– ¡Conocimiento es poder! – el maestro de escuela le espeta, con displicencia, al aterrado párvulo.
– Si no sabes diseccionar una rana, ¿cómo quieres llegar a ser alguien en la vida?
Si no sabes el ciclo sexual de la coliflor, ¿cómo pretendes casarte y tener una familia?
Si no te conoces de memoria la lista de los emperadores romanos, ¿cómo vas a regentar un negocio cuando seas grande?
El niño mira por la ventana, recubierta de una fina capa de polvo de tiza.
Al otro lado del patio está ese árbol negro, de una especie que no sabría identificar, esperándole. Faltan tal vez diez minutos para el recreo. Entonces, él, como cada día, irá a ver si los cuervos ya terminaron su nido.
El árbol, se le ocurre, esconde algo.
Aunque sea solamente esa parcela de cielo que hay detrás, parcela cuyos bordes casualmente delatan la forma de un árbol. Sus ojos recorren el resto del panorama: las casas cuyos techos se alzan por encima del muro que, a su vez, esconde el jardín que el niño suele invadir con ademán de comando furtivo, interrumpiendo –a petición de sus compañeros y con el único fin de rescatar la pelota– el frenético y sudoroso ciclo sexual de las coliflores inquilinas del jardín del vecino de atrás.
Conocimiento es poder, ¿será?
Si es así, el nombre del árbol será Desconocimiento del Cielo (Caelum ignorantia) y los linderos del patio de recreo, el Muro de las Coliflores. Para que él lo supiera y lo conociera todo, ambos objetos, el árbol y el muro –obstáculos para la vista acaparadora– tendrían que volverse transparentes pero evitar, al mismo tiempo y de alguna manera, dejar de verse. Para el maestro que lo mira con severidad e impaciencia, sin duda el mundo es así.
La visión de ese Alguien en la Vida es como un caldo poco espeso, lleno de cuadros superpuestos. Mi cara es como agua para él: cuando me mira, no se detiene en la expresión de terror y vergüenza que le presento, pues detrás de ello, reclamando atención, está el palpitante cerebro, el bullicio de pasmados recuerdos, repartidos entre pastel y Tecnicolor. Tras todo esto, el horripilante engranaje microscópico de esas canicas que flotan eternamente en espiral, esparcidos por el planeta entre patas de rana, frustrando con su simple existencia nuestra ridícula pretensión de ser terminal terrestre para la mirada ajena.
¿Qué puede pensar de mí una persona así?
¿Qué puede pensar de mí una persona que, al tiempo que repasa mis deberes, escucha embelesado las más íntimas y picantes zalamerías, intercambiadas entre terrosas sábanas de todas las coliflores enamoradas que en el mundo hay?
¡Nada!
No puede pensar nada porque para saltar hacia cualquier pensamiento los pies tienen que apoyarse en el terreno de la pregunta; por ende, de la ignorancia. Sin preguntas no hay pensamientos; sin necesidad no hay deseo. Dios es un barrigón que sostiene una infinidad de nada entre sus rechonchas manazas: una soñolienta saciedad.
Y sin deseo, se le ocurre al niño, no hay poder.
Faltan sólo cinco minutos.
No hay cómo acercarse al nido de los cuervos si no se desea saber, si no se está sin ver (y se está hambriento de ver) esos entrañables huevos de color celeste veteado de café.
El niño, ya crecido (o eso cree), se encuentra delante de una pantalla en las oficinas de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA). Delante de él, el texto de un billón de correos electrónicos y de un billón de conversaciones por celular. Al lado, desparramadas sobre una mesa, las hojas de su adaptación teatral de Young Goodman Brown, con la nota de rechazo de su agente literario. Escueta: “Mientras Ud. persiste en ofrecerme coliflores como protagonistas, no creo poder vender nada suyo.”
Los agentes literarios son impermeables ante las ironías.
Si ése era, precisamente, el punto: ante la mirada de quien todo lo sabe (la suya, verbigracia, la de esta supercomputadora, que él ya había bautizado como Goodman) ya no hay cómo distinguir entre humanos y coliflores. ¿Que las coliflores todavía no visten de látex, empuñan flagelos, seducen profesores, planifican encuentros, envían sonetos obscenos anónimamente a recaudadoras de fondos para iglesias parroquiales? Deles tiempo.
En ese jardín de la escuela, ahora estoy convencido, hay alguna coliflor terrorista, yihadista incluso. Está escondida, esperando su oportunidad contra los tomates. Conocerlo todo es, a estas alturas, no poder sorprenderse de nada.
Conocer… no poder…
– Si no tienes nada que esconder, no tienes nada que temer – el bramido del maestro le despierta de su sueño. – Vamos, lárgamelo todo, chico. Quiero ver qué tienes en tu bolsillo.
El niño piensa que si mete la mano, ahora, con la brusquedad propuesta, el huevo ya no será huevo. Será nomás una tortilla deshecha, algo feo y repulsivo, una mancha buscando a quien manchar, restos tibios de una tertulia interrumpida.
La mirada a veces destruye. El maestro ahora se llamará Basilisco. Y esa hambre de contenidos de bolsillos le parece, de repente, la mayor obscenidad concebible. ¿Acaso pudiera cargarse en ese bolsillo algo que ofendiera tanto la vista del barrigón celestial como lo que ese viejo maestro cargaba en el interior de su opaco cráneo? ¿Ese terrible vacío, esa terrible sed que no conoce de vergüenzas, ni de quid pro quo, de dulces intercambios de confesiones?
Si nada escondes, Goodman, no has de temer la publicidad.
El niño, ya mayor, mira por la ventana del terminal aéreo recubierta de una fina capa de escarcha.
Al otro lado de la nevada pista de aterrizaje está ese árbol negro, de una especie que no sabría identificar, esperándole. Faltan tal vez diez minutos para el vuelo hacia su nuevo país. Entonces, desconocedor, irá a ver si los cuervos ya terminaron sus nidos.