troya.jpg

Un amigo me hace con frecuencia esta fina broma:

– Oe ,Andrés.

– ¿Qué pasa?

– ¡Estás de suerte!

Yo sé de memoria lo que me va a decir pero igual le sigo el juego:

– ¿Ah, si? ¿Por qué?

-¡Porque me pica el huevo! Se mata de la risa, él, tan refinado.

Yo no sé qué sea la suerte pero está claro que no se reduce a la comezón genital de mi pana. Qué se yo, a veces estamos de buena racha, otras no. Hay personas a las que la vida parece haberlas premiado con el guachito sin fecha de vencimiento de la buena fortuna y les confieso, con un poco de vergüenza, que yo me considero una de ellas. Ese privilegio, sin embargo, no me hace feliz, porque yo de plano así como no creo en la suerte –y ya sé que suena trillado decirlo– no creo tampoco en la felicidad.

De la felicidad y la suerte, precisamente, conversé una ocasión con un chileno que conocí en un viaje que hice a Esmeraldas en el 96 antes de venirme a vivir a Alemania. Era una época distinta en la que la vida y las drogas se me ofrecían en  toda la plenitud de su misterio: había salido como pollito-bachiller del huevo del colegio, era mayor de edad, tenía licencia, carro y unas neuronas con muy poco kilometraje en la carretera del alucine.

No recuerdo cómo se llamaba el chileno pero le puse “el gafe” porque el desgraciado de verdad que tenía mala suerte, que era para colmo contagiosa. Me lo presentaron unas mochileras, Claudia, Ale y Mónica, chilenas también, que lo habían socorrido después de que unos choros lo hubieran asaltado con violencia, dejándolo sin un centavo y con un ojo morado. Al principio no le paré mucha bola al gafe, estaba más concentrado en echarle los perros a las chilenas, a quienes esa noche invité a bailar a una salsolteca. Recuerdo claramente que fue cuando Héctor Lavoe cantaba “pronto llegará el día de mi suerte/ sé que  antes de mi muerte/ seguro que mi suerte cambiará” que Claudia y yo nos besamos. Un amor eterno que duró una noche.  El gafe, como me contó algunas horas después, “no tuvo el brillo” y se fue solo a su hostal. No pudo dormir en él porque en algún momento de la noche se le había caído la llave y la recepción estaba cerrada.

Al día siguiente las mochileras continuaron su viaje por el Ecuador. El gafe y yo pasamos el día juntos, nos pegamos un buen ceviche y filosofamos entre otras cosas, como les contaba, sobre la suerte y la felicidad.

En la noche salimos a dar un paseo por la playa armados con dos potentes chafos. Uno lo  encendimos cuando nos habíamos alejado un poco de la zona poblada y el otro lo guardé en mi canguro. Esa marihuana de monte que fumaba en esos días nos agarró enseguida. Mientras caminábamos dando caladas profundas por turnos le conté sobre el caso Restrepo y lo arbitraria y brutal que podía ser la policía en Ecuador. Los hipersensibilzados nervios de mis pies sentían cada gota tibia del Pacifíco y mis oídos escuchaban a la perfección el murmullo de los altoparlantes de los chiringuitos lejanos. Para mi sorpresa él también conocía el caso. Es más, me contó que él mismo había sido víctima de la brutalidad de los carabineros y los ratis una vez que lo habían agarrado con droga en Valparaíso.

Ya nos habíamos fumado más de medio bate cuando vi a unos metros de nosotros la silueta de un soldado armado con  su metralleta, caminando directamente hacia nosotros.

– ¡Bota esa huevada! le dije al gafe mientras sentía como la plácida embriaguez se iba transformando en pánico.

El soldado aceleró el paso, nosotros seguimos caminando como si no pasara nada, pero con el corazón palpitando muy fuerte. Como en un espeluznante efecto mezcla de cámara lenta y camára rápida el soldado se aproximó a nosotros, me agarró con violencia la mano y la olió.

– ¡Marihuana! Quedan detenidos ¡Prosigan!

Sin saliva en la boca pregunté:

– ¿Qué nos va a pasar?

– ¡Se van detenidos donde mi capitán! Prosigan

¿Segundos? ¿minutos? ¿siglos? después esábamos parados frente al capitán, un marino serrano, flanqueado por cinco soldados con las cabezas cubiertas con pasamontañas y armado con metralletas automáticas.  Al gafe y a mí nos separaron para interrogarnos ahí mismo, en medio de la arena, en medio de nuestra grifera.

– ¿Qué nos va a pasar?- logré articular con la boca pastosa. Las rodillas me temblaban.

– ¿Qué? ¿Tienes frío? ¡Sargento, regístrelo!

Entonces uno de los encapuchados abrió mi canguro y encontró el joint.

– Uy…te jodiste. Con esto te vas detenido el fin de semana al retén de Atacames y luego te mandamos al Penal García Moreno en Quito… unos dos añitos mínimo te van a dar por esto.

Extrañamanete no me preocupé tanto por los horrores que pasaríamos junto con los delincuentes esmeraldeños todo el fin de semana, ni por la vejaciones a las que nos sometería la policía, ni por lo que me esperaba en la penitenciaría. Yo estaba más consternado con la imagen de miedo, vergüenza y rabia.

El capitán me sermoneó: que por qué fumaba esas porquerías, que eso daña el cerebro, que qué vergüenza para mis padres tener un hijo drogadicto. Me preguntó el nombre de mis papás, a qué se dedicaban, si tenía familiares o conocidos en el ejército o en la política. Me repitió muchas veces que yo era una basura. Y en mi cabeza, como un mantra infernal, la pregunta: “¿qué nos va a pasar?”. No tengo idea cúanto duró esa tortura.

– ¿Sabes lo que es la “ley de fuga”? –preguntó.

Miré al gafe que, como yo, estaba siendo interrogado, sermoneado, humillado. Por la expresión de horror en sus ojos entendí que él también había oído la pregunta.

– Sí, contesté.

– ¡A ver…qué es pues!

– Es cuando un preso intenta escapar y le disparan. Entonces el que disparó no tiene castigo porque fue hecho para que el preso no huya.

El capitán le dio una orden silenciosa al sargento, sólo con un movimiento de cabeza, y el sargento trazó con la punta de su arma una línea en la arena.

– ¡Párense  ahí! Voy a contar hasta  tres, y ustedes van a salir corriendo lo más rápido que puedan en esa dirección, sin mirar atrás.

– ¡Por amor de Dios, no nos mate, no nos mate!- imploró el gafe, que había caído de rodillas en medio de los encapuchados.

– ¡No hagas escándalo carajo! Párate ahí.

Ahí nos paramos.

– Uno…

– Dos…

– Tres..

Nos dieron una patada en el culo y nosotros corrimos a toda velocidad sin mirar atrás tal vez ¿50? ¿100 metros? Poco a poco se desvanecía la frase “¿Qué nos va a pasar?” y se convertía –200 metros- en un juramento solemne: “nunca más volveré a fumar marihuana” ¿300 metros? ¿400? No lo supe.

El gafe sí lo sabía. Al término de la carrera, jadeantes, vivos,  me dijo: “won, necesito un porro, yo conté los pasos. Sé donde está la colilla, cachai?”

Le clavé un puñete que seguramente le emplomó el otro ojo. Le dije:

– Suerte

Me di media vuelta y me alejé de ese loco. De un chiringuito a lo lejos escuché otra vez. “Pronto llegará el día de mi suerte/ sé que  antes de mi muerte/ seguro que mi suerte cambiará…”

Nunca más lo volví a ver al gafe, ni a Claudia, ni a las otras mochileras. Murieron días después, el 2 de octubre de 1996 junto con otros 70 pasajeros del Boing 757-200,  vuelo 603 de Aeroperú, que  se estrelló en el tibio Pacífico.

https://gkillcity.com/sites/default/files/images/imagenes/114_varias/Troya.jpg

Andrés Troya