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5AM.

Frío negro. En la cima del mirador de Itchimbía, La Canción de la Tierra está por empezar.

Luces azules. La estructura metálica del antiguo Mercado de Santa Clara se revela en la noche. Quito, apagada, vibra en sus luces pequeñitas a lo lejos.

Mesías Maiguashca habla.

Esto no es para estar sentado en un sitio. La experiencia es en movimiento, desplácense. Si les molesta el sonido, que puede llegar a ser irritante, se tapan los oídos, es parte de la música.

Me ubico entre unas sombras que esperan.

La Mujer Puma empieza a frotar el tronco-jaguar-cóndor-serpiente ubicado en el medio de la planta en cruz de la estructura, suspendido desde un cuadrante metálico. Los sonidos salen de todos los ángulos del Mercado. Rayan la noche de un día que deja de ser calendario y se vuelve cósmico.

Texturas abstractas, paisajes sonoros bucean dentro de los oídos, y el pecho hacia el inconsciente, lo mágico.

No hay melodías.

Las sombras de la gente se mueven, caminan, murmuran se saludan entre sí, en medio del bosque de sonidos que forman la Orquesta de Instrumentos Andinos, La Banda Sinfónica Metropolitana de Quito, objetos sonoros de madera y metal, las voces del coro Mixto Ciudad de Quito, el siseo del público, los ecos del silencio de la ciudad.

El cielo clarea.

El borde del horizonte se dibuja con esas rocas milenarias cubiertas de nieve que ahora llamamos volcanes.

El celeste se impone sobre las luces de Quito.

El frío es mayor.

El sol se refleja nuevecito en este solsticio sobre los vidrios de la arquitectura.

La Canción de Amanecer, que recuerda un cántico precolombino, quizás una plegaria al sol, llega a su cita desde su jaula hispánica, que le impuso el “Salve, Salve Gran Señora” borrando su lenguaje original… y se libera, en las voces del Coro Mixto Ciudad de Quito. Desde el Coro, Beth Engatoff, baja de su puesto y susurra a los presentes el tono que todos terminamos cantando.

La sensación de que una nueva época comienza se expande junto con la tibieza del sol.

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Ricardo Bohórquez