Prefacio
Juego y violencia
Mi hermano pequeño y yo estábamos hurgando con unos palos en la tierra blanda, que apestaba a grasa y a ceniza, del crematorio improvisado y de lo más sencillo: un mero foso casi a ras del suelo en un calvero abierto en medio de una espesa vegetación de arbustos.
Kenzaburo Oé, La presa
Crecer —abandonar la infancia— está vinculado con el grado de experiencia y asimilación que se tiene de la violencia circundante. Para el ser humano la experiencia de la violencia es natural e ineludible; desde el nacimiento se teje un tapiz que acumula puntadas y que se extiende por la infancia con el conocimiento del castigo —los adultos tienen en sus manos la capacidad de ejercer la violencia, por tanto, son poderosos—, y la relación con otros niños —el bullying, la noción de “fuerte” y “débil”—.
Walter Benjamin, en Juguetes y juego, dice que no hay nada que haga más feliz a los niños que la repetición; lo lúdico, entonces, se convierte en un acto de constante retorno, en un aprendizaje de situaciones —porque jugar es, en esencia, crear situaciones, suponerlas—. El lugar que ocupa la noción de violencia en la etapa de la infancia está íntimamente relacionada con el juego porque se convierte en el catalizador de esa experiencia, en su método de asimilación y de dominación ficticia. Benjamin entiende estas repeticiones como hábitos que son, en realidad, “formas irreconocibles, petrificadas, de nuestra primera dicha, de nuestro primer horror”.
En La presa, de Kenzaburo Oé, los niños de una aldea incomunicada con la ciudad conviven con la violencia de la guerra y la entienden —dentro de sus capacidades— por medio del juego.
Pero para nosotros la guerra sólo significaba la ausencia de los hombres jóvenes de la aldea y, de vez en cuando, la entrega por el cartero de un comunicado oficial anunciando una muerte en el campo de batalla. La dura envoltura y la espesa pulpa no se dejaban penetrar por la guerra. Hasta los aviones «enemigos» que, desde hacía poco, habían hecho su aparición en el cielo de nuestra aldea no eran más que pájaros de una especie rara.[1]
La llegada de los aviones es, para los niños de La presa, un momento emocionante. El peligro, la presencia de un “bando enemigo”, los rastros de una guerra que parece más una leyenda que una realidad dentro de la aldea, significa para ellos una ruptura con la monotonía. El horror, dentro de la repetición del juego, se convierte en una aventura casi épica. Es así como la llegada del soldado negro, capturado por los adultos tras un accidente aéreo en las cercanías de la aldea, produce en los niños temor e interés, pero en cuanto empiezan a habituarse a él lo incluyen dentro de sus juegos con entusiasmo.
El soldado negro era tan alto que, aunque se metiera en el punto más profundo del estanque, el agua sólo le llegaba a la cintura. Cada vez que jugábamos a salpicarle, lanzaba un grito de pollo degollado, hundía la cabeza bajo el agua y permanecía así hasta que por fin aparecía escupiendo agua con un aullido triunfal. Chorreando y reflejando los rayos violentos del sol, el soldado negro, en su desnudez, era tan deslumbrante como el pelaje de un caballo negro; era de una belleza inigualable.[2]
En La presa el juego es el acto que permite superar el horror de la violencia; en la repetición está la pérdida del miedo y el acercamiento con lo extraño y lo peligroso.
Infancia primitiva: los niños de La presa y de El señor de las moscas
Habíamos ido a aquel lugar en busca de pedazos de hueso que tuvieran la forma idónea para ser llevados, como condecoraciones, en el pecho; pero los chiquillos de la aldea ya se lo habían llevado todo y nosotros volvíamos con las manos vacías.
Kenzaburo Oé, La presa
Morro de Liebre es el amigo más cercano del narrador en el presente narrativo. Se lanza a cazar perros salvajes, se expone a mordidas y presume de ellas. La violencia y el dolor se convierten, a través de Morro de Liebre y de los niños de la aldea, en un motivo lúdico. Ellos juegan a ser valientes, a no temerle a la muerte que ven todos los días. Juegan a ser hombres primitivos: cazan, se cuelgan huesos en el cuello y persiguen aviones que a la distancia parecen marionetas…
Morro de Liebre sacudió al perro y lo obligó a gruñir.
—¡Ven! ¡Mira esto!
Puso sus brazos bajo mi nariz: estaban cubiertos de mordeduras en las que se mezclaban la sangre y los pelos del perro. También en su pecho, así como en su cuello grueso y corto, se veían diversas mordeduras hinchadas como granos.[3]
El papel que los niños asumen dentro del juego es uno heroico que encuentran acorde con el horror que los rodea. El mundo de los adultos les resulta inasible, pero en el juego ellos mismos son los adultos y viven y actúan bajo sus propias reglas. La civilización no existe dentro de una aldea cuyo puente conector con la ciudad ha caído. Los niños juegan en el crematorio y, con las piezas de aviones enemigos, recolectan huesos, asisten a la incineración de cadáveres. La violencia que los rodea, para ellos, no es la mítica[4] de Benjamin, sino la divina, la ideal; aquella que es porque es, y no tiene ningún otro fin en sí misma más que el de ser.
Los niños de La presa viven la violencia de la misma manera que los de El señor de las moscas: a través del juego. Establecen un mundo no-civilizado donde la violencia no posee un carácter medial. Para ellos la violencia es natural y pura: expresa la vida en sí misma.
Voz narrativa vs. personaje
Me parecía seguir conservando en la nariz el olor del cadáver, tan persistente como el del líquido viscoso que desprendían algunos escarabajos cuando los aplastábamos entre nuestros dedos callosos.
Kenzaburo Oé, La presa
La presa está narrada en primera persona. La historia no está construida desde la perspectiva de la infancia del narrador, sino desde la adultez que reflexiona, a la vez que narra, sobre los eventos ocurridos en el pasado. En la novela hay una lucha constante entre la voz infantil y la adulta: los recuerdos aparecen desde la mirada de un niño, pero con la distancia reflexiva de un hombre que en el presente narrativo comprende lo que antes no podía. Hay, por lo tanto, una doble visión que se contrapone y que trata de abarcar más de lo que la otra para dominar la narración.
¿Es esta dicotomía un error o un acierto? Sería absurdo creer que es algo que se le fue de las manos a Kenzaburo Oé cuando se trata, quizás, de una de las características más interesantes de la voz narrativa. Oé no pone su historia en la boca de un niño, sino de un personaje más complejo: un adulto que sabe que para narrar su historia tiene que intentar volver a la infancia y contarlo todo desde la inocencia perdida, desde aquel que fue y que ya no es más. Eso, claro está, es imposible, pero la narración se sostiene en esa imposibilidad. La muerte de la niñez encarnada en la voz del adulto es la representación misma del corazón de la historia: la infancia asesinada frente el conocimiento de una violencia no-natural, una violencia que sirve a un propósito.
Violencia mítica o pérdida de la infancia
Las sangrientas batallas con Morro de Liebre, la caza de pajaritos en las noches de luna, los descensos en trineo, los cachorros salvajes, todo eso era bueno para los niños. Pero esa clase de relaciones con el mundo ya no tenía nada que ver conmigo.
Kenzaburo Oé, La presa
El momento en el que la voz narradora de La presa experimenta la violencia mítica marca la muerte de la infancia. Gran parte de la novela se desarrolla en el estadio de la violencia divina: los niños juegan entre las huellas, los restos del horror y lo convierten en algo lúdico porque no hay medialidad ni instrumentalización visible, para ellos, de esa violencia. La guerra es un espejismo, una leyenda, algo lejano que sólo imaginan. Morro de Liebre caza perros salvajes arriesgando su vida y lastimándose únicamente por diversión: atrás de esa cacería no se esconde ningún otro fin que no sea el que proporciona el propio acto de cazar. Los aviones que sobrevuelan y representan al bando enemigo tampoco tienen una finalidad determinada desde la visión infantil. Se trata de un mundo con elementos de violencia que son naturales y carecen de una utilidad o medialidad.
El problema, o mejor dicho, el móvil de la narración surge cuando el soldado negro secuestra a la voz narradora. Sólo entonces, cuando los adultos ejercen violencia contra el protagonista para, a su vez, matar al soldado negro, la voz narradora comprende que la violencia recibida tiene un fin ajeno a sí mismo, un fin que lo traspasa, y que, por lo tanto, él se ha convertido en un medio. He dicho que “comprendió” la medialidad de la violencia recibida, pero me corrijo: la voz narradora, por primera vez en su vida, no comprende la violencia. Encuentra vituperable que su propio padre —junto a los otros adultos— haya optado por herirlo gravemente sólo para asesinar al soldado negro. El fin, para el protagonista, no logra justificar los medios.
Y es entonces cuando se da el quiebre.
Ausencia de maternidad
Es curioso —y por tanto ineludible— el hecho de que el narrador carezca de una figura materna en La presa. En realidad, la aldea en la que discurre la historia es planteada como un espacio de masculinidad. Los hombres son los líderes y toman las decisiones. En pocas ocasiones aparecen rastros femeninos:
Allí, Morro de Liebre, tumbado completamente desnudo en la losa más ancha y más cómoda, dejaba que las chiquillas acariciaran su sexo rosado como si fuera una muñequita.[5]
Sin embargo, cada vez que las niñas salían del baño desnudas, como el resto de la
chiquillería, caminaban moviendo las caderas y me dirigían una tímida sonrisa, mientras una pincelada de un rosa indeciso, color de melocotón aplastado, se insinuaba entre los pliegues de su pequeño e inmaduro sexo, yo las llenaba de improperios y les tiraba piedras hasta obligarlas a esfumarse.[6]
Estiré las piernas y aguardé a que la niña pasara a mi altura. La sangre latía en mis oídos. Ella me miró durante una fracción de segundo con el ceño fruncido y pasó de largo rápidamente.[7]
Las niñas son retratadas como inasibles, erotizados, o bien como seres desagradables que revolotean igual que insectos alrededor de los niños. Su presencia no es esencial en la novela, pero está ahí plasmada, como si Kenzaburo Oé no quisiera prescindir del todo de ellas.
Sin embargo, en La presa, cada vez que se quiere hablar sobre lo femenino se lo hace desde el plural. “Las mujeres” o “las niñas” se agrupan en un conjunto que jamás aparece individual para el lector, a excepción de la niña de la ciudad citada anteriormente que pasa al lado de la voz narradora sin detenerse —pero se trata de una niña que no pertenece a la aldea, por tanto, mantiene su individualidad—, y la de una mujer a la que le encargan alimentar al soldado negro —una mujer que podría ser cualquier aldeana—. En ambos casos se maneja el cliché de lo femenino:
La mujer no paraba de decir que se sentía totalmente incapaz de bajar a la bodega para llevarle la comida al soldado negro.
—¡No puede pedirme eso a mí, una mujer! ¿Por qué no manda a su hijo?[8]
Salvo esas excepciones, lo femenino se presenta como un aglomerado, un cliché, una obviedad que no vale la pena —o no interesa a la trama— indagar. Tal vez esto se justifique en medida de que la voz narradora cuenta una historia que vivió en la infancia, una infancia en la que lo femenino no tenía gran significado.
Pero entonces volvemos a la pregunta: ¿dónde está la madre del narrador?
La voz narradora habla de su familia: su padre y su hermano. Pero no hace mención alguna a su madre, ni siquiera para mencionar su muerte —si es que ha muerto—; no la menciona en lo absoluto. Hay una ausencia de maternidad, de lo que representa la ternura y lo fértil. Quizás, el mismo narrador nos expresa esta ausencia —que también es, de cierto modo, una violencia— de forma metafórica con este pasaje:
Recordé de repente lo que, dos días antes, había visto al deslizar una mirada entre las caderas de los adultos que formaban un corro negro alrededor del crematorio,
donde quemaban el cadáver de una mujer de la aldea: en medio de la claridad de las llamas, aquel vientre desnudo, hinchado, prominente como un pequeño cerro, y en el rostro ¡aquella expresión de tristeza…! [9]
¿En esas cinco líneas Oé nos presenta la muerte de lo maternal? ¿Es ese vientre abultado parte de un cadáver que va más allá de la corporeidad de la mujer? Las interpretaciones son ilimitadas, pero las más válidas son aquellas que se ajustan a la obra como un conjunto, una totalidad; y no es casual que la voz narradora no tenga madre, no hable ni haga mención una sola vez de ella. Esa ausencia es palpable y fuerte en La presa, tanto que el vacío de lo materno y lo desdibujado de lo femenino nos muestra parte importante de la voz narradora como personaje, nos acerca a su cosmovisión. La ausencia, dentro de la novela de Oé, se convierte en un elemento descriptivo y caracterizador. Un elemento narrativo.
La presa: el soldado negro
Fuera de la percepción de la voz narradora, en el mundo de los adultos, existe una violencia mítica que se mantiene hegemónica y reinante. Cuando los adultos encuentran al soldado negro, único superviviente de un accidente aéreo, lo encierran en una bodega hasta que los mandos de la ciudad —los que controlan la violencia y la ejercen legalmente— les indiquen qué hacer con él. A pesar de sentirse incómodos e inseguros compartiendo la aldea con una presencia enemiga, ajena, extraña y sobre todo peligrosa, aceptan que es el único modo de proceder. Ellos no tienen el poder de ejercer la violencia; si lo hacen, incurrirían en un acto ilegal y punible.
Esta violencia mítica convierte la violencia en un medio, por lo tanto, es una violencia que se escapa a la comprensión de la de los niños. Son ellos quienes empiezan a llamarle “la presa” al soldado negro porque dentro de su universo un soldado “negro” no puede ser llamado enemigo:
—¡Se trata de un enemigo! —alegué sin excesiva convicción. —¿Un enemigo? ¿Llamarle enemigo a algo así? Morro de Liebre me agarró por la camisa y comenzó a insultarme,
salpicándome de saliva con su labio partido.
—¡Es un negro, un negro! ¡No un enemigo![10]
El soldado negro se convierte entonces en un animal, pero en un animal magnífico y hermoso que convierte los días monótonos de los niños de la aldea en días alegres y fantásticos. Cuando el temor inicial hacia “la presa” desaparece, los niños lo van integrando a su espacio cerrado —un espacio en el que no caben los adultos—, y lo convierten en la excepción de la regla. Esto se debe a que no lo consideran un adulto, ni siquiera un ser humano. La voz narrativa lo compara constantemente con animales:
A fuerza de contemplar el temblor del grueso cuello del soldado negro encima de la marmita, la tensión repentina y el relajamiento de sus músculos, acabé por verle, dada su mansedumbre, como a una especie de animal tierno y dócil.[11]
…entonces tuvimos la revelación brutal de que un soldado negro también podía sonreír, y tomamos conciencia de que entre él y nosotros, de golpe, acababan de establecerse unos vínculos sólidos, profundos y casi «humanos».[12]
Chorreando y reflejando los rayos violentos del sol, el soldado negro, en su desnudez, era tan deslumbrante como el pelaje de un caballo negro; era de una belleza inigualable..[13]
El soldado negro ejerce, contrario a lo que podría esperarse, la violencia divina en el libro. Sólo cuando se ve amenazado de muerte opta por agredir a la voz narradora y ponerla en peligro. La violencia en este caso actúa como medialidad, pero fuera de la institución, fuera del poder que legitima esa violencia. Se convierte, entonces, en una violencia que reacciona a la violencia de la aldea. Es la presencia del kidos:
El kidos es la fascinación que ejerce la violencia. Por todas partes donde se muestra, seduce y asusta a los hombres; nunca es simple instrumento, sino epifanía […]. Los que poseen el kidos ven centuplicada su potencia; los que carecen de él tienen los brazos atados y paralizados. Siempre posee el kidos aquel que acaba de asestar el golpe mayor, el vencedor del momento, el que hace creer a los demás y puede él mismo imaginarse que su violencia ha triunfado definitivamente.[14]
El kidos puede definirse como la pulsión de violencia, la pulsión de devolver el golpe recibido y así sucesivamente hasta el infinito. Girard agrega que el kidos “designa una cierta majestad triunfante. […] los hombres sólo disfrutan de ella de manera temporal y siempre unos a expensas de los otros.”
El sacrificio
La voz narradora es atacada por su propio padre y los miembros de la aldea, puesto en peligro y, por lo tanto, es convertido en el sujeto sacrificable. Girard, en su ensayo La violencia y lo sagrado, habla sobre la importancia del sacrificio como fundador de un nuevo sistema. El sacrificio es la violencia que borra otra violencia.
No hay objeto o empresa en cuyo nombre no se pueda ofrecer un sacrificio, a partir del momento, sobre todo, en que el carácter social de la institución comienza a difuminarse […] Son las disensiones, las rivalidades, los celos, las peleas entre allegados lo que el sacrificio pretende ante todo eliminar, pues restaura la armonía de la comunidad y refuerza la unidad social[15]
Girard analiza una situación interesante: en el sacrificio, lo ofrendable nunca es lo peligroso, lo sucio, lo violento, sino lo puro, lo virgen, lo inocente. El sacrificio debe ser una purificación, y para ello, debe rehuir a convertirse en un acto de venganza. La única forma de que el sacrificio no sea una venganza por parte de una comunidad es sacrificando algo ajeno al problema. La violencia, entonces, se vuelca sobre otra cosa y así el kidos es controlado.
La voz narradora se convierte, durante el clímax de La presa, en el sacrificio de la aldea. Para llegar al soldado negro, para ejercer la violencia mítica sobre él, se debe pasar por encima de la vida de su rehén. La aldea comprende que la finalidad es lo más importante: acabar con el soldado negro. La vida de la voz narradora es minimizada y a la vez purificada, transformada en sacrificio. La ofrenda funciona de la siguiente manera: a la violencia le entregamos la inocencia para que a cambio nos permita ejercer la violencia mítica. El fin justifica los medios. La violencia se convierte en el único camino válido a transitar.
[1] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 20.
[2] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 69.
[3] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 15.
[4] Walter Benjamin, en su ensayo Para una crítica de la violencia, define violencia divina y violencia mítica como dos opuestos. La mítica es fundadora y preservadora del derecho y es medialidad, mientras que la divina es violencia pura “emblema y sello, nunca medio de ejecución sagrada”.
[5] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 26.
[6] Ibíd.
[7] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 39.
[8] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 42.
[9] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 2.
[10] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 28.
[11] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 53.
[12] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 61.
[13] Kenzaburo Oé, La presa. Anagrama. Barcelona, 1994. Pág. 69.
[14] René Girard, La violencia y lo sagrado. Anagrama. Barcelona, 1983.
[15] Ibíd.
Mónica Ojeda