las mismas que alojabas en el estómago cada noche de insomnio. Estabas segura de que yo podía oír el ronroneo de una respiración ronca entre la madera, un crepitar contínuo e inexpicable, y que me callaba, que prefería no decirlo, pero en realidad sólo te oía a ti y seguía tus notas como si a través de ellas pudiera leerte. Le decías a Guillermo que yo era cómplice de ese extraño rumor —desde cualquier sitio de la casa me llegaba el tono marcial que adquiría tu voz al pronunciar mi nombre—; le decías que yo había metido a alguien dentro la casa, que lo sabías, y le preguntabas por qué dudaba de ti si la enferma era yo, si el peligro para todos era yo, y Guillermo se ofendía y te pedía que te callaras, que no te metieras más conmigo, y tú te frustrabas, pero explicarte las cosas habría sido lo mismo que hablar con la cara aplastada contra una almohada porque, a veces, cuando nos encontrábamos por los pasillos o en una misma estancia, te imaginaba gris, con las venas trazándote pozos en la frente llena de dunas; porque ya no eras tú y porque los sonidos no me dejaban reconocerte.

 

Era difícil manejarse por la casa en esas condiciones. A veces me pasabas por al lado como una ráfaga y yo estiraba los brazos para aferrarme a ti, pero sólo encontraba el calor de tu rastro desvaneciéndose y la nada, que era tu ausencia y la mía: un hueco por donde el aire no se atrevía a cruzar. Todas las noches eran iguales —los resortes del colchón, los cigarrillos, las puertas abriéndose y cerrándose, tus uñas golpeando la puerta de Guillermo—, pero de vez en cuando te sentía acercarte con las puntas de tus pies cayendo sobre el suelo como torpes palmadas —intentabas pasar desapercibida mientras el ventilador hacía ese ruido de lluvia cayendo sobre las tejas—, ignorabas la puerta de Guillermo y la pasabas de largo, continuabas el camino en un andar arrítmico hasta que decidías detenerte frente a la mía y, en el silencio, podía escuchar el crujir de la madera, el respirar vaporoso ensanchándola, pero no me atrevía a salir porque sabía que te encontraría inmóvil, aterrada por los sonidos, y que la oscuridad no me dejaría verte, no me deja.