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@ValentinaRamia

“¡¿Tienes papel higiénico?!” me gritó un chico en la mitad de la tercera canción del proyecto Moonchild, durante el estreno ecuatoriano de su sexto disco Templars: In Sacred Blood. Entré en pánico, pensando que sus oídos o su nariz sangraban por el efecto de los cuatro buffers de potencia que amplificaban los gritos de Mike Patton y saqué rápidamente de mi bolso un trozo de papel. El joven sutilmente me dijo al oído, “es que tengo oídos sensibles…”, e inmediatamente tomó una funda verde, la abrió y ofreció, “¿unos chocolatitos con centro de avellana?”. Volteamos nuestras miradas al escenario para poner de nuevo atención al concierto más singular que he escuchado en el Teatro Sucre: una mezcla noise, jazz, y rock avant-garde. Cuatro días más tarde, el sábado por la noche, estaría en el mismo teatro oyendo un género completamente opuesto, esta vez familiar para mis oídos: Rachmaninoff, Beethoven, Liszt, Prokofiev, Chopin, interpretados por la ucraniana Valentina Lisitsa, una de las pianistas más rápidas del mundo.

 

Es más fácil imaginar el tipo de reacción de la audiencia habituada a la música clásica, posiblemente tranquila y reflexiva, y se esperaría todo lo contrario en el público de rock experimental. Sin embargo, aquel teatro que el martes esperaba un tumulto amenazador en el concierto de John Zorn recibió, por el contrario, a un público que sorprendió a los músicos por su devota atención durante el show. Al preguntarle a una mujer sobre sus reacciones al concierto de Moonchild, ella evocó el vaivén de las olas y la tranquilidad del mar. El público del sábado, en cambio, estuvo de cierta forma más ansioso. Cuando se anunció que Valentina Lisitsa estaría en el foyer del teatro para firmar las pocas decenas de discos que habían a la venta, la angustia de los fans causó varios minutos de desorden.

Valentina Lisitsa, quien dio su primer recital sola a los cuatro años, es un fenómeno de internet con más de 52 millones de vistas en su canal de YouTube. El video de la sonata “Claro de Lunade Beethoven, por ejemplo, tiene 4.9 millones de vistas y dos de las obras que tocó el pasado sábado 15 de junio en Quito suman más de 7 millones. En las redes sociales, Valentina es tan desenvuelta como los buenos tuiteros. Sube a Instagram fotos de su espera en camerinos y comparte videos a los que llama Fun clips con mensajes superpuestos que van desde “wtf?…” cuando se cruza por la cámara el ingeniero de sonido de la grabación hasta “Hey, hurry up!”, refiriéndose nada más y nada menos que a los músicos de la Orquesta Sinfónica de Londres en un momento de la grabación del cuarto concierto para piano y orquesta de Rachmaninoff en los estudios Abbey Road.

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John Zorn, el director de Moonchild, es un personaje igual de singular pero ubicado en el otro lado del espectro. No dio ninguna entrevista a medios, salvo la que él mismo requirió con Diego Oquendo Sánchez, un evidente fan y conocedor de su obra quien durante los 67 minutos de entrevista dejó que el músico domine el diálogo. En la conversación, Zorn describió su obra como una que “redefine lo que la gente piensa que ya sabe”, se comparó con Alfred Hitchcock al decir que busca “tener un efecto profundo en la visión del mundo de la gente” y afirmó que para él “la música es amor”.

Zorn y Valentina son igual de genialmente neuróticos con la técnica en la preparación de su obra. Ella practica 13 horas diarias cuando no está en gira y él escribe minuciosas partituras para precisar las entradas de los gritos del vocalista Mike Patton. Valentina Lisitsa me dijo que, cuando quiere molestar a los afinadores antes del concierto, lleva al ensayo a su hijo Benjamin, de ocho años, para que él identifique las notas que están fuera de tono y el afinador se vea obligado a satisfacer las exigencias del niño de oído absoluto. En el mismo sentido, John Zorn afirma que solamente trabaja con músicos de formación académica que dominan sus instrumentos y pueden explorar géneros desconocidos con técnica adecuada. Dicen que John Medeski, el tecladista de la banda, tuvo todo el apoyo de Zorn para cancelar un concierto porque el órgano Hammond que le habían preparado no llenaba sus expectativas. No es de extrañarse que Mike Patton sea un conocedor del uso de las cuerdas vocales cuando se lo ve llevarlas a un extremo de gritos estridentes sin perder la voz. Valentina es tan virtuosa que puede cambiar el programa de sus conciertos tan sólo horas antes del mismo o durante los intermedios. De hecho, lo hizo en Quito y debo decir que tuve algo que ver en eso.

Tuve la oportunidad de conversar con Valentina Lisitsa en el viaje desde el aeropuerto hasta el hotel donde se hospedaría. Pensé que su personalidad exhibicionista de Internet detonaría una fácil conversación en persona y hasta llevé la cámara de video para obtener un saludo cliché para su público quiteño. Me encontré, por el contrario, con una mujer un tanto fría y en modo-trabajo. Cambié de estrategia y pensé menos en su personalidad feisbuquera y más en su calidad de geek. Le pregunté sobre la decisión tan peculiar de incluir en el programa dos sonatas tan oscuras como la segunda de Shostakovich y la séptima de Prokofiev. Con esto enganchó. Hablamos sobre lo lúgubre de la obra de Shostakovich, quien escribió esta obra en 1943, durante el Sitio de Leningrado. En la reseña del video de YouTube de la sonata, Valentina escribe profundas y desgarradoras palabras:

“Todos nos preguntamos, de vez en cuando, cómo se ven las cosas “desde el otro lado”, pero nos resignamos ante la idea de que nadie ha regresado “de ahí” para decirnos como son las cosas. Con pocas excepciones…Dante había creado su propio, empero imaginado, Inferno. Shostakovich descendió a un verdadero infierno, lo vivió, sobrevivió, y continuó componiendo. Su séptima sinfonía, “Leningrado”cuya partitura se pasó secretamente por la frontera enemiga para ser interpretada en todo el mundo fue un llamado a la sublevación, una promesa de eventual victoria, de triunfo inminente de la vida sobre la muerte. No hay nada triunfal de esta sonata. Al contrario, esta sonata es una triste y sumisa reflexión, un testimonio de un testigo del abismo del sufrimiento humano y la muerte.” (mi traducción)

Si Shostakovich escribió sobre el lamento de un pueblo durante la guerra, Prokofiev escribió en su séptima sonata un lamento individual de los mismos hechos. En nuestra conversación, Valentina dijo que Prokofiev era arrogante, virtuoso, enamorado de la fama y de una bellísima bailarina. Después de la revolución, el compositor salió de Rusia hacia San Francisco, Nueva York y París, y regresó en 1936 pensando que su fama lo exoneraría de la opresión que Shostakovich ya había vivido, solamente para encontrarse con más rechazo del que recibió su predecesor de parte del gobierno soviético. Valentina contó que Prokofiev gastó todo su dinero en apuestas, perdió a su esposa, quien permaneció 20 años en prisión acusada de espionaje, y fue sometido a una humillación sistemática. Richard Taruskin, polémico académico de la nueva ola postmoderna musicológica describe en su quinto volumen de The Oxford History of Western Music las instrucciones dadas por el régimen estalinista a los dos compositores sobre las disculpas públicas que debían ofrecer por sus composiciones “formalistas” (en síntesis, innovadoras) que los hacían “enemigos del pueblo”. La frase apologética de Prokofiev se escribió así:

“Debo expresar mis agradecimientos al Partido por sus direcciones precisas que me ayudan en la búsqueda de una lenguaje musical accesible y natural para nuestra gente, digno de nuestra gente y de nuestra gran patria”. (Prokofiev, 1947, mi traducción)

Valentina decidió mantener la sonata de Prokofiev en el programa y en lugar de la obra de Shostakovich tocó la Sonata Appassionata de Beethoven y los Nocturnos de Chopin. Cuando salió al escenario esa noche, volvió a ser la carismática figura de las redes sociales y dijo, “El programa era muy corto y ruso; si quieren, nos quedamos toda la noche aquí”. Anunció los cambios del programa y mencionó que la última obra sería una sorpresa. Lucía Patiño, directora del Teatro, informó en el intermedio que Valentina había decidido tocar Totentanz de Liszt , obra que resultó ser la favorita del público por la rapidez de la ucraniana. El piano no aguantó la ráfaga de Valentina y, según ella, “desafinó el si bemol central en las primeras obras”.

Por su parte, el repertorio de Zorn estuvo también cargado de referencias persecutorias. Templars: In Sacred Blood es parte de una serie que se enfoca en la excomulgación de los Knights Templar, guerreros misteriosos de culto monástico de la Edad Media tardía, que presuntamente adoraban a Satán. Las canciones del disco hacen alusiones a varios episodios de esta historia y se titulan: “Templi Secretum”, “Evocation of Baphomet”, “Murder of the Magicians”, “Prophetic Souls”, “Libera Me”, “A Second Sanctuary”, “Recordatio” y “Secret Ceremony”. Zorn incluye cantos gregorianos, liturgia en latín y gritos guturales para ilustrar a su propia manera la leyenda de los guerreros incomprendidos por la iglesia católica.

Existen varios parámetros para analizar los efectos de la música en el ser humano, o los resultados de una obra en una determinada persona. Están, por ejemplo, el conocimiento previo con el que se cuenta (historia detrás de la obra, proceso de composición, intérprete, intención del autor), las características de la música a interpretarse (tonalidad, las frecuencias sonoras, instrumentación, afinación, etc.) la energía del lugar y la personalidad del intérprete. Las composiciones de John Zorn y la interpretación de Valentina Lisitsa son dos propuestas que al parecer son antagónicas pero que en realidad tienen mucho en común. Los dos conciertos tuvieron audiencias generosas y entregadas, igual de atentas y extasiadas. El repertorio en ambos casos resaltó las reverencias íntimas a un pasado lacerado por las guerras y la opresión. Los músicos fueron de altísimo nivel en sus propios géneros, con entrenamiento académico, rigurosidad y dominio de la partitura. Tanto Zorn como Valentina demostraron obsesión por el estudio y la perfección. Lucía Patiño, Directora del Teatro Sucre desde hace algunos años, ha traído en una misma semana algo que hubiera parecido una esquizofrenia musical y que en realidad fue una curadoría acertada, solamente factible en un teatro que consolida el respeto proveniente de audiencias diversas y a su vez mantiene una sólida programación.

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Valentina Ramia