El coliseo de Pacto resuena de ecos y aplausos en medio de la calma de inicio de semana. Ya es casi medio día y aún hay mucho qué decir. Uno a uno, se enfilan para tomar el micrófono y presentar su testimonio, las pruebas de por qué no quieren cambiar lo que tienen a sus pies.
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Las voces al micrófono, las manos alzadas, las camisetas con consignas, todos lanzando un mensaje claro: No a la minería. Otras veces no habían atendido tantos a la convocatoria, pero hoy estaban más de trescientos. Nunca habían sentido tan de cerca la posibilidad de perder sus tierras, de perder su agua, de que las cosas cambien.
Pero había llegado el momento. Ese lunes 10 de junio, estaban a dos horas del segundo debate para la reforma minera. Esa que abriría tantos candados para concesionar territorio, como puertas para la inversión en minería a gran escala en el Ecuador. El manifiesto debía llegar a Carondelet.
No es la primera vez que lo hacen. Pero hay un miedo permanente a las consecuencias que podría conllevar el hablar en voz alta. Por eso, personas como ‘Estela’, prefieren tapar su nombre con otro ficticio y así se evitan, al menos por ahora, tener líos de decir lo que piensan.
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Son más de diez años en que Estela ha dedicado cada día a producir en sus 16 hectáreas de terreno, panela orgánica para exportación. Ella y su familia han encontrado en esta actividad un sustento sin devorar el entorno, en la comunidad de Ingapi.
“Es lo mejor lo que nosotros hacemos. Una, que no contaminamos, con nuestros desechos elaboramos abono orgánico”, dice Estela con tono altivo.
En la zona, cientos de fincas se dedican a la agricultura orgánica y algunas organizaciones de comercio justo hacen de intermediarias para la exportación. Café y panela son los productos estrella.
Ya serán unos cuarenta años desde que esta modalidad se implementó en las parroquias rurales del noroccidente de Quito, a modo de alternativa a otras actividades más agresivas. Nada le quita todavía, que este pedacito de Quito, sea uno de los ‘hot spots’ más megadiversos del mundo.
El noroccidente de Quito tiene tantos miedos como pájaros, tantas incertidumbres, como agua. Al ser parte de la cuenca del Chocó, lo delicioso de esta zona es albergar a unas 50 especies de aves, 35 especies de anfibios, 100 de mariposas, 2.700 de plantas y 430 de orquídeas.
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Sí, esto es en Quito. A unos 60 kilómetros de los grandes edificios y las conversaciones en Twitter intentando augurar qué pasará en el futuro con la minería, unos cientos viven lo que nosotros murmuramos y tememos de lejos.
Ellos tienen a su haber la tierra fértil y el verde extenso que ahora, a más de ser su espacio, forma parte de las concesiones para hacer minería a gran escala. Se trata de los proyectos Urcutambo, de 2.251 hectáreas e Ingapi, de 2.394 hectáreas.
No es que sea la primera vez que vaya a haber minería en el sector. Desde 1994, la población de Pacto sabe que la abundancia de la que gozan en la superficie, es algo que les viene desde las entrañas.
El oro ha sido la razón para que pequeños mineros compren fincas desde esa época. De ellas extraen todo lo que se pueda del metal, sin importar que ello conlleve contrataciones turbias, niños trabajadores, personas viviendo en condiciones tristes.
Para Inti Arcos, oriundo de Nanegalito y biólogo, mira con poca ingenuidad la diferencia entre esos puntos de minería pequeña y lo que se viene. “En los otros casos, hablamos de minería pequeña a la que la población se ha opuesto y de alguna forma la hemos mantenido alejada de gran parte del territorio. El problema está en que ahora hablamos de dos grandes empresas, de concesiones donde el postor es el Estado, ahí todo cambia”.
En una mezcla de temor e interés por hallar formas de sacarle provecho a la tierra, algunos se han preocupado por leer y aprender cosas nuevas. Mario Villarruel, se aventuró a utilizar su finca como espacio para la recreación al estilo de los lodges de zonas igual de diversas en otros puntos del país. La finca agroturística “Las Cañambaras” utiliza los recursos del bosque nublado para atraer a gente de las ciudades que quieran aprender de la vida en el campo y de paso observar aves y comer un buen estofado con yuca, plátano y jugo de caña.
Pero su dudas son muchas. Aún no conoce, por ejemplo, qué pasaría si el cianuro que utilizarían las mineras, empieza a caer de la cascada que posee en su parcela. No tiene idea tampoco de los cambios que va a ver en su tierra, ni de las concesiones. Nadie llegó ahí para explicarle antes de que los papeles de notificación de las concesiones de agua aparecieran pegados en las paredes de la casa parroquial.
Los cambios en la ley los acallan. Ya no hay pasos que puedan dar porque otros los dieron primero sin que ellos supieran cómo reaccionar. “Nadie se preocupó de concesionar su agua, porque ha sido suya toda la vida. El problema llega cuando a las empresas sí les conviene y entonces el agua que siempre ocuparon las familias, ahora ya no les pertenece”, cuenta Inti Arcos.
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Lo más que han podido hacer ha sido rechazar el montón de intentos mojigatos de ingresar casi sin decir palabra para hacer minería en la zona. Las 14 comunidades de Pacto y Gualea se han puesto duros, más claro. Es más, si no fuera por ellos, quizá no hubieran sido incluidos entre las áreas protegidas del Distrito Metropolitano de Quito.
No todo funciona como se planea, pero al menos intentan. Luego de tanto molestar, en 2010 llegó por primera vez el alcalde de Quito a ver de qué se trataba todo eso, a ver si mismo era cierto que eso –que todavía era Quito- tenía toda la biodiversidad que decían.
Por eso quizá se siguen reuniendo. Su actitud los ha salvado un par de décadas de esa minería grande que repudian en su territorio, al punto de no prestarse para trabajar en ella. “Nosotros no queremos”, sentencia don Mario. “Allá, les toca traer a gente de Zaruma, para que trabajen ahí encerrados en las minas de esas fincas. Nosotros no queremos”, insiste en medio de la bulla y a unos minutos de que acabara la asamblea.
En medio de la tensión de llevar el manifiesto a Quito, de conocer qué mismo va a pasar en un tiempo, los pobladores salieron del coliseo de regreso a sus comunidades. Calle abajo, en medio de pequeñas gotas que en minutos se dilataron, hablaron de esperanza y optimismo, sin saber, que tres días más tarde, en menos de 15 minutos, las reformas pasarían a ser parte de la ley.
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Gabriela Robles