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Vaya esto, primerito, por delante: somos dos que tres aniñados de Quito que fueron a Cuba en el peor mes en que uno puede hacerlo -agosto, más de treinta y cinco grados y una humedad de pantano- con ahorros como para costearnos comida de turista cuando ya no soportábamos la dieta a base de legumbres innombrables, huevo duro y agua en vaso de metal. Fuimos, cómo no, armados de nuestras cámaras y nuestros lentes, con los iPods cargados, con el celular en el bolsillo por si acaso, aconsejados por gente similar a nosotros de los trucos en el cambio de moneda y de los lugares que consideramos no son para turistas pero que, en el fondo, lo son. Porque nuestro deseo de conocer la Cuba profunda, La Habana que realmente habitan los habaneros, el campo impoluto de economía de capital, es como pedirle peras al olmo en un país donde todo parece angustiosamente irreal y lento y donde la industria turística creó su propia disneylandia para nostálgicos e insumisos. En un país donde el teatro y la representación de lo que ya no es más lo que quisimos alguna vez que fuera es parte de la comedia. «Mejor esto que chongo de gringos», pensábamos todo el tiempo, como consolándonos. Y cierto es. Solo que esto es también triste, o es al menos algo que se olvidaron de contarnos.

Y aún así habremos aprendido, nos decimos ahora. Quiero decir que, bajo la tramoya de pensar que somos-los-que-viajan-distinto, habremos sabido captar algunas imágenes, algunos gestos o reacciones realmente imperecederos. Habremos finalmente comprendido la singularidad de un país complejísimo, habremos sabido decirnos que el riesgo más resaltable es atreverse a sacar conclusiones precipitadas de algo que no vivimos ni viviremos, de procesos de décadas de duración, de ciudades, como La Habana, como Cienfuegos, que fueron enmoheciéndose con una pasmosa y sórdida belleza cuya mecánica quisiéramos adivinar.

La guayaba sabe en Cuba mejor que en cualquier lugar del mundo. Los árboles en La Habana se comen, literalmente, las calzadas, y hay que tomar un desvío en la ruta que uno sigue para continuar y no verse atrapado por la voluptuosidad de las hojas y las ramas y los troncos que parecen no tener lugar de procedencia.  La Casa de las Américas, ese edificio emblemático donde se gestó la militancia, desde la literatura y el arte plástico, por lo que defendía Cuba, es un edificio enano al que le faltan libros. El campo, el sector rural cubano, debe ser una de las extensiones más singulares y bellas en las que jamás hemos estado.

En Cuba esperar es un arte y una práctica que se cultiva en casi todas las reproducciones sociales: puede ser el sacar un pasaporte, comprar un helado, agarrar el bus, o fumarse el tiempo a la cola de la entrada de las inmensas y monofónicas salas de cine. Nosotros perdimos ese arte porque pensamos que la eficiencia es siempre una virtud, y la presteza es siempre mejor que perder tiempo. Lo que pasa es que es justo allí donde florece la fotografía.

Santiago Oviedo y Antonio Villaruel