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¿Se mueven los ideales ambientales de los políticos al vaivén de lo que digan las encuestas?

 

Desilusión. Una profunda desesperanza causaron las palabras del presidente ecuatoriano Rafael Correa, con las que el mandatario anunció recientemente que el Parque Yasuní, una de las joyas ambientales de Ecuador y de Suramérica, le abriría sin apelaciones las puertas a la exploración petrolera. El sentimiento fue de traición. Fue como descubrir que quien había jurado por años lealtad y amor eterno, de un momento a otro confesaba que había caído rendido ante la tentación.

 

Hace unos años, el presidente Rafael Correa ofreció mantener intacto ese parque y dejar su enorme riqueza natural y a sus comunidades indígenas muy lejos de los intereses de la industria, siempre y cuando países privilegiados y grandes potencias le pagaran al Estado el valor del crudo potencialmente extraído.

En ese momento, la idea fue celebrada por su originalidad. Un sueño se hacía realidad. Se consolidaba un hecho inusual en medio de la destrucción habitual de los ecosistemas en América Latina. De paso, se creaba un espejo para que todos los mandatarios continentales, afanados por dirimir el reto entre conservar y explotar, miraran, midieran y compararan sus decisiones.

Pero ahora Correa se rinde ante los problemas que surgieron para conseguir donaciones por 700 millones de dólares anuales (la cifra aproximada que le dejaría a las arcas estatales sacar el crudo del subsuelo de Yasuní). Y como hasta el momento sólo existían 13,3 millones de dólares depositados en un fideicomiso, equivalentes al 0,37 por ciento de lo esperado, la ‘corresponsabilidad internacional’ esperada por cuidar esta zona como parte de las estrategias para enfrentar el cambio climático, se transformaba desde el punto de vista presidencial en una infortunada e intolerable ‘caridad’.

Por eso, ahora sacará el crudo, en el 1 por mil del área protegida, «garantizando su protección». Correa opta entonces por desviar sus ideales y llevarlos por aquella delgada y peligrosa línea del desarrollo sostenible, en el que el progreso va, supuestamente, de la mano de la naturaleza y no contra ella. Pero nos queda debiendo una explicación: ¿de dónde sacará su gobierno esa minería que nunca pone en riesgo el agua, la fauna y la flora de las selvas y que muchos dicen que, a pesar de los adelantos científicos y tecnológicos de nuestro tiempo, aún no existe?

Es irónico, pero coincidentalmente con el anuncio del primer mandatario ecuatoriano, en Colombia se anunciaba la ampliación del parque nacional natural más grande del país. El parque Serranía de Chiribiquete, que ocupaba 1’200.000 hectáreas, pasaba de un solo tajo a 2’700.000 hectáreas en el corazón de la Amazonía, una extensión comparable con el área que ocupa Bélgica y donde cabría 17 veces una ciudad como Bogotá, habitada ya por 8 millones de personas.

Algunos diarios colombianos de alcance nacional alcanzaron a hacer la comparación de que mientras Correa tomaba la decisión de destruir, Juan Manuel Santos cuidaba el medioambiente. Una falacia, teniendo en cuenta que en Colombia también se desarrollan proyectos mineros y extractivos en zonas vitales y de importancia biológica sin igual, como páramos y bosques tropicales. Incluso en la Orinoquía, en límites con Venezuela, uno de los baluartes biodiversos más antiguos y valiosos que aún le quedan al globo.

Queda demostrado, una vez más, que los ideales de muchos mandatarios, y mucho más los ambientales, se mueven al vaivén de sus intereses políticos. Santos duplica el tamaño del parque más grande y valioso de su país precisamente cuando su imagen en las encuestas va decayendo. Y cuando los representantes de muchos sectores agrícolas producen un colapso económico general, bloqueando las principales carreteras de la nación para protestar por las dificultades económicas cada vez más profundas que rodean las actividades productivas en el campo.

Correa por su parte, desiste de dejar intacto Yasuní precisamente para aceitar su prometido y pendiente socialismo del siglo XXI y cumplir con sus promesas de campaña, una locomotora que debe pasar por todos los rincones de su patria y que exige recursos ilimitados para nutrir la asistencia social que tanto requiere ese propósito. ¿Por qué no pensó en un referendo para que fuera el pueblo quien decidiera el futuro de este edén? ¿Por qué no darle prioridad a la explotación de cobre u oro, también con reservas multimillonarias, pero en lugares menos estratégicos desde el punto de vista ecológico? Preguntas sin respuesta, a las que se suma una conclusión: pase lo que pase en Yasuní, Correa ya tendrá una estrategia vitalicia para lavarse las manos frente a la que podría significar una tragedia natural, cuando la maquinaría comience a arrasar. Cada vez que alguno de sus ciudadanos se atreva a reclamarle por haber permitido daños en la compleja y frágil naturaleza de esta reserva de la biósfera, él podrá decir, con la tranquilidad de los presumidos, que nunca tuvo la culpa. Entonces argumentará: «la culpa la tuvo el mundo, que no quiso ayudarnos a dejar el petróleo enterrado. ¿Qué puedo hacer yo frente a una comunidad internacional cada vez más mezquina?”

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Javier Silva Herrera