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@Ladrillazo

Por muy obvio que nos resulte, dejemos en claro una premisa fundamental: ser el responsable del destino de una ciudad no es tarea fácil.

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Stéfano Rubira. De la serie «Curaciones». 2007

Planificar un evento urbano, como el Guayaquil de nuestros días, es un proceso de que debe realizarse con un criterio que nos permita lograr una integración basada en el bienestar común. Tal gestión debe mejorar la vida de una colectividad, mediante la implementación de soluciones acertadas a los problemas que agobian a muchos ciudadanos. Quizás la mejor manera de iniciar tal proceso, no deba quedarse en el simple análisis de la situación actual. Personalmente, considero conveniente que se incorporen los riesgos que conllevaría la ausencia de planificación alguna; de tal modo que sepamos hacia dónde se dirige el barco, si es que no damos un giro de timón, en el momento oportuno. Eso nos lleva entonces a la proyección básica de dos Guayaquiles futuros y extremos: el que anhelamos como espacio de bien común, que refleje en sus TODOS sus espacios públicos y el que seguirá siendo -como lo es hoy- un escenario de conflictos, aunque aumentados exponencialmente. La profundización de dicho análisis nos iría abriendo el camino a otros Guayaquiles futuros, quizás más realistas y factibles.

Me llama mucho la atención -y me preocupa- que cuando se muestra a ciertos guayaquileños una foto que demuestre las condiciones precarias en las que sobrevive el 70% de la ciudad, se pretenda culpar de tal mal a la economía nacional, o al centralismo; ambos son respuestas descartables.

Descartemos al sistema económico nacional como culpable, porque aún jugamos el papel de motor económico del Ecuador. Guayaquil aún sigue siendo el lugar que brinda más facilidades para hacer dinero en el país, sin tener que recurrir al Estado. De igual manera, si la causante de este mal fuera la economía, veríamos asentamientos informales en todas las ciudades ecuatorianas, que abarcarían una proporción semejante a las que se ven junto al Guayas; y no existirían ciudades como Cuenca, que apenas tiene un 20% de su territorio ocupado por invasiones. Dicho porcentaje contrasta mucho con el 70% que tiene Guayaquil.

De igual manera, el centralismo queda descartado por una razón mucho más sencilla y evidente: Quito es la segunda ciudad ecuatoriana con mayor cantidad de asentamientos informales. Si la falacia del centralismo como ogro discriminador de ciudades fuera cierta, Quito adecuaría sus espacios de manera más ágil y acelerada; pero como es conocimiento público, las atenciones metropolitanas aún no están sincronizadas con las necesidades colectivas.

Luego de esta eliminatoria regresamos al sospechoso principal para nuestros achaques urbanos: la mala o nula planificación del crecimiento de Guayaquil. Conviene entonces revisar cuál ha sido la estrategia usada hasta la fecha por las autoridades locales. Hasta hoy, las obras municipales han sido esparcidas en la ciudad según un cuadro de equilibrio entre lo urbanísticamente indispensable y lo políticamente conveniente. Dicho de otra forma, para la realización de un proyecto se toman en cuenta factores como el impacto visual y político (y en su momento, electoral) que puede generar. Las obras deben ser más que evidentes, vistosas. Bajo tal mentalidad, las necesidades colectivas se relegan por medio de una frontera social, que separa al Guayaquil formal y adoquinado del Guayaquil de rellenos y cascajo. Las infraestructuras y redes avanzan, pero no a la velocidad requerida; y se suele convertir a los proyectos invisibles en visibles. Las instalaciones de nuevas redes públicas deben generar trincheras, que afecten el desenvolvimiento de la comunidad beneficiada. Trabajar en horarios nocturnos, cuando la comunidad y el tránsito se verían menos afectados el algo que casi siempre termina siendo descartado.

Lo que delata a grandes rasgos esta forma de «esparcir» obras es que no existe un plan general para la ciudad. Las obras realizadas no son producto de un plan «macro» de la urbe. Al contrario, se presenta ante los habitantes una sumatoria de obras como plan; lo cual ha sido creído ingenuamente por una muchos.

Al no existir un plan general de la ciudad, el crecimiento de ésta queda a merced de los traficantes de tierras. Las condiciones de vida de sus compradores no son algo que les preocupe. Suponen que el Municipio se encargará de ello algún día. Y si lo hace, implicará un costo mayor en el metabolismo urbano. Más metros de tubería de agua, más metros de cableado y más kilómetros de transporte público. Todos esos factores terminan siendo pagados por el ciudadano.

Todos los factores mencionados anteriormente son la semilla de ese Guayaquil que no queremos para nuestro futuro; aquel que debemos evitar a rajatablas, que tendría los mismos problemas que tenemos hoy, pero elevados a la quinta potencia.

Descrito entonces el Guayaquil dantesco del cual debemos huir, ¿cómo debería entonces ser el Guayaquil ideal?

En primera instancia, debe ser un Guayaquil que se reencuentre con sus raíces; y al decir esto, lo que menos pienso es en una verbena ocurrida en la glorieta del parque Seminario. Considero factible y viable un Guayaquil que en el siglo XXI se reconcilie con su ría y con sus esteros. Somos una ciudad-puerto. Eso significa mucho más que ser un punto de tráfico naviero e intercambio comercial. La ría y el estero son los que nos han conectado con nuestros vecinos, los que nos han provisionado de alimentos y de espacios contemplativos y espacios naturales. No importa qué más hagamos; si no integramos nuestra hidrografía a nuestra ciudad, tendremos perdida la batalla de recuperar nuestra ciudad y nuestra identidad.

Paralelo a tal reconquista, debemos atender dos frentes. Guayaquil debe reformular su crecimiento hacia adentro; y lograr una integración amigable y eficaz con los cantones que nos acompañarán el futuro del Distrito Metropolitano de Guayaquil. Nos referimos a Durán y a Samborondón.

El Guayaquil del futuro debe crecer hacia arriba, pero tratando siempre de mantener la misma densidad poblacional. De esta forma, se puede lograr una distribución más eficiente de servicios públicos como agua, luz y alcantarillado. De la misma forma, tal medida permitiría el incremento de espacios públicos, que deberían ser usados para satisfacer las necesidades de infraestructuras locales: espacios verdes, centros comunitarios, museos (es inconcebible que sólo exista un Museo Municipal) teatros, centros hospitalarios, centros educativos, etc.

Evidentemente, no faltará quien asegura que se han mencionado actividades que están fuera de la competencia municipal; pero no olvidemos que es potestad del municipio poder otorgarle al Gobierno las facilidades para implementar nuevas infraestructuras, con tal de ver satisfechas las necesidades de los ciudadanos.

Un punto adicional: si alguien desea ver a Guayaquil convertida en un fantasma de hormigón, semejante a lo que es hoy la ciudad de Detroit, la receta es simple: NO HAGAN NINGUN PUERTO DE AGUAS PROFUNDAS. Resulta inaudita la ligereza con la que se ha manejado este asunto. Quizás sea tiempo de buscar otras posibles locaciones. Si Posorja no ofrece todas las facilidades, entonces que se hagan estudios en Puná o Tenguel. Pero si Guayaquil no desarrolla sus capacidades portuarias, simplemente, dejará de existir.

Creo que hemos llegado a un punto de crítico. Vivimos en la época que definirá el futuro metropolitano de la ciudad. Ese futuro depende en primera instancia de las autoridades y técnicos municipales. Sin embargo, quienes deben reaccionar también son los ciudadanos. No cuesta nada ver un poquito más allá y notar que lo esa mancha blanca que asoma frente a la proa no es un velero, sino un iceberg. Si la tripulación no grita, cargaremos sobre nuestras espaldas las consecuencias del naufragio.

John Dunn Insua