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Los que ejercemos el periodismo en las calles, desde las fuentes mismas, en las manifestaciones que se tornan violentas, en medio de acaloradas discusiones entre asambleístas que discrepan, cerca de aquellos que denuncian casos de corrupción, muertes violentas, silencios cómplices… Aquellos raros especímenes que nos dedicamos a este oficio más por pasión que por retribución, que estamos más interesados en el meollo de la información que en el maquillaje para salir en pantalla, que nos entregamos a un día a día lleno de sorpresas –no siempre muy agradables–, que no dejamos de indignarnos cuando la autoridad de turno encuentra más rápido la trampa que la verdadera razón de ser un servidor público, esos entre los que me incluyo, estamos cansados del discurso oficial que constantemente nos convierte en enemigos de nuestros propios conciudadanos.

El periodismo pierde por completo su valor y su fundamento, en el momento exacto en el que dejamos de cuestionar todos los poderes: los gobiernos, las corporaciones, las multinacionales, los militares, los religiosos, independientemente del rostro que los identifique, todos deben ser cuestionados permanentemente. Y aunque por ahí algún erudito dirá que también hay que contar “lo bueno” que hace este gobierno, por ejemplo, yo les respondería: pues no señores, “lo bueno” es su obligación, su trabajo, su responsabilidad, “lo bueno” lo cuentan ya ellos en cadenas y sabatinas, en medios incautados y en tarimas con pantalla gigante. No señores, como dijo George Orwell: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás es relaciones públicas.” Una frase que da pie para iniciar una autocrítica sincera y profunda sobre el papel que tenemos todos los que hacemos periodismo; sobre todo en estos momentos en que desde el poder se intenta controlar hasta los tuits que se publican en las redes.

Y es que no me van a venir a hablar de las sanciones a la censura previa precisamente quienes desde hace años la ejercen, pues entre susurros todos los periodistas conocemos a algún colega (si no nos ha pasado a nosotros mismos) que ha tenido un llamado de atención, en el mejor de los casos, por publicar algún reportaje que a algún funcionario no le gustó, tras lo cual, le quitaron al medio la publicidad de un ministerio o de dos, o quizás incluso de todas las entidades públicas.

Hace unos días el Ministerio del Ambiente envió un boletín en el que se condicionaban las visitas de los periodistas al Yasuní, claro está, para facilitar el trabajo de los compañeros de los medios. Dos requisitos me llamaron la atención: la garantía de 500 dólares que hay que dejar por si acasito se nos ocurra sacarnos una especie en peligro de extinción, ya con eso tienen el reembolso, obvio; y la segunda, que cualquier material grabado tiene que ser revisado por las autoridades previo a su salida al aire, ¿ no es eso censura previa, prohibida por la flamante Ley de Comunicación?

Pero hay silencio. Se alborota un poquito el avispero, unos cuantos periodistas se indignan en las redes sociales, se hacen un par de notas que salen al aire y fin. De nuevo silencio. Ese silencio cómplice de todas las atrocidades de la humanidad. Porque claro, yo no soy periodista entonces a mi qué me importa. Yo no soy dueño de un medio, bien hecho que les pongan en regla, bien hecho que alguien con pantalones les haga cumplir. Allá, los periodistas. Allá los Zurita, Calderón, Vera, Pallares y Ortiz. Bien hecho que los sacaron. Esos son pelucones, son políticos camuflados, son opositores, desestabilizadores. Y ese discurso no viene solamente del poder, viene de los propios colegas, de aquellos que deberían ser los primeros en sentir en carne propia que la injusticia en contra de uno es en contra de todos, no solamente por ser compañeros de oficio, si no ante todo, por ser humanos. Y ahí es donde planteo la autocrítica, ahí es donde me pregunto yo en qué hemos contribuido los periodistas para llegar a esta evidente crisis de medios, en la que pocas son las alternativas (por no decir nulas) para ejercer un periodismo libre, crítico, cuestionador, irreverente, pocos son los espacios para hacer investigación, para encontrar fuentes que no tengan miedo de contar sus verdades, para conseguir documentos que sustenten las denuncias. Porque hay miedo y con el miedo viene el silencio cómplice. Ese que se apodera de los funcionarios que saben que los contratos son truchos pero prefieren callar acomodados en el puesto, ese que invade a los estudiantes y maestros que quieren alzar la voz para exigir cualquier cosa: una mejor educación, un Yasuní sin petróleo, un derecho a protestar, pero que finalmente sellan sus labios para no tener que enfrentar una demanda como aquélla a Mery Zamora –que santa Mery no es, pero que de terrorista tampoco tiene mucho–. ¡Ah! ¡Pero tampoco somos profesores, ni salimos a las calles a protestar, ni somos del MPD entonces allá la Zamora, allá los estudiantes rebeldes, allá los chinos, que se los lleven, que les den una lección, que aprendan a callar!

Y entonces volvemos al silencio de todos los funcionarios que hoy se acomodan en las elegantes sillas que otorga el poder, pero que antes fueron voces disidentes, unos incluso periodistas críticos, otros que protestaron, siendo aún estudiantes, durante regímenes represivos, otros que se autodefinieron como ecologistas o defensores de los derechos humanos, y que ahora hacen mutis cuando se pisotean los derechos a la libre expresión, a la protesta, a la vida misma. ¿No hay miedo en esos funcionarios, a perder su puestito, a perder sus diez minutos de fama, a perder el poder que hoy los hace omnipotentes, pisoteando incluso leyes y Constitución? ¿No hay miedo de aquellos que alzan demasiadas voces, con demasiados argumentos, con demasiada pasión, para decirle a un gobierno, que sí, que muchas gracias por las lindas carreteras, que muchas gracias por las escuelas del milenio y por las becas de Senescyt, pero que agradeceríamos más si con la misma agilidad que muestran propagandas para convencernos lo beneficioso que será un Yasuní con campos petroleros, se preocuparan por las centenas de enfermos que peregrinan a las afueras de los hospitales públicos para ser atendidos? ¿O si en vez de lanzarse cada sábado con un nuevo insulto, una nueva arenga en contra de un periodista que tildan de corrupto, vendido y parcializado, hicieran una autocrítica de las prácticas en los medios en manos del gobierno? ¿O ahí los periodistas son perfectos, sin errores, sin afectos y desafectos? Porque el premio al mérito está claro; un señor que cada mañana se envenena insultando a colegas y opositores desde la pantalla de un medio incautado, y que lleva cuatro años echando lodo encima de cualquier periodista de medio privado, hoy es premiado para ser precisamente quien decida sanciones a quienes tanto detesta. ¿Puede haber ahí algo de equilibrio.

Que un periodista se silencie es grave. Que un ciudadano lo haga es aún más grave, porque sin las voces disidentes jamás habría habido una Revolución Francesa que puso fin a los abusos de una monarquía caduca ni se hubiera expedido una Carta Universal de los Derechos Humanos, sin las voces que se alzaron en medio de un status quo patriarcal, las mujeres jamás habríamos accedido al voto y sin una voz desafiante que narre los horrores de los campos de concentración, jamás nos habríamos enterado del holocausto. Por eso no se puede callar, porque si el miedo vence, nos acomodaremos en un espacio minúsculo de la humanidad, desde donde la propia historia nos ubicará como cómplices de la corrupción, del abuso, del engaño, de la injusticia. «Los lugares más calientes del infierno están reservados para aquellos que en tiempos de crisis moral mantienen su neutralidad», dice Dante Alighieri en La Divina Comedia, y concuerdo plenamente, pues no porque se violó la libertad de un periodista que nada tiene que ver conmigo o se sentenció a prisión a un líder indígena que no sé quién es, se justifica mi silencio. Hoy son aquellos que no conocemos, esos ciudadanos que desde su quehacer cotidiano se enfrentaron a un gigante, y perdieron. Mañana podemos ser nosotros, nuestros padres, hermanos, hijos, amigos. ¿Y entonces, habrá alguien que alce su voz para defenderlos, para hacer valer la justicia, para que prevalezca la verdad? Si un ser humano es pisoteado, todos lo somos.

Disentir no es ser enemigo, discrepar no es ser traidor, y no, no todos los que alzamos la voz somos golpistas, ni todos los que en el periodismo encontramos una forma de denuncia, tenemos aspiraciones políticas, no a todos nos endulza el poder al punto de olvidarnos la razón por la que quisimos gobernar. Muchos simplemente estamos convencidos que desde la denuncia, la investigación y la información, se puede hacer de este, un país mejor.

Bajada

¿Cuándo se vuelven nocivos nuestros silencios?