He estado vinculada al caso Zulema y sigo sus incidentes con interés. Y mucha preocupación, debo decir. El caso ha sido muy mediático quizás por la forma en que se logró la libertad de ella. Ha sido muy satisfactorio constatar el genuino interés de algunas autoridades en la Fiscalía y en los Ministerios de Salud y de Interior, por ejemplo. Igualmente, complace que varios medios se hicieran eco de la noticia con interés y leer o escuchar a individuos en los medios condenar enfáticamente no sólo la existencia de las clínicas sino lo que las sustenta: la fobia a las diversidades sexuales y, como dijo una presentadora de noticias, la apelación a los dioses para sustentar esas fobias.
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Robert Mapplethorpe. The perfect moment. 1989.
Y a la vez, me resultó preocupante, por decir lo menos, escuchar o leer de gente común y corriente, condenas a las torturas, pero nada, muy poco o incluso excusas veladas a la actitud de la familia en este caso. Escuché a gente lamentar que un “asunto familiar” se haya vuelto innecesariamente mediático, cuando lo cierto parece ser que si “el asunto” (vamos a llamar las cosas por su nombre: el sometimiento y recluimiento forzado ilegal de una mujer lesbiana adulta) no se hubiera vuelto mediático quizás Zulema seguiría encerrada contra su voluntad y sujeta a torturas físicas, emocionales y psicológicas.
Para mí, esa idea de que la situación de Zulema era un problema familiar, privado, que competía sólo a la familia enfrentar y resolver es la problemática. Sea que se den cuenta o no quienes así la interpretan, están siendo permisivos con un abuso inaceptable en cualquier sociedad con reglas mínimas de respeto mutuo entre sus miembros.
¿Exagero? No creo.
Yo postulo que la raíz de la permisividad es la homofobia estructural.
De entrada, es la homofobia (lesbofobia, transfobia, etc) la que hace que el “problema familiar” en los casos como el de Zulema se plantee en términos de su orientación sexual: “El problema es que nuestr@ hij@ es GLBTI”. Pero resulta que para Zulema ser lesbiana no es un problema, pues. Ella es una joven adulta lesbiana asumida y sin aparente conflicto personal por eso. El “problema familiar” es la no aceptación por parte de la familia de Zulema del hecho de que ella sea lesbiana.[1] Y para eso, la forma apropiada, civilizada, respetuosa, de enfrentarlo es que su familia busque la ayuda que considere necesaria o que proceda como mejor considere pero jamás que la encierren contra su voluntad, peor aún para “curarla” de un “mal” que ella no tiene.
Pero claro, si para la sociedad lo problemático es la orientación sexual de una persona, entonces no es de extrañar que esa sociedad apruebe el objetivo de la familia de “curar al desviado” y en ese sentido, concientemente o no, relativice o sea condescendiente con los medios que use esa familia para cumplir ese objetivo. Por eso, porque replantear un problema ayuda a revisar lo que se tiene por problemático postulo que se reconozca la homofobia subyacente en decir que “el problema es que nuestr@ hij@ es GLBTI”.
Pero aún cuando esto no se haga y se siga aribuyendo el conflicto familiar a la orientación sexual de un miembro de una familia, sigue siendo reprochable que ésta se sienta con la atribución de perseguirlo y encerrarlo porque es gay, lesbiana, trans, etc.[2] La cuestión de fondo es que esa familia se siente no sólo justificada para hacerlo (“porque es un asunto familiar”) sino además excusada por la sociedad, expresamente o indirectamente. Así opera la homofobia estructural.
La excusa social indirecta se manifiesta de distintas formas en estos casos y, como suele suceder, permea en todos los niveles, incluso de las formas más perniciosas. En los casos como el de Zulema, las personas que dan la voz de alerta sobre las desapariciones suelen ser la pareja y/o amigos de las víctimas que responsabilizan nada menos que a la familia de éstas. Y ése ya es el primer gran escollo a la liberación pronta de la víctima porque aunque la primera intuición es que lo que ha hecho la familia está mal, las dudas inmediatas son que la retención pueda no ser ilegal porque la ordenó la familia o que denunciar a la familia pueda acarrear consecuencias negativas legales o de facto en contra de los que denuncian. Me constan la angustia y desesperación de parejas y amigos no sólo ante el hecho de la desaparición sino ante la falta de claridad sobre si pueden proceder y cómo, precisamente porque los sospechosos de la desaparición son los mismos padres.
Este primer escollo a la pronta acción es ratificado o exacerbado por la conducta de las autoridades. Activistas como Lía Burbano de Mujer y Mujer indican que en cuanto los fiscales se enteran que los denunciados son familiares, usualmente padres, suelen negar que se trate de posible delito. En el caso de Zulema, Burbano indica que tuvo que intervenir la Defensoría del Pueblo para convencer al fiscal de que receptara la denuncia. ¿Por qué? ¿Es acaso menos delito susceptible de investigación al menos, la desaparición de una persona por acción de sus familiares? ¿Cómo así? (Por cierto, ésta es la misma actitud con que se enfrentan las mujeres al denunciar violencia machista doméstica)
Otra de las claves que dan cuenta de la permisividad social en estos casos es la analogía con tratamiento cuestionables a las adicciones. No sé cuánta gente se ha preguntado porqué es que estos centros de “cura a la homosexualidad” operan adscritos a clínicas de tratamiento de adicciones de dudosas prácticas.[3] Resulta que hay quienes piensan que ser GLBTI es un problema de carácter, un vicio. Ésta es idea compartida por muchos padres, por cierto. No es coincidencia que muchos relatos de GLBTIs sobre sus salidas del clóset ante sus familias incluyan además de la usual mandada a ver a un doctor, presunciones de que la condición sexual está asociada a alcoholismo y/o drogadicción, sin mencionar prostitución, y una gama de perversiones sexuales varias que causa hasta gracia escuchar.
Quienes inescrupulosamente ofrecen “curas a la homosexualidad” juegan con esas ideas que muchos padres, en su ignorancia y frustración, comparten. Eso les ha abierto un nicho de negocio a gente cuyas prácticas de sometimiento y reclusión forzadas y torturas y malostratos las perfeccionaron con personas con adicciones diversas. Y así como mucha gente justifica como un mal necesario el que la familia interne por la fuerza a un miembro adicto, así mismo sucede en el caso del “desviado sexual”. “Es por tu bien, hij@, aunque ahora no lo veas así”, suele ser la “explicación” que dan los padres que encierran a sus hijos en uno u otro caso. Y presiento que aunque no lo digan expresamente, así también sientan muchas personas en el público. Nuevamente, la homofobia estructural.
Los padres en estos casos salen bien librados no sólo porque la sociedad a lo sumo puede criticar la violencia de los medios (internamiento forzado) pero justifica el fin (la supuesta cura o intento de cura a la homosexualidad). Se sacan barato su delito porque son los mismos hijos víctimas de la violencia y fobia (de quienes dicen quererlos por sobre todo en el mundo) los que sí demuestran amor y compasión en conceto y se niegan a denunciarlos por la posibilidad de que vayan presos. Y entre la falta de expresa condena social pública en general y de acciones legales concretas en particular incluida la denuncia, no es de sorprender que muchos padres se sientan legitimados en estas acciones.[4]
La actitud de los hijos que no quieren denunciar a sus padres y menos aún, verlos sancionados y tras las rejas es bastante entendible. (Actitud que debería merecer al menos reconocimiento social si consideramos que los hijos se niegan a seguir procesos legales contra personas que los encerraron ilegalmente). Pero, ¿y las autoridades? Aunque los procesos legales se concentren en las circunstancias e involucrados en el funcionamiento de los centros, ¿no hay al menos un interés en desincentivar la participación de los padres? ¿el proceso y la autoridad son indiferentes ante la forma cómo llegó la víctima al centro, por disposición y a cargo de alguien distinto del operador del centro?
El tema legal no es el interés de este artículo[5] sino la actitud de la sociedad, sus miembros y autoridades. En ese sentido, creo que aunque no sea el efecto deseado, la falta de reproche a la conducta de los padres que encierran a sus hijos porque rechazan su orientación sexual es contraproducente con el objetivo de cambiar esa permisividad social que critico aquí. Ciertamente que los operadores de esos centros son los mayores responsables de la retención forzada[6], pero hay que recordar que ellos retienen gente por encargo de alguien. Y ese o esos alguien no son menos responsables por su grado de parentesco con la víctima ni por la simpatía que podamos sentir porque ellos también son víctimas de una sarta de inescrupulosos. En este sentido, acciones concretas más allá de las sanciones legales (para lo cual sería bueno pensar en salidas creativas como darles a los padres condenados la opción de cumplir sanciones alternativas como aprobar cursos de educación sobre orientaciones sexuales y obligación de emprender, a su cargo, actividades de difusión comunitaria) incluyen campañas de difusión y formación. El presidente de la república, tan dado a comentar hasta los resultados del fútbol en las sabatinas, haría bien en reprochar enfáticamente a los padres que son los principales sustentos de esos odiosos centros de tortura. Eso le ayudaría además a repensar los alcances de la homofobia estructural, de la que él en algún momento reconoció ser un producto también.
Entre tanto, ¿cuántas personas más estarán encerradas en esos centros hoy? ¿cuántas lo serán más adelante? Por el momento, hay la noticia de una mujer desaparecida desde hace ya tres meses, bajo sospecha de que su padre es el responsable de su desaparición porque ella es lesbiana y se habría negado a someterse voluntariamente a un tratamiento de cura. Aquí.
[1] no digo que sea un problema menor; en un mundo homófobo como en el que vivimos no pretendo minimizar el drama que suele desencaderse cuando la familia se entera de que un miembro es GLBTI.
[2] Es importante recordar aquí que no todos los padres que creen que la orientación no heterosexual de un hijo es problemática los encierran en centros que ofrecen “curarlos”.
[3] Es importante resaltar lo de dudosas prácticas para distinguirlas de las clínicas de tratamiento de adicciones que sí operan bajo estándares profesionales.
[4] (No niego los casos de arrepentimiento, pero me atrevo a decir que suele darse más por las torturas que sufrieron las víctimas en esos centros que por la homofobia de la acción. Nuevamente, se entiende como un problema del medio no del fin.
[5] No es un tema menor, por cierto. Bastante hay para debatir y proponer en esa área.
[6] Y con ellos las autoridades que permiten esas operaciones. En el caso Zulema, la posible involucración de una comisaria de salud (precisamente la autoridad del comité interinstitucional local a cargo de controlar el correcto funcionamiento de las clínicas y prevenir que éstas operen como centros de abusos) da cuenta de la complejidad de la solución a este problema. La misma Ministra de Salud ha sugerido la existencia de mafias en torno a la operación de estos centros.
Verónica Potes