Elementos para la discusión sobre la despenalización del aborto en el Código Orgánico Integral Penal
Uno de los mayores aportes foucaultianos fue el de señalarnos la existencia de dos poderes estructurales vigentes en todo orden. El poder jurídico o estatal que se proyecta en la relación entre norma y obediencia; mientras que el poder disciplinario -ejercido por la sociedad- se basa en el control hacia los individuos por medios de estandarización y normalización de imaginarios y costumbres. Ambos han operado para construir representaciones de dominación heteronormativas, sexistas, clasistas, discriminatorias y de repertorios desiguales para el acceso a los derechos.
Esos poderes se encargaron de crear saberes y una moral opresiva mediante las distintas legislaciones como la penal. Un ejemplo ha sido la normativa sobre la penalización y criminalización del aborto, cuyo tipo jurídico se amparó en los contenidos religiosos y prejuicios conservadores, antes que en la generación de condiciones para maximizar el ejercicio de derechos humanos de las mujeres. La historia de Occidente bien puede ser explicada por el conjunto de ordenamientos jurídicos orientados a perpetuar dinámicas para vigilar y castigar el cuerpo social, direccionando soterradamente el despojo de los derechos a los distintos grupos humanos.
Las disposiciones del Código Penal que prohíben la interrupción del embarazo representan una de las formas más directas de violencia del Estado contra las mujeres. Esa ley recoge una imposición e interferencia atroz del aparato estatal contra el ejercicio soberano y voluntario que debe tener todo ser humano -en este caso las mujeres- para decidir las circunstancias, los entornos, los tiempos y las maneras en que ejercen sus derechos sexuales y reproductivos -en corresponsabilidad con su pareja-; derechos que no le pertenecen al Estado, a la religión ni a la cultura imperante.
Hay que advertir también que las mujeres necesitan condiciones justas y seguras cuando deciden abortar, justamente para que no corran el riesgo de morir. A quienes atacan la despenalización con el argumento de defender la vida, hay que informarles que las disposiciones penales actuales son más atentatorias contra la vida que la misma despenalización. Revisen los datos de la OMS, en los que se afirma que en nuestro país existen 125.000 personas que abortan durante el año, lo que equivaldría a que cada 4 minutos aborta una mujer en nuestro país, por lo que “el aborto inseguro es la primera causa de morbilidad femenina y está entre las tres primeras causas de muerte materna”. Si consideramos los indicadores de pobreza en el país, solamente aquellas con recursos económicos podrían salvarse de morir.
Otro de los temas para el análisis es que se vuelve inadmisible que en la actualidad solamente esté permitido el aborto para las mujeres idiotas o dementes en caso de violación. Cuando la administración de justicia es incapaz de darle certeza a una persona afectada por esto de que el responsable será oportuna y rigurosamente sancionado, el Estado y la sociedad se encargan de juzgar doblemente a la mujer. El primero, al obligarle a tener y cuidar un hijo/a de quien abusó contra sus derechos e integridad, que en definitiva constituyen su proyecto de vida; y la segunda, sin asegurar la pena y responsabilidades al agresor. Al menos, una exigencia elemental para hacer justicia e igualdad material, sería extender el aborto no punible a todas las mujeres por motivos de violación, sin someterla a controles institucionales ni verificaciones penales para demostrar la consumación de ese delito.
La tipificación delictiva sobre la prohibición de interrumpir el embarazo representa también un ejemplo de norma penal inútil e ineficaz, puesto que, hasta la presente fecha, no existen registros de mujeres que hayan sido juzgadas y condenadas por este delito.
El carácter progresista de los derechos humanos debe obligarnos a plantear reformas destituyentes a los órdenes dominantes. No es un debate religioso, porque los problemas de la sociedad se discuten con argumentos laicos -científicos, sociológicos, jurídicos-. No podemos seguir manteniendo leyes que atentan contra la vida de las personas y de las mujeres, como las relativas a la penalización del aborto; avanzar hacia la derogación de normas hegemónicas es defender la vida y los derechos de todas las mujeres y, por ende, de la sociedad.
La discusión está en cómo desarrollar al máximo los derechos sexuales y reproductivos femeninos, sin someterlos a las exigencias reproductivas de la civilización humana, sino reafirmando su autonomía, responsabilidad y autodeterminación que exige la vida de cada mujer; no en la dicotomía equivocada: concepción vs. aborto. Si queremos reivindicar el derecho a la vida en la normativa ecuatoriana, se debe asumir una lucha amplia en otras políticas multisectoriales por garantizar a las mujeres de las condiciones para cobertura universal en servicios de salud sexual y reproductiva, educación sexual en todos los niveles, despenalización del aborto y acceso al aborto no punible -como temas que atañen la vida y salud de mujeres-.
Necesitamos una legislación penal que profundice las formas de reconocimiento y protección hacia los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, garantizando las libertades públicas para su ejercicio e identificando que ciertos conflictos sociales merecen enfrentarse a través de políticas públicas en materia de salud y no mediante el uso excesivo de las capacidades punitivas del Estado para juzgar, sancionar y castigar. La discusión de la reforma penal sobre la interrupción del embarazo no puede agotarse en la siguiente disyuntiva: ¿Vida prenatal o aborto? Esa discusión ha significado un falso debate para la sociedad ecuatoriana y busca mantener la intromisión injusta del Estado en las decisiones exclusivas de las personas.