Cuando una enorme tragedia toca tu vida suele cambiarla para siempre. Especialmente cuando esa tragedia es ocasionaba por tus propios padres. Solo recuerdas el hecho, sus detalles y, aunque haya pasado un buen tiempo, para mí, sigue siendo ayer.

Voy a contarles la experiencia más horrible que jamás habría imaginado vivir.

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Nací en Machala, estudié en un colegio católico femenino. Era muy querida y admirada por mis profesores, autoridades del plantel y padres de amigas. Siempre fui una chica bien portada, educada, considerada socialmente correcta y hasta un ejemplo para las demás. Odiaba las injusticias. Me destacaba en deportes, concursos colegiales y fui escolta de mi colegio, una de las mejores egresadas. Nunca tuve novio.

Cuando tienes una vida así, lo que menos esperas es que tus padres te causen un daño. Pese a mi buen comportamiento mis padres eran conmigo autoritarismo y fríos. A los 15 años ellos se convirtieron en evangélicos, antes habían sido católicos del montón. Entonces tuvimos muchas más diferencias de criterio, sobre todo por sus machistas creencias cristianas evangélicas que yo no compartía. Se enojaban conmigo hasta porque yo quería ir a un cumpleaños, me acosaban para que sea cristiana, para que no saliera a pasear, para que no hiciera lo que toda joven hace. Estas actitudes de mis padres nunca fueron socialmente condenadas por la gente a mi alrededor. Cuando yo contaba nuestros problemas a alguien, los pasaba por alto. Imaginé que mis problemas con ellos podrían mejorar con el tiempo, pero nunca fue así.

Me gradué e hice lo posible por salir de Machala, de ese manicomio que era mi casa. Me vine a Guayaquil, Con mis altísimas notas conseguí una beca en la Universidad Espíritu Santo y estuve dos años y medio estudiando leyes. Pero mis padres hacían cada vez más difícil mi estancia en Guayaquil. Me llamaban, me perseguían, me atormentaban, manipulaban y, finalmente, se negaron a seguir manteniéndome en Guayaquil. Tuve que regresar a Machala.

Me estancia ahí fue insoportable. Lo que más me dolía es que mis padres no valoraban ni daban importancia mis esfuerzos por estudiar y prepararme. Yo era esa hija, me solían decir nuestros conocidos, que muchos quisieran tener. Además todo el problema era conmigo, mi hermano no es evangélico, nunca le interesó ese tema y a él jamás lo molestaron, ni persiguieron, ni cuestionaron. Todo el acoso era conmigo, debido, claro, a mi condición de mujer.

Entonces decidí que no podía vivir más así y les informé a mis padres de que me iría a Guayaquil, a tratar de conseguir un trabajo y aunque sea temporalmente dejar mis estudios. Ya no podía vivir ahí con ellos.

En la primera semana me fue bastante bien en Guayaquil, tuve algunas entrevistas. Regresé a Machala y les conté a mis padres que iba en serio. Ellos no me decían nada. Regresé a Guayaquil. La segunda semana busqué dónde quedarme. Fue difícil encontrar un lugar, porque dependía de que consiguiera trabajo y dónde lo consiguiera.

Decidí regresar a Machala, pues solo había ido a entrevistas laborales. Me hacía falta dinero para el retorno. Así que le pedí a a mi prima Andrea Salazar que me prestase algo de plata. Fui a verla a su casa en La Atarazana. Noté que algo raro pasaba ni bien Andrea me abrió la puerta. Estaba nerviosa, no me miraba a los ojos. Me pidió que la acompañara a su cuarto porque se sentía mal. No teníamos ni cinco minutos en el cuarto de Andrea cuando llegaron tres hombres que me dijeron que estaban autorizados por mi padre para llevarme con ellos. Me cogieron de los brazos violentamente, me sacaron de la casa a la fuerza y me metieron en un carro desconocido. En el carro me di cuenta que también estaba Arturo Loayza, mi papá.

Grité, lloré, me quise lanzar a los brazos de mi papá para que me defendiera, para que me sacara de allí, le pregunté si conocía a estos hombres que me zarandeaban. Mi padre no abrió la boca, solo me miraba. Había tanto odio y desprecio en su mirada que parecía que estaba mirando a una enemiga. Los hombres que me tenían agarrada se burlaron de mi desesperación, de las preguntas que le hacía a mi papá y que él no contestaba.

Fui tratada peor que un delincuente. Nadie me quiso decir nada. Solo recibí burlas. Las lágrimas no me dejaban ver por qué calles rodaba el carro. Era un lunes 18 de julio de 2011.

Llegamos a una casa totalmente enrejada en la ciudadela El Paraíso. Allí me estaba esperando Ana Paredes, directora del Centro de Reposo Monte Paraíso. Le dije que eso que estaban haciendo conmigo era ilegal, que yo era mayor de edad, que era secuestro, que yo conocía mis derechos, pedí mi celular para hacer una llamada. Ella también se burló de mí, de mi léxico de leguleya, de mis lágrimas. Me dijo que yo no tenía derecho a nada. Que yo no estaba en mis facultades debido al efecto de alguna sustancia de la que yo abusaba y era adicta. Aunque parezca mentira, esto me tranquilizó. Pensé que todo se trataba de un error, les dije “Ah, es decir que es eso, ok, entonces hágame un examen de sangre ahora, AHORA, exámenes de lo que quieran” Se rieron. Mi padre, inexpresivo, seguía viéndome llorar, sin hacer ni decir nada.

Ana Paredes me dijo que me tome una pastilla. Me dijo “te la tomas o te la hacemos tomar”. Luego me agarraron entre los tres hombres y sentí por sorpresa un pinchazo en el brazo. Alguien me había inyectado. Lo último que recuerdo es sentirme tan débil que ya no podía mantener los ojos abiertos.

Cuando desperté no sabía dónde estaba ni cuánto tiempo había dormido. Me quise parar y me caí al piso. Mis piernas no podían sostenerme, no las sentía, tenía escalofríos. A mis gritos acudió gente que trabajaba en la clínica como cuidadores o enfermeros. Pregunté por mi papá, pero me dijeron que ya se había ido. Me puse como loca: aunque mi papá no había hecho nada por ayudarme, su sola presencia había hecho que me sienta estúpidamente protegida. Grité, lloré, reclamé. Entonces vino Ana Paredes, la cara de desprecio y de burla con la que me había recibido había cambiado totalmente, ahora se veía descompuesta por la rabia. Me agarró del brazo y me dijo a gritos “Mira chucha de tu madre, si vuelves a quejarte te saco la puta porque tú no me conoces, pero yo cuando me emputo, me emputo. Te juro que no te olvidarás del día en que te saque la puta. Y si es de meterte un tiro yo sí te lo meto. No me importa si me despiden porque yo no vivo de esto y si te tengo que matar te mato, sin ningún temor”

Hasta allí llegaron mis reclamos. Nunca en mi vida había escuchado tantas malas palabras y amenazas juntas. Me convertí en la interna más sumisa y más tranquila del centro. Todos los días me hacían tomar tres dosis de pastillas en la mañana y tres dosis en la noche: Paxil, Quetiiazic y Neuryl. Pasaba drogada con seis pastillas diarias, no sé si sepan lo que es eso. No puedo describirlo.

Todos los días iba como autómata a las terapias. Fernando Valarezo era el psiquiatra del centro. Le pregunte mil veces por qué estaba allí y jamás me dio una respuesta. Dos semanas después de llegar, me hicieron exámenes de sangre. El resultado fue negativo a todo. Con mayor razón no entendía el por qué yo seguía allí. Pedro Vargas era otro de los terapistas, un día le pedí que me dijera por qué exactamente estaba yo allí. Jamás lo hizo. El dueño del Centro, Clodomiro Avilés, solía hablarme todo el tiempo de sexo, sin descanso, ese era su tema favorito. A parte recibíamos terapias de tres pastores evangélicos Alberto, Arnoldo –que era brasileño– y uno más cuyo nombre no recuerdo y que era de una iglesia evangélica de Samborondón.

Las “terapias” consistían en hacerte creer que estás mal, que eres lo peor, que debes hundirte para poder salir adelante. “Queremos quebrarte, me decían”, y lo consiguieron. Luego de un mes simplemente perdí los deseos de vivir. Me dolía el cuerpo, me sentía lenta, no veía una salida a mi pesadilla.

Cumplí 22 años encerrada en este centro de tortura.

Ya no me importaba que Ana Paredes me pegase el tiro; es más, eso era exactamente lo que quería. Decidí no levantarme más de la cama y no ir más a las terapias. Me gritaron, me zarandearon, me amenazaron, me putearon. Yo les contestaba siempre lo mismo “algún día saldré de aquí y los voy a denunciar”. Ana Paredes y Clodomiro Avilés se reían de lo que yo decía. Me contestaban que a ellos ya los habían tratado de denunciar y que nunca habían tenido éxito. Que a ellos solo les bastaba “enseñar su historial clínico” dado por el doctor Fernando Valarezo para que cesaran las investigaciones. Que Fernando Valarezo tenía relaciones con los medios de comunicación. Que prácticamente nadie podría con ellos. Yo volvía a repetirles que algún saldría de allí. Que los denunciaría. Me obsesioné con eso y, poco a poco, sus caras burlonas se convirtieron en caras de preocupación. Llamaron a mis padres. Les dijeron que yo ya estaba bien, que me llevaran a mi casa. Estuve dos meses internada.

Mis padres salieron del centro Monte Paraíso conmigo y con la receta de las pastillas que yo debía tomar: Paxil, Quetiiazic, Neuryl, tres veces al día. Yo no tenía voluntad para negarme. Estuve un tiempo en casa de mis padres sin hablar, sin poder decir nada. Temblaba, tenía escalofríos, pesadillas, no quería comer, solo lloraba. Mi mamá se preocupó. Me llevaron a un médico. El doctor, asombrado, les llamo la atención a mis padres cuando le contaron todas las drogas que me estaban dando. Me tuve que someter a un tratamiento para desintoxicarme. Fue espantoso.

Nada ha vuelto a ser como antes en mi vida. No he vuelto a ser ni la mitad de alegre de lo que era. Cuando algo así te pasa –y te lo hacen tus propios padres y nadie hace nada y no encuentras ayuda y nadie parecer querer ver un delito, ni encuentras una sanción social, ni legal– no quedan motivos para la felicidad.

No me resigno a lo que me pasó. Pueda que mi mamá sepa que hizo mal, pero no logra admitirlo. Mi padre, por el contrario, cuando conseguí contarle todo lo que viví, recién ha entendido algo y dice entender su error. En enero de este año conseguí valor para poner una denuncia. He transitado por el Comité Permanente de Derecho Humanos, La Defensoría del Pueblo, por la Fiscalía. Todas mis demandas han quedado estancadas. A los funcionarios parece importarles mucho más que mis acusaciones no afecten a mis padres que castigar a los autores de estos delitos. Por cierto, en la Fiscalía me mandaron con viento fresco, no puedo denunciar a mis padres, me dijeron. Esta desidia de la justicia ante mi caso ha sido una nueva violación que he sufrido en mi vida.

En junio pasado dejé todas mis denuncias botadas. Me cansé de que me cerraran las puertas y de que nadie me hiciera caso. Pero un día, hace poco, supe del escándalo mediático que se dio por el caso de Zulema Constante y de estos centros de tortura. Y volví a la carga: necesito que el país sepa lo que a mí me pasó.

Señora Ministra de Salud, señor Fiscal General de la Nación, señor Presidente de la República, si el gobierno está implementando medidas para que estos centros de tortura no operen en el país, ¿cuándo van a llegar a Ana Paredes, a Clodomiro Avilés, al psiquiatra Fernando Valarezo, a Pedro Vargas, al Centro Monte Paraíso? ¿Cuándo será que voy a obtener justicia?