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@AF1825

Sobe una minoría guayaquileña y su extraña relación con el espacio público

Alguna vez fui periodista, de esas que recorren los días con libreta, grabadora, esfero y poco tiempo a cuestas. No es que se gane mucho –y ciertamente, no todos somos corruptos – pero también hay situaciones que causan gracia, como los encebollados en las ruedas de prensa de la llamada “fuerza amarilla”.

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Las investigaciones de los periodistas que cubren los hechos diarios suelen ser muy sencillas pero no por eso carecen de valor, muchas veces recogen la urgencia de un ciudadano que desesperado, acude a la exposición de su realidad para pedir ayuda o el cese de lo que considera una injusticia.

A ciertos poderes no les gusta que la gente viva en lo que ésta considera libertad. Cuando decide pintar la pared externa de su propiedad privada, los predios abandonados, cubiertos por una sucia pared, o la de otros con o sin su permiso, les tapan los dibujos. Si no se someten con facilidad a las nuevas disposiciones, enfilan sus pequeños grupos de hombres corpulentos para asustarlos. Existen otras formas refinadas que incluyen la creación de leyes, mayorías y persecución, para que las gente entiendan que no pueden seguir con sus acciones, pero ahora estoy hablando de otro caso, del guayaquileño.

Hace años mantengo mi queja, que he matizado con la autocrítica –algo reaccionaria– que da la madurez. Sé que el poder local tiene la aceptación de muchos, la reforma estética emprendida en los espacios del centro y otros lugares, la identidad ligada a dichos espacios, los parques, legalizaciones de tierra, parques, mercados y programas de atención que brindan en los sectores llamados populares, fundamentan en parte el voto mayoritario de la gente. Habría que ser ciego para negar que existe un proyecto y algo mudo para quedarse callado cuando no se está de acuerdo con algo.

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Algunos creemos –supongo, una minoría– que en Guayaquil existe un problema complejo en el así llamado espacio público. El seis de julio de 2012 (No hace tanto) un grupo de mujeres, gays y transexuales femeninos, presentaron una denuncia ante la Defensoría del Pueblo porque miembros de la Policía Metropolitana frustraron su pacífica protesta.

Un amigo y yo mantenemos la hipótesis de que tras el encuentro arriba mencionado, los Policías Metropolitanos se acercan a preguntar educadamente: ¿De qué se trata? cuando la gente llega con sus carteles, ya sea por reclamos distantes a la Franja de Gaza o para pedir la libertad de los 10 de Luluncoto.

En una sola ocasión, durante mi corta vida de periodista, vi una decena de hombres corpulentos apostados frente a la casa de un ciudadano que osó, junto a su pareja, dibujar cuadrados en una pared. Creo que aquí subyace la necesidad de controlar a los demás, asumiendo que si no existe intervención del control, la gente saldrá y terminará pintando la ciudad completa. Sin embargo, otras experiencias cercanas prueban lo contrario, el grafiti puede constituir un atractivo turístico para las ciudades y un elemento estético de bajo costo.

Cierta parte de la clase media guayaquileña apoyó a Daniel Adum cuando pretendían encarcelarle por pintar cuadrados de colores en las paredes, la defensa legal del guayaquileño probó entonces, que la ordenanza que prohíbe la pintura en las paredes debió expedirse en la Asamblea Nacional, no en el Consejo Cantonal, porque dicha legislación implica reclusión y dictarla no es competencia del último organismo de control municipal mencionado.

Los enunciados que controlan se llaman leyes y son distintas en todos lados. El año pasado visité Bogotá y quede sorprendida con los grafitis que cubrían las paredes en el sector norte de la ciudad. Una periodista de Machala con la que viajaba a un encuentro sobre salud, me decía en el automóvil que en su ciudad tampoco se permiten las intervenciones espontáneas de las paredes.

Hace menos de un mes supe que un grupo catalogado como académico, ha conseguido del Municipio le otorgue el “permiso” a un grupo de grafiteros locales para intervenir una pared de Guayami. Siempre consideré que el grafiti mantiene su máximo valor estético cuando el carácter de la intervención es subversivo. Cuando visite Bogotá lo pude comprobar. Los dibujos subían de nivel mientras aparecían en las calles, intercalados con las puertas de los negocios, los extremos grises de los edificios y las paredes abandonadas, toda la ciudad iba llenándose de interpretaciones coloridas en el sector norte. Sentí mucha pena al dejar la ciudad, jamás entendí porque un pintor habría de pedir permiso para regalar su trabajo en una pared, más allá de su talento. Y si debe pedirlo, ya que incide en una estructura social me ha dicho alguien, la pregunta sigue siendo: ¿A quién? ¿A los vecinos o al Municipio?

Nunca entendí porque la pared de mi casa no habría de pertenecerme.

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Si voluntariamente se acepta firmar un contrato que te obliga a dejar tu vivienda uniforme, es comprensible, pero sigo preguntándome: ¿A quién le pertenece la pared que cubre la casa que compré con mi dinero o que pague a otro para que la construya –que constituye además mi tiempo y mi libertad– que intercambie por un espacio? Si a los vecinos, el asunto parece no incomodarles, ¿qué pagó el poder para decidir sobre la pared? Nada, porque los impuestos prediales, incluso, salieron de mi bolsillo.

Fernanda Carrera