El día en que la retuvieron contra su voluntad, Zulema Constante había accedido a almorzar con sus padres. Salió al mediodía de su trabajo en el Ministerio de Agricultura y se embarcó en el carro que la llevaría, supuestamente, a la casa paterna. Desde ese momento, su novia, Titi Rodríguez, emprendería una campaña de búsqueda que terminaría con el retorno de Zulema veintiún días después.
Zulema y Titi son pareja desde hace dos años. Los padres de Zulema se enteraron hace poco de ello y la noticia les torció la vida. Se negaron a aceptarlo a tal punto que su madre le advirtió que “ella no había parido una lesbiana, sino una señorita a la que le gustan los hombres”. Zulema y Titi comenzaron, además, a ser amenazadas sistemáticamente. Una retahíla de psicólogos amigos de la familia Constante intentaron mediar entre padres e hija. La ofuscación de sus padres empeoraba con el paso del tiempo. Fueron hasta la casa de los padres de Titi a buscarla. El acoso aumentaba con el paso de los días. Titi, cuyo nombre de pila es Cinthya, cuenta que “tuvimos q decirle a los hermanos de Zulema y a sus tías que si seguía así la situación, tendríamos que denunciarlos”. Mientras tanto, los psicólogos amigos de la familia insistían en una reunión para resolver los problemas de Zulema con sus padres. Esa reunión se suponía sería el almuerzo al que Zulema había aceptado ir. Nunca sucedió. Zulema fue maniatada y llevada a una clínica de rehabilitación de adicciones en Tena, donde intentaron convencerla de que su adicción al alcohol –algo de lo que no padece– la había hecho creer que era lesbiana.
En el Ecuador existen ciento noventa y ocho centros de rehabilitación de adicciones, según el censo que maneja el Ministerio de Salud Pública. Sin embargo, las investigaciones que esa misma secretaría lleva a cabo con el Ministerio del Interior registran hasta trescientas “clínicas de rehabilitación”. Más de cien que funcionan en la clandestinidad.
Durante la administración de Carina Vance, que lleva un poco más de un año a cargo del Ministerio de Salud, se han cerrado dieciocho. Quince de esos cierres han sido por violaciones a derechos humanos. Seis de esas clausuras han sido definitivas y el resto están cerradas temporalmente hasta que la fiscalía termine su indagación. El problema es, para Silvia Buendía, activista y abogada de Zulema Constante, que las clínicas vuelven a abrir bajo otros nombres, en los mismos sitios.
El tema del permiso de funcionamiento para estas clínicas ha resultado un dolor de cabeza para la nueva y proactiva administración ministerial. Amigos de los criterios técnicos, los nuevos encargados de la salud pública del Ecuador han establecido nuevos parámetros de calidad y licenciamiento para otorgar esos permisos. Los tres ejes para autorizar su funcionamiento son: infraestructura, equipamiento y talento humano.
Ese último elemento, en teoría, debería resolver el asunto de las violaciones de derechos humanos: ningún profesional con una formación sólida consentiría que la homosexualidad pueda curarse y que para ello el tratamiento consista en violaciones masivas, ingesta de comida podrida u otras prácticas degradantes como limpiar servicios higiénicos con las manos o golpear a las compañeras internadas en los mismos centros.
El problema, según una fuente del propio Ministerio, es que muchas de estas clínicas funcionan hace muchos años y son parte de un circuito de corrupción que les permite actuar con bastante impunidad. Sin ir más lejos, en el caso de Zulema, la Comisaria de Salud encargada de otorgar el permiso y supervigilar el correcto funcionamiento de los centros era la esposa del director de la «clínica». En el Ministerio aseguran que la comisaria ha sido removida de su cargo y que sobre ella pesan acciones administrativas y penales, pero parecería que los esfuerzos sinceros de controlar la vorágine de los permisos y el funcionamiento en sí de las “clínicas de rehabilitación” excede la capacidad de resolución de los funcionarios públicos involucrados. A pesar de ello, los operativos que conducen el Ministerio de Salud y el Ministerio del Interior, están dando resultados: se detectan clínicas clandestinas y se cierran, se detectan clínicas que se camuflan como de tratamiento de adicciones al alcohol y las drogas cuando en realidad pretenden “deshomosexualizar” a muchas de sus internas. “El problema” dice Silvia Buendía “es que mientras haya demanda, mientras haya gente que cree que puede meter a otro contra su voluntad en un centro de esos, van a seguir abriendo”. Para Buendía, además, los operadores de justicia y los funcionarios encargados de controlar a estos centros no parecen darle mayor importancia. “Sin ir más lejos, cuando fuimos a la Fiscalía Provincial del Guayas, el funcionario que recibió la denuncia de Zulema la leyó y dijo que ahí no había delito”.
La simpleza con que un funcionario hace tamaña afirmación es pavorosa, especialmente si se toman en cuenta los testimonios de quienes han logrado salir de las clínicas con la valentía suficiente para contar lo que sucede en ellas. Vencer ese temor es fundamental para que se genere una conciencia social de qué es lo que está sucediendo en estas clínicas de tortura. Demasiado tiempo ha visto el Ecuador para otro lado. Es hora de que se entere.
Buendía conoció por primera vez un caso de esta naturaleza hace tres años. Karen era una chica de Machala, a quienes sus padres primero le quitaron el carro, luego los estudios y finalmente la ingresaron en un centro de adicciones muy famoso en Guayaquil, que queda en Urdesa Norte. “Ella salió y desapareció. Sus amigos no volvieron a verla, creen que hasta se fue del país”.
Tatiana, una chica a la Silvia conoció hace poco, le contó que hace 10 años sus padres se la llevaron y la encerraron en la Clínica de Amparo Guillén. Estuvo con otras 20 chicas, todas recluidas por lesbianas.
A Leonor, de Esmeraldas, su padrastro la mandó a un sitio donde la violaron en pandilla. Fue la primera vez, y la última vez que tuvo relaciones sexuales heterosexuales. Se escapó. Le pidió a un policía que la ayude y él la llevó a su casa. Ella sacó sus cosas y se escapó para siempre. Hoy solo tiene contacto con su mamá y tiene una hija de dos años, producto de esa violación masiva. Sigue siendo lesbiana.
Sandra, otra de las víctimas que ha hablado, contó que en el centro donde la metieron el doctor la besaba y la manoseaba, para que se cure.
El perfil de la familia que mete a sus hijos en uno de estos centro es muy variado. Están las familias de condiciones precarias. Y están también familias de clase media. Y las de clase media alta, como Karen o Zulema.
Como en todo negocio, hay tarifas para todo bolsillo. Las clínicas más caras pueden llegar a costar hasta dos mil dólares mensuales. En la clínica de Tena donde estuvo Zulema, el costo oscilaba entre mil y mil quinientos dólares mensuales por interna.
En la clínica, cuenta Zulema, había una rutina bastante estricta y despiadada. Las despertaban muy temprano en la mañana. Debían salir del cuarto corriendo a hacer fila. Una vez formadas, recibían la orden de ingresar a la capilla a hacer un ejercicio llamado el “despertar espiritual”. Consistía en agradecer de rodillas, tomadas de la mano, las nueve chicas que ahí estaban internadas. Todo bajo la mirada de la jefa de planta, que se llamaba Maribel. Luego desayunaban y volvían a orar. El desayuno era un verde hervido y majado, acompañado de café o agua aromática y un jugo de fruta. Estaba prohibido conversar y debían comer muy rápido, en las mesas plásticas de cuatro puestos cuyo orden era dado por Maribel. Tú aquí, tú allá, tú no te sientes en esa mesa. Cuando terminaban de lavar, debían iniciar las tareas de aseo que cada una tenía asignada: una parte de la clínica y el cuarto propio. Además, los platos del personal de la clínica, la cocina y los enseres del centro. A eso de las diez de la mañana terminaban la limpieza. La jefa de planta y las jefes de grupo –que eran internas– revisaban si la limpieza estaba bien hecha. Dice Zulema que para ellas siempre estaba mal. Por eso, las castigaban: 500 sapitos, 500 abdominales. Después de “pagar las tareas de aseo”, volvían a la capilla. Ahí rezaban y leían un texto de Narcóticos Anónimos que se llama “Solo por Hoy”. El libro es un compendio de trescientos sesenta y cinco mensajes que resumen la filosofía del ex adicto: Solo por hoy no me drogo. Solo por hoy no me embriago. Solo por hoy no soy lesbiana. Salían de la capilla solo para almorzar y cenar. La jornada terminaba tarde en la noche, a veces ya en la madrugada. Había momentos en que estaban sentadas en la capilla sin hacer nada.
Las curas de la homosexualidad –como si tal cosa fuera posible– suelen tener una carga religiosa. “Pídele a dios que te haga cambiar”, la constante lectura de la Biblia y la manida posibilidad de resurgir a través de Cristo están a la orden del día. Es increíble cómo estos centros de tortura hacen converger el discurso del amor cristiano con las torturas más retorcidas. Pero insisten en ello. Los nombres de las clínicas siempre tienen alusiones cristianas. Una de las más grandes de Guayaquil, ahora cerrada temporalmente por investigaciones, se llamaba Faith.
“En la fe es todo posible”, parece ser el eslogan de estos centros. Y si la fe no alcanza, una paliza, una violación masiva o una puteada virulenta ayudan a mover las montañas. Zulema dice que la frase de todas las mañanas en la clínica de Tena era “Soy un adicto en recuperación por la gracia de nuestro Señor Jesucristo”.
A pesar de lo ominoso que es el relato de Zulema, podría decirse que tuvo suerte. No la violaron ni la golpearon –aunque la obligaron a golpear a una compañera díscola–. Dentro de los procedimientos que se acostumbran en estas “clínicas” tuvo el trato más leve. En otras, la violencia física, sexual y psicológica llega a extremos inconcebibles. Miguel Malo, viceministro de Gobernanza del Ministerio de Salud, lo confirma “lo que yo vi en las fotos de los operativos que hemos hecho hacen que Guantánamo se quede corto”.
Las investigaciones en contra de estas clínicas, dice Malo, revelan la manera en que se había manejado por décadas la Salud en el país. el mayor abandono estuvo en la salud mental. Por eso, dice una fuente dentro del Ministerio lucha con la corrupción enquistada en los sistemas de salud del Ecuador. Por eso han cambiado la manera en que se otorgan los permisos y han establecido un equipo especializado para controlar a los centros, de forma aleatoria y sin notificación previa, después de que se les entrega el permiso de funcionamiento. Además, dice el viceministro Malo, están en el plan de rescatar centros públicos. “Cuando veíamos la posibilidad de cerrar no teníamos a dónde pasar a los pacientes hospitalizados”.
El abandono en el tema regulatorio también era evidente. Cuando Carina Vance asumió el Ministerio, encontraron un reglamento de funcionamiento que permitía a los centros de rehabilitación tratar “conductas sociales no aceptadas”. Eso era, en pocas palabras, la legalización de las torturas de deshomosexualización. Hoy, ese reglamento ha sido derogado. Los casos en los que se descubren violaciones a los derechos humanos pasan a la fiscalía.
Mientras el Ecuador lucha con su homofobia estructural, en el mundo las apariencias comienzan a derrumbarse.
Hace un par de meses, Exodus, la mayor clínica de cura de la homosexualidad de Estados Unidos cerró sus puertas. “Estoy profundamente arrepentido, siento el dolor y el daño que muchos han experimentado” dijo en una carta su director, Alan Chambers. En la misma carta, aceptó su homosexualidad.
En Quito, en cambio, la clínica que tuvo internada sin su consentimiento durante veinticuatro meses a Paola Ziritt jamás cerró. Los dueños de los centros han acumulado un nada despreciable poder económico y social. Se presentan como benefactores, como adictos arrepentidos. Cuentan sus historias de dependencia y rematan contando como lo superaron –por lo general con la ayuda de Dios–. Luego pasan el sombrero.
Hay 102 clínicas clandestinas en el Ecuador. Muchas de ellas, dice Silvia Buendía, no son sino casas con candado. Casas con candado a donde cierta gente está dispuesta enviar a sus hijos con tal de que no se ame con otro hombre, con otra mujer y hasta para corregir la infidelidad (en Cuenca se detectó una clínica donde mujeres infieles o “demasiado liberadas” eran internadas).
Es muy probable que en esas ciento dos clínicas clandestinas se insistan en la degradación y las violaciones más atroces de derechos humanos. Hay gente que está ahí sufriendo. Y no todos tienen de pareja a Titi Rodríguez, que movió cielo y tierra para que le devolvieran a la mujer que ama. Al final del día, no debería tratarse del heroísmo de la pareja de determinada persona. Se trata de que el Ecuador comprenda que nadie debe ser reprimido, de forma alguna, por su preferencia sexual. Se trata de vencer, por fin, la homofobia estructural que nos carcome.
¿Cuánto debe torturarse a un ser humano para que reniegue de sí mismo?