Cuando ere un pelado de 11 años fui a ver a “Los Ilegales” al estadio Modelo de Guayaquil. Era la primera vez en la historia del país en que se armaba una tarima en medio de una cancha de fútbol para un concierto de rock. Los Ilegales, un trío de rock primitivo y contundente y de letras violentas, serían el grupo telonero –así lo había determinado la extraña lógica de los empresarios organizadores–; el grupo principal serían los Hombres G, una bandita de pop español.
Claro que no fui solo, me acompañaron tres amiguitos del colegio: Roberto de 9 años, su hermano Rafael de once y Felipe también de once. Obviamente, nos acompañó una persona mayor, el papá de los Roberto y Rafael, pues ir a un concierto en el estadio sin la custodia de un adulto era impensable a esa edad, sobre todo a mediados de los 80, época de mucha represión policial. Menos aún si íbamos a las graderías de la general, a donde seguro irían “Los Pitufos”, los de “La 42”, “Los Stayfrees” y quién sabe qué otras pandillas de la época, fanáticos de primera línea del rock de Los Ilegales.
A mí, en cambio, no me gustaban Los Ilegales. A mis pueriles 11 años los calificaba de “inmorales”. Una de los recuerdos más imborrables del concierto, (previo al concierto, mejor dicho) fue cuando, ya sentados en la duras graderías de hormigón del estadio, el papá de mis amigos (el había llevado un cojincito para sus posaderas) me explicaba por qué Los Ilegales eran un gran grupo y que sus letras descarnadas describían una realidad que, como pocas bandas de rock, ellos lograban retratar y develar con autenticidad. En esa época ese señoor era un viejo trotskista (era algo menor de lo yo soy ahora), sin embargo no sólo estaba al tanto de lo que escuchaban los jóvenes, sino que era capaz de entenderlo y defenderlo. Lo que me dijo fue muy convincente –probablemente en el marco de un discurso de lucha de clases– pero sobre todo me gustó esa actitud de apertura y, por qué no, de fascinación, que él a sus casi cuarenta años demostraba hacia música nueva.
Los organizadores del concierto habían armado la tarima de frente a las localidades caras: pista, palco y tribuna. Los de las entradas baratas, nosotros, los de general, nos teníamos que conformar con ver el concierto desde atrás, mejor dicho, ver los andamios de luces y los parlantes que tapaban casi todo el escenario. La furia de las clases bajas no se hizo esperar y grupos de jóvenes empezaron a avanlanzarse sobre las mallas de contención para derribarlas. Los policías se prepararon para la batalla y se apostaron al otro lado de la cerca metálica con sus toletes y hasta con pastores alemanes, tan sedientos de sangre como ellos.
De pronto, un segmento de la malla se vino abajo por los sacudones salvajes de los espectadores y empezó la primera estampida, que los pacos pudieron contener a garrotazos y soltando a los perros para que ataquen a la masa. Los miembros de la cruz roja cruzaban una y otra vez la cancha de fútbol transportando en las camillas a heridos sangrantes. Pero los fans de Los Ilegales no se iban a dar por vencidos y, más enfurecidos ahora que había corrido sangre, seguían tratando de tumbar la malla en varios puntos. Por supuesto, no estábamos entre ellos ni mis amigos, ni el papá, ni yo, que más bien nos alejamos lo que más pudimos del borde inferior de los graderíos y trepamos hasta las últimas filas, desde donde se tenía, por cierto, una visión panorámica de esta “revuelta juvenil en Mongolia”.
Los fans lograron abrir otro boquete y por ahí empezaron a colarse, a pesar de los garrotazos y las fauces de los perros. Cientos, miles de jóvenes, como agua a presión de un dique que se resquebraja, invadían en chorros humanos la cancha de fútbol y los policías, después de repartir tantos golpes, ya no tuvieron más remedio que reconocer que el alud era imparable. Minutos después esos mismos policías que habían fracturado cráneos nos extendían las manos para ayudarnos a sortear las mallas derruidas y los alambres de púas en nuestro camino hacia la pista.
No me acuerdo qué canción estaban tocando Los Ilegales cuando ocurrió la invasión (quiero imaginarme que era “Destruye”, pero a lo mejor ni siquiera había empezado su concierto). Lo que sí recuerdo es que Jorge Martínez, el líder del grupo, saludó al público con su voz de enfermo psiquiátrico y sus ojos desorbitados:
– ¡Bienvenidos, colados!
Y los colados, nosotros los de la general, apoderados de la pista, la localidad más cara, les respondimos con un grito de victoria. A pocos metros de nuestros ídolos, esos a los que hace apenas unas horas yo calificaba de inmorales, cantamos y bailamos durante todo el concierto y vimos cómo Martinez vaciaba una botella de champán sobre su semi calva cabeza y destrozaba su guitarra en el escenario. El papá de mis amigos no bailó, ni cantó hasta desgargantarse como yo; en un momento lo vi: estaba acostado sobre la cancha de fútbol, bajo uno de los andamios, con los ojos cerrados y su cojincito bajo la nuca.
Unos diez años después vine a Europa, un continente en plena fiebre del tecno, la música electrónica y los raves más grande que jamás vio la humanidad. Yo ya no era precisamente un peladito, sino más bien un pelón (en México y en Bolivia pelón significa exactamente lo contrario: sin pelo, calvo) y, a diferencie de mis congéneres europeos, seguía escuchando a Los Ilegales que nunca dejé ni, creo, dejaré de escuchar.
En un viaje que hice a Sevilla para visitar a mi pana Rafael –con quien compartía, ya ven, no solo la experiencia determinante de haber asistido a un concierto de los Ilegales sino también la de haber emigrado a Europa– volvimos a ver al maestro Jorge Martínez. Esta vez él no estaba subido en un escenario y nosotros no lo contemplábamos desde abajo, sino que estábamos en ese sitio que, como la muerte, hace iguales a los humanos: la fila del baño de un bar. La sorpresa fue tan grande que se nos quitó un poco la ligera borrachera que llevábamos. Nos acercamos a él muy emocionados:
– ¿Jorge Martínez? ¡Hola, Andrés, Rafael, mucho gusto! nos presentamos y le dimos la mano
– Hola! De dónde sois?
– ¡De Guayaquil!- contestamos en coro
– Pues ahí dimos un concierto de puta madre hace muchos años.
– ¡Sí, sí, septiembre de 1986, ahí estuvimos nosotros, teníamos once años! otra vez en coro, con orgullo.
– ¡Ostia, qué fuerte, tío! Pero dejadme ir a mear y luego os invito a unas birras.
El maestro fue a mear y luego, efectivamente, nos invitó a tomar unas cervezas.
Estuvimos conversando un buen rato, rememorando el legendario concierto. Le contamos que en Ecuador hasta se habían escrito obras de teatro sobre los Ilegales, que ellos habían marcado un “antes y un después” en nuestras vidas y en toda una generación. Creo que él se entretuvo bastante con nosotros y que no caímos en el vergonzoso rol de grupies babosos, salvo, quizás, cuando Rafael dijo al despedirse, luego de darle la mano “es como una experiencia religiosa”.
Poco después me convertí de casualidad yo también en organizador de conciertos, ni de lejos tan multitudinarios, ni tan históricos, ni tan accidentados como el de Los Ilegales en Guayaquil. Me mandé mis cagadas también, como la vez en que mi socio engatuzó a un ejecutivo de la Deutsche Bahn para que nos dé permiso de hacer un “evento cultural” -expresión con la que enmascarábamos las fiestas más salvajes– en uno de sus terrenos, bajo la promesa de dejarlo completamente limpio a una hora determinada.
El concierto empezó con cinco horas de retraso. Los músicos mexicanos se habían ido a pasear y “se perdieron” en el barrio de las putas, pero el público fue bastante más paciente que el de Guayaquil.
Después del evento (fue un conciertazo de puta madre) nos pegamos una borrachera (también de puta madre) y al día siguiente el ejecutivo de la Deutsche Bahn llegó puntual a la explanada que nos había facilitado y vio el desastre: no solamente estaba llena de basura, botellas rotas, restos de comida e inmundicias, sino que la habíamos cercado con unas vallas de cerramiento del terreno aledaño –propiedad también de la Deutsche Bahn– que utilizamos de la manera más ilegal sin haber pedido permiso.
En otra ocasión presentamos a una banda colombiana bastante buena pero que en esa época no muchos conocían. Yo me subí al escenario disfrazado de Chapulín para hacer un poco el payaso. El público –qué fácil es emocionar a estos latinos emigrados evocando esos esos personajes de la infancia– empezó a delirar y a gritar en coro “¡Chapulín, chapulín, chapulín!”. A los músicos no le hizo nada de gracia que les robara el show, sus miradas eran inequívocas al respecto, así que hice un venia ante ellos y el público y me bajé.
Con el tiempo llegué a ser el responsable, junto con un grupo de amigos, del escenario latino de uno de los mejores festivales del mundo. Pero créanme, a mis casi cuarenta años y en camino a convertirme en pelado, esta vez en sentido literal, me cuesta cada vez más estar al tanto de qué escuchan los jóvenes. Podría decir que, casi, escucho sólo música de gente que está muerta (o de gente que conozco personalmente).
Cuando me enteré de la renuncia de Ratzinger lo primero que hice fue buscar el video de “Europa ha muerto” canción de Los Ilegales de principios de los ochenta, cuyos versos se han convertido en profecías que hemos visto cumplirse con el paso del tiempo: “No hay muro en Berlín, no hay punkis en Londres, no hay rusos en el Kremlin, no hay valses en Viena, no hay bancos en Suiza, no hay Papa en Roma, ¡Europa ha muerto!”
Los Ilegales ya no existen y Jorge Martínez tiene una nueva banda. Ya no canta vestido con su chaqueta de cuero ni con voz de pandillero o enfermo mental temas que se llaman “Destruye”, “Revuelta juvenil en Mongolia” o “Europa ha muerto”. Ahora usa un anticuado traje de los años cincuentas y con una voz atemperada interpreta viejos boleros o clásicos del rock and roll italiano y otras canciones con las seguramente el papá trozkista de mis amigos bailó en su juventud.
A mí me gustaría hacer un concierto con ellos, Con “Jorge Ilegal y los Magníficos”, que es como se llaman ahora. Me imagino que me disfrazo de Papa, de un Papa travesti, con ligueros rojos, labios pintados y zapatos con tacones de aguja, que me subo al escenario y me lanzo un discurso incendiario y populista: “¡Si yo fuera Papa repartiría toda la riqueza del vaticano entre los pobres, fundaría clínicas de aborto en los cinco continentes, perseguiría a los sacerdotes que auspiciaron guerras y fueron cómplices de dictaduras!” y al final gritaría: “¡y les mandaría a hacer una estatua a Los Ilegales en el Malecón de Guayaquil, donde caguen los pájaros!”
https://gkillcity.com/sites/default/files/images/imagenes/111_varias/600Troya.jpg
Andrés Troya