Hace unas semanas, en horas brujas de la noche, estuve haciendo una búsqueda por Google de algunas ex (cosas de viejos) temporal y geográficamente remotas. La búsqueda de la primera (en orden cronológico) fue infructuosa hasta que se me ocurrió la peregrina idea de cambiar su apellido de soltera por el de casada; y digo peregrina porque durante casi todo el tiempo que estuvimos juntos (unos tres años y medio) ella no solamente renegaba del matrimonio (institución burguesa que oprimía a la mujer) sino que se adhería a la creencia feminista, convertida hoy día prácticamente en ortodoxia universal, de que una mujer que adopta el apellido de su marido está sosteniendo un sistema patriarcal profundamente anacrónico.
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Yo ya sabía que su oposición al matrimonio como institución no había sobrevivido al descubrimiento de que el novio por el que me dejó disponía de unas pingües cuentas bancarias y un carro tan reluciente como veloz. Pero pensaba, durante todo este tiempo (han pasado casi tres décadas) que lo del apellido sería innegociable, como lo es para cualquier mujer educada hoy en día. Ingenuo de mí. Ahí salió ella en pantalla, con ese aburrido “apellido de casada”, inconfundible en esa foto que acompaña al artículo publicado en un diario centrista del Reino hUnDido, su única producción literaria googleable hasta la fecha (aunque en su reseña biográfica se autocalifica como “escritora”), lógicamente desmejorada (han sido años insobornables para todos nosotros) pero con el mismo pintalabios de vampiresa, la misma piel pálida de irlandesa de cepa, la misma nariz aguileña, la misma mirada agresivamente maquillada y pretendidamente penetrante. Guardé la foto. La he vuelto a mirar algunas veces desde entonces, con atención, con un poco de tristeza y también un poco de asombro.
La neblina impresionista del recuerdo suaviza y humaniza a los personajes. Sabía que no habíamos sido nunca la pareja perfecta, pero quería pensar que algo tenía que haber en algún momento, alguna chispa, algún entendimiento mutuo, algo de auténtico cariño por lo menos en las etapas iniciales; algo “rescatable”. Aquella foto me brama que no. La mujer de la foto, no menos que la del artículo, no será incapaz de sentir cariño, pero en todo caso sería siempre un seudo cariño condicionado por los prejuicios, que en esa foto y en ese artículo se revelan absolutamente triunfantes, hegemónicos, decidores. El recuerdo, con leve incomodidad cicatrizada, lo confirma. Ella fue siempre prejuicio con cuerpo de mujer. En aquella época yo era tan ingenuo como para creer que lo uno equilibraba lo otro, o por lo menos lo compensaba. Y que para merecer a la mujer, había que moldearse al prejuicio, que eso era ley de vida y precio de mercado. Ahora no creo eso. O bien lo creo muy a contrapelo.
Cuando la conocí, ella era conservadora y católica: yo, entonces, me declaraba “católico ateo” (no era suficientemente buen actor como para fingir creer en algo tan estrambótico como un Dios, pero esperaba poder satisfacer en todo lo demás, incluido la capacidad para recitar el credo niceno en Latín). Cuando, luego de un año de separación, la volví a conocer, ella entonces era atea, marxista, leninista, trotskista, feminista y no sé cuántas istas más (Universidad 1, Familia 0). Para que mi pasmada presencia al lado de esa ferocidad caminante no fuera un simple chiste surrealista, tuve que vivir una mentira, sin saber que lo era, porque aún era demasiado joven para saber quién era yo en realidad. Me volví ista en lo que hacía falta, el tiempo que duró esa relación, la cual terminó en lo que el derecho laboral británico denomina “constructive dismissal” (y lo digo para no entrar en detalles). No la culpo por nada de de esto: más tarde en la vida, yo volvería a cometer el mismo error varias veces, error al cual me predispone un núcleo de complejos derivados de viejas vergüenzas tan genéticas como irrenunciables. Pero si bien en los otros casos quedó flotando en el aire la pregunta “y si yo hubiera sido menos cobarde, y más yo, ¿qué…?” en el caso de la Connie (habrá que darle un nombre, supongo) no queda pregunta alguna. Para ella, tus ismos determinan tu valor. Y el artículo suyo, escrita con ocasión de la muerte de la Margaret Tacha (como inevitablemente se la conoce en tierras hispanoparlantes) da fe de que en eso no ha cambiado nada en todas estas décadas.
En breve, el artículo dice que la Tacha fue responsable de la decisión de no seguir subvencionando con dinero público la ruinosa industria de acero británico, por ende de la destrucción de muchos puestos de trabajo en aquella zona de la costa galesa donde en aquel fatídico 1984 aterrizamos: responsable por ende de todas las crisis, de todas las desgracias y de toda la pobreza de aquel Shotton calamitosamente shat-on hasta el presente, responsable por ende de la muerte prematura de su suegro, por causas no especificadas, pero al parecer relacionadas con una “depresión” de etiología laboral. Sí: la Tacha mató a su suegro. Lo tachó, vaya. Por ello y por muchas cosas más, ella, la Connie, “no conoce a nadie” que no desprecia de corazón a aquella difunta ex primera ministra de infausto recuerdo.
No me conoce a mí, entonces. Ni quisiera.
Yo no desprecio a la Tacha. Tampoco la recuerdo con cariño. Simplemente, no me considero con derecho a tales opciones, pues no la conocí nunca como persona. En aquellos años 80 ella fue para la mayoría en aquel Reino hUnDido, más que persona, una enfermedad, un picor anal, unos acordes fúnebres, un pánico en cámara lenta, una voz monótona amplificada hasta la cacofonía y la incoherencia oníricas. Su quehacer fue definido en gran parte por los años precedentes: fue la encargada de vaciar atropelladamente aquella mesa llena de bonitos pasteles llenos de crema y de arsénico, ganándose el lógico odio y la eterna ingratitud de los golosos comensales. Pocos se acuerdan de aquellos setenta que la precedieron, del Invierno del Descontento, de las calles llenas de basura amontonada, de las ratas, de los cortes de luz, del pan de soda, de las Diosas Verdes. Ella tuvo que ser (pero lo fue con un entusiasmo indecoroso) el Antídoto a todo aquello. Fue también, con el mismo entusiasmo, político: por eso la falta de cariño de mi parte. Sí, también tengo mis prejuicios. Pero los llevo, no con orgullo, tampoco como carta de presentación, y menos como currículum indispensable, sino con tristeza, como aquella carga pesada a la que nos condena nuestra condición de seres humanos. Sigo buscando, aun en mi vejez y decrepitud, razones para no creer, sobre todo, para no creer en mis propios prejuicios. Los que aún quedan lo hacen, creo, menos por apego emocional que por su gran poder simplificador y adivinatorio.
Podría decirle a la Connie: tú también, entonces, eres asesina. Me mataste a mí (si se confía en las cadenas de causa-efecto de largo alcance, al parecer blindadas contra cualquier endeble voluntad humana), con ese brusco despido tal vez, pero más con todos los años de incomprensión que lo precedieron, con esa violación a la que me sometiste, alguna vez físicamente, en cada momento psíquicamente. Pero no lo digo porque responsabilizar a quien no quiere responsabilizarse siempre ha sido tarea ingrata, moralmente peliaguda, apta para ilustres jueces más que para simples vividores y demás chusma de mi propia laya. Y también porque ese hábito de responsabilizar a otros de tus propios errores es (como el mencionado pastel envenenado, llamémoslo Estado de Bienestar o lo que quieras) algo que sabe recontrarrico pero que te va matando poco a poco como agente y después como gente. Llega el momento que estás tan cerca de la muerte, que ya no puedes refugiarte en las ideologías para seguir ignorando cualquiera de sus múltiples manifestaciones cotidianas. Y ésa es una.
A la Connie sí le concedo ese recuerdo cariñoso, con sabor a desliz, no por lo que ella era o mejor dicho nunca fue, sino por ese detalle ya mencionado, de que a pesar de todos sus esfuerzos, era, de vez en cuando y de modo muy fugaz y asaz bizantino, mujer. Concretamente: supo, un día de primavera, en la ventosa costa del este de Inglaterra adonde habíamos llegado haciendo autostop el día anterior, llenar, lo que se dice llenar, un bañador negro de cadera alta y modesto escote. Al ver el efecto que el tal atuendo tenía sobre mí, me sonrió, satisfecha, mientras el viento del Mar del Norte jugaba con sus negros cabellos. No se me ha quedado ningún recuerdo más de la misma especie, pero ése me basta para creer que viví, no con un esperpento, sino con una simple aspirante aventajada a ello. Me basta, digo, por ahora.
En eso las y los lesbianas y lesbianos tenemos suerte. La palabra “mujer”, y las evocaciones que conlleva, dignifica, suaviza y humaniza a quienquiera la luce, evocando sensaciones siempre agridulces: por tanto, al llegar a viejos, nuestros recuerdos nunca tendrán esas líneas expresionistas, con sabor a pesadilla y a tinieblas, a que se enfrentan las mujeres al recordar sus propios errores. Es un simple efecto óptico, nada que ver con la realidad vivida, pero nos favorece y nos consuela, si queremos aprovecharnos de ello.
Para ella yo ya no existo desde el día en que se casó, pero si existiera, ella tendría que someterme a interrogatorio para decidir si me recordaba también con algo de fruición o sin ella. Ella no conoce de personas, sólo de ismos. El filtro intelectual antecede, en ella, al sentimiento. O mejor dicho, tal vez, el filtro tribal. Ella pertenece, con mucha honra, a la tribu de los Anti-Tacha. Si yo resultara (por la confluencia de mis ismos) ajeno a ella, sería una no persona, simplemente, incapaz de inspirar sentimiento alguno, salvo (en un día soleado) el más absoluto desprecio.
Cabe preguntar si todos somos así.
Tal vez lo seamos: en tal caso, nos convendría escoger con cuidado nuestras adhesiones tribales. El artículo de Connie es elocuente al respecto. Para ella, no hay cosa peor que ser de Maidstone (del sur de Inglaterra), si no es el ser patriota aficionada al tenis, lo cual practicado en tándem le hace a una cualquiera sospechosa de regentar “una cadena de salones de belleza especializados en prácticas dudosas” (en una frase digna de John Kennedy Toole). Hay que ser mujer y no hombre (bueno, eso era antes), de izquierdas y no de derechas, clase media y no media-alta, etcétera, so pena de no contar. Si el othering fuera deporte olímpico, ella sería Usain Bolt.
“Does anyone know any negroes?” (La mamá de Nancy Cunard)
“I don’t know anyone who doesn’t.” (Connie: hay que imaginarse la voz de la mismísima Tacha, pero con el acento que tuviera la Dama de Hierro si le hubieran dado papel de femme fatale en una película de cine negro… ya, acertaste)
Terrible, ese no te conozco tan bíblico como terminante y declarante de guerras. Antes de llegar a ello, prefiero un tribalismo alternativo, el de los vivos contra los muertos, quienes, ellos sí, tienen gran parte de la culpa de todo lo que nos ha pasado, aunque sea nomás por habernos legado estos apestosos dientes, estos instintos ayckbournescos, estos calamitosos genes y este hediondo vertedero de talentos que algunos persisten en llamar sociedad, pero quienes en lo que nos pasa ahora no habrían de tener, si nos cuidamos, ni voz ni voto. El saberse vivo y en comunidad con los vivos, el Homo sum, humani nihil…, es, por supuesto, un hábito mental necesitado de cultivo disciplinado y un poco oriental. Sus enemigos – el sueño, el matrimonio, el trabajo, la enfermedad, por no hablar de los circos tipo Martin vs Zimmerman – son mis enemigos. A mí me van derrotando, pero quizás a ti no. Otro enemigo a tomar en cuenta es el tiempo, que a aquella Connie que alguna vez fuera mujer (y hasta concursante en baile de salón, si Google no me falla) la quiere convertir en “escritora” semianalfabeta, exactamente como siempre ha sabido convertir a los Jesús en Cristo, a los revolucionarios en tiranos, a las ex novias en espantapájaros y a los poemas en himnos nacionales.
Mucho cuidado con ése. Con los recuerdos también ha que ser empáticos. Y si las momias supervivientes los traicionan, pues entonces todavía más.
Aoysius Cakesniffe