AQUÍ, EN ESPAÑA, tener un apellido inverosímil sin ser futbolista, supone vivir condenado a una serie de malentendidos que más vale tomarse con sentido del humor para no hacerse mala sangre. ¿Cuántas veces he tenido que deletrear mi apellido para que mis interlocutores de turno lo escriban correctamente? Si hasta tengo una fórmula que recito de carrerilla: «I» de Italia, «W» de Washington, «A» de Andalucía, «S» de Sevilla, «A» de Almería», «K» de kilo e «I» de Italia. Qué diferencia cuando voy a Japón:
– Anata wa nan to osshaimasu-ka?
– Fernando Iwasaki.
– Oooh… Ferunando. Nan to iu, Ferunando?
– Ef, i, ar, en, ei, en, di, o. Fer-nan-do.
– Ef, i, ar, en, ei, en, di, ooooh… Fe-ru-nan-do.
– Iwasaki.
– Jái, ¡Iwasaki!
Mientras viví en Lima nunca fui consciente de lo raro que podía resultar mi apellido paterno, porque en el Perú nos hemos acostumbrado a convivir con personas de apellidos eslavos, quechuas, italianos, anglosajones, chinos, árabes, hebreos, germanos, españoles y –por supuesto- japoneses. De hecho, para complicar todavía más el asunto, el apellido de mi madre es italiano, pero en América Latina esos caprichos del Atlas no son para nada paranormales. No obstante, más de veinte años de residencia en Andalucía me han enseñado que no se puede ir por la vida con un apellido japonés, hablando como peruano y con un DNI español. Por eso, para evitarme problemas geopolíticos, me fui a vivir a un pueblo.
– I-wa-sa-ki… ¿Pero este apellido de dónde es, chiquillo?
– Yo vivo en San José de la Rinconada.
– Con razón. Es que en los pueblos tenéis unos apellidos…
Y así como una mentira mil veces repetida puede convertirse en una verdad, mi apellido japonés mil veces publicado en la prensa sevillana también se ha convertido en parte del paisaje andaluz. Lo descubrí cuando las madres del colegio de mis hijas me retiraron el saludo por culpa del sensacionalista titular de la contraportada de un diario nacional: IWASAKI NARRA SUS EXPERIENCIAS EN UNA CASA DE GEISHAS, alcancé a leer en el periódico que una enfurecida madre de familia me refregó en todos los morros. «No esperaba esto de Usted», me soltó de sopetón. ¿Cómo explicarle que ese libro no era mío sino de Mineko Iwasaki, la presunta protagonista de Memorias de una geisha (1999)? Imposible, porque para esa señora no había más Iwasaki que yo. ¿También se confundirán así los cientos de miles de lectores de Mineko Iwasaki? Seguro que no, porque ya lo habría notado en mis liquidaciones de fin de año. Ay, mis liquidaciones, siempre inversamente proporcionales a la hipoteca.
Sin embargo, cuando recién comencé a publicar en España mi nombre de electrodoméstico nipón jamás me fue de especial ayuda. Corría el año de 1994 y la Diputación de Huelva reeditó Tres noches de corbata, mi primer libro de relatos originalmente aparecido en Lima en 1987. Ser publicado por una administración provincial no era igual que serlo por una gran editorial, ¿pero qué importaba ser mal distribuido y peor reseñado si por fin había entrado al mercado editorial español? Yo me sentía pletórico y por eso acepté encantado firmar ejemplares de mis cuentos en la Feria del Libro de Huelva.
Aquel domingo la Plaza de las Monjas bullía de gente y admito que hasta me hizo ilusión escuchar mi nombre a través de la megafonía: «En la caseta de la Diputación Provincial, el escritor japonés Fernando I-wa-sa-ki firma ejemplares de la obra: Tres noches de corbata». En realidad, la caseta de la Dirección de Publicaciones de la Excelentísima Diputación Provincial de Huelva era más pequeña de lo que sugería su rimbombante título, pero ahí nos instalamos como pudimos un historiador local que presentaba una guía de los documentos del archivo de la provincia, un cantaor flamenco que había recopilado letras de antiguos fandangos y «el suscrito que habla», como solía decir un general que fue presidente del Perú. Por lo menos –pensé- no nos vamos a hacer competencia entre nosotros. Craso error, porque la competencia entre el historiador local y el cantaor flamenco fue simplemente feroz.
Al parecer, el historiador local era profesor de un instituto de secundaria y entre sus estudiantes, ex-alumnos y colegas formaron una cola que no se acababa nunca. Por otro lado, el cantaor flamenco cantiñeaba fandanguitos al mismo tiempo que dedicaba libros como churros.
– ¿Y tú de qué pueblo eres, mi alma?
– De Calañas, pero mi familia es de Trigueros –respondía una señora que llevaba un peinado que parecía una instalación.
– Pues entonces te voy a cantar un fandango de Calañas con todo el aire de los de Trigueros.
Y el flamenco se arrancaba y los de la cola lo jaleaban y venga a llegar más gente y así estuvo el tío, firma que te firma todo el día, mientras yo permanecía inédito, virgen o invicto, según. ¿Qué pensarían de mí en la Excelentísima Diputación, en cuanto comprobaran que no había firmado ni un puñetero libro? Por la megafonía se escuchó de nuevo que «En la caseta de la Diputación Provincial, el escritor japonés Fernando I-wa-sa-ki firma ejemplares de la obra: Tres noches de corbata», y yo entonces pensé que si me anunciaban como karateka o cocinero, seguro que empezaba a dedicar un libro detrás de otro.
Dos o tres horas más tarde una chica se acercó a la caseta y preguntó por «el escritor japonés que estaba firmando su libro». El historiador local me dio la enhorabuena y el cantaor flamenco le prometió a la muchacha «un fandanguito de Okinawa», pero toda mi emoción se evaporó en cuanto la chica colocó delante mío un ejemplar de la novela Un artista del mundo flotante de Kazuo Ishiguro. Qué cara de japonés me vería que cogió un bolígrafo y gesticuló aparatosamente mientras decía «de-di-ca-to-ria».
– Pero aquí dice Ishiguro.
– Claro, ¿acaso tú no eres Fernando Ishiguro?
Miré a la chica, miré la foto de Ishiguro, miré la ruma de ejemplares de mi Tres noches de corbata y comprendí que tenía que dedicarle esa novela como «Fernando Ishiguro». Y la verdad es que se fue tan contenta que no me hubiera importado firmarle novelas de Kawabata, Mishima o Tanizaki. ¿Alguna vez alguien confundirá a Ishiguro conmigo?, me pregunté atacado de risa. Ishiguro que no. En el colmo del despropósito, el cantaor flamenco me dijo que en la foto del libro había salido favorecido.
La luz primaveral se extinguía sobre la Plaza de las Monjas y el único libro que había firmado ni siquiera era mío. Tantas horas y tantos kilómetros desde Sevilla para nada. Pero lo peor era la vergüenza que me arrasaba de sólo imaginar lo que pensarían de mí en la Dirección de Publicaciones de la Excelentísima Diputación Provincial de Huelva («¡Qué pestiño de escritor!»). En esas cavilaciones me encontraba cuando llegó a la caseta la directora del ídem.
– Lo siento, Pepa. No he vendido ni un solo libro.
– No te preocupes, porque somos un servicio público y no queremos best-sellers.
– Vale, pero aunque sea un libro me hubiera hecho ilusión vender.
– No te preocupes, porque somos un servicio público y alguien tiene que apoyar a los autores que nunca venden.
Ya había decidido que lo más prudente era callarme, cuando de pronto un niño se acercó a la caseta para preguntarme si «Iwasaki» era de Japón. Y como no sólo le dije que era japonés, sino que significaba «roca marina» y que además mi abuelo había sido un samurái, el niño desenfundó un libro de una mochila y me disparó a bocajarro: «¿Me firmas mi álbum de Goku?». Por lo menos aquel álbum sí lo dediqué con mi nombre. Y la directora del Servicio de Publicaciones de la Diputación se puso tan contenta, que no me pude negar a regresar a la ciudad para firmar lo que hiciera falta en el próximo «Salón del Manga» de Huelva.
Tan acarajotado estaba, que no me di cuenta de que el padre del niño me estaba hablando:
– Perdona todo este jaleo, porque yo sí sé que tú eres peruano.
– Se lo agradezco mucho, señor.
– También sé que en tu país has estado en un tinglado con Vargas Llosa.
– Muchas gracias, señor.
Y se quedó mirándome como si le costara recordar y entonces me mató del todo:
– ¡Coño! Fujimori, ¿no?
Francamente, me gustó mucho más Fernando Ishiguro.
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Fernando Iwasaki