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¿Cuánto seno se necesita para que no sea arte? ¿Cuánto pene? Ayúdame, Melvin

Aldo Cassola

Al Melvin Hoyos no le gusta el sexo en el museo ¿Le gustará en el teatro, el cine o la literatura? ¿Por ejemplo, qué habría hecho, en su calidad de Director de Cultura y Promoción Cívica de la M.I. Municipalidad de Guayaquil si Alain Resnais le hubiese pedido exhibir Hiroshima, mon amour?

En ella, Resnais y Marguerita Duras, director y guionista, cuentan dos historias de amor a contraluz de la Hiroshima post-atómica. La película se inicia con un par de hombros desnudos, femenino y masculino, que pertenecen a dos cuerpos que se abrazan, se estrechan, se entrelazan por debajo de las axilas hasta que ella le entierra las uñas en la espalda a él. Sin que sea su legado más importante, en ella, como decía Hernando Valencia –crítico literario, ensayista y traductor colombiano– Resnais “reconoció que las gentes hacen el amor con sus cuerpos, y que suelen hacerlo entre la agitación y el desorden”. Un reconocimiento que, para Melvin Hoyos, debe estar proscrito.

“Si te ponen un cuadro donde un hombre y una mujer están teniendo sexo, de manera completamente visible; no es un cuadro bonito” dijo el director de Cultura municipal en esta entrevista. “No es bonito” es una clasificación más digna de una abuelita. Sin embargo, cuando proviene de un funcionario público es un síntoma inequívoco de las formas de pensar y ejecutar políticas públicas. Cuando, además, se entra en el terreno de “lo moral”, la suerte está echada: se crea una relación vertical entre administración y ciudadano, en la que se presume que el funcionario público sabe lo que es mejor para este último, una suposición que siempre resulta perjudicial. Bernardo Laniado-Romero –Director del Museo Picasso de Barcelona– refuta a Hoyos “¿Acaso Miguel Ángel, Goya, Manet o Matisse y Picasso no fueron considerados inmorales en su tiempo?”

Cuenta Laniado-Romero que en 1954 Picasso ofreció al Museo de Bellas Artes de Málaga dos camiones llenos de su obra, en donación, pero que el régimen franquista, gran defensor de la moral (de la moral de quién es la pregunta evidente) aseguró que ninguna obra de un pornógrafo, comunista e inmoral como Picasso entraría al Museo ¿Qué habría hecho Melvin si hubiese sido el director cultural de Málaga? Tal parece que habría dejado a Málaga sin Picasso, como hoy tiene a Guayaquil sin amor.

¿Por qué le teme Melvin al amor carnal en las manifestaciones culturales? No lo sabemos. Lo que sí está claro es que Melvin se equivoca cuando dice que el arte contemporáneo no puede romper con la moral. Por el contrario, romper con la moral es una de las constantes en la Historia del Arte. Así, Leonardo Da Vinci terminó en la cárcel, acusado de robar cadáveres para sus estudios anatómicos. De no ser por sus poderosos protectores, hubiera terminado en la hoguera (de la cual estuvo cerca, también, por homosexual, pero esa es otra historia). La Maja Desnuda (Goya, 1800) presenta por primera vez a la mujer como una realidad, ya no como las Venus idealizadas que era la única representación femenina aceptada. Era provocadora, desafiante, miraba directo al espectador y, ¡horror de horrores, Melvin!, tenía vello púbico. No tan lejos, en los años sesenta el arte rompió con la moral de la época. Waltraud Hollinger, artista vienesa que a los veintiocho años (1968), dejó los apellidos asociados a su padre (Lehrer) y a su ex marido (Hollinger) para contrarrestar a la compañía macho-predominante de los Accionistas Vieneses y asumió la identidad de VALIE EXPORT. Su obra más conocida, Action Pants: Genital Panic, la presenta con el pelo alborotado, chaqueta y pantalón de cuero negro, del que se deja a la vista sus genitales mientras sostiene una ametralladora. Además, paseó como a un perro a su pareja –Peter Weibel, artista, curador y teórico ruso– por las calles de Nueva York.

En 1989 Robert Mapplethorpe presentó The perfect moment una exposición fotográfica de retratos de flores y personas desnudas, en blanco y negro y gran formato. Cuando llegó a Cincinnati, el director del Centro de Arte Contemporáneo, Dennis Barrie, fue acusado de promoción de la obscenidad. Más recientemente, Maurizio Catelan colgó réplicas de tamaño real de niños de unos árboles en Milán. Es el mismo artista que presentó al papa Juan Pablo II aplastado por un meteorito o a Adolf Hitler orando, causando reacciones de políticos y representantes sociales. Rupturas clarísimas con las morales vigentes y cambiantes de cada época. Inclusive, de las morales que hoy en día conviven en el mundo. Porque, como se pregunta Laniado-Romero “¿acaso no es romper con la moral en cierto país que una mujer maneje? ¿acaso no es romper con la moral comprar obras de dudosa procedencia o autoría con dinero público? ¿acaso no es romper con la moral en ciertas sociedades si no se somete a las hijas pre-adolescentes a la ablación?”.

Es que ese detalle sobre la moral resulta determinante: nunca es la misma. Sería de esperarse que un director de Cultura lo entienda, como lo entendió Dennis Barrie, cuando se enfrentó al conservadurismo local, a los líderes políticos y religiosos de su comunidad y a sus propios jefes. En cierta forma, Melvin Hoyos es el negativo de Barrie. Su némesis, su antagonista, su archienemigo.

Barrie tenía muy claro que el arte tiene poco que ver con la moral. Así lo explica Jaime Cerón, director del Departamento de Artes Visuales del Ministerio de Cultura de Colombia, crítico, curador y recientemente catalogado como una de las diez personas más importantes de la escena artística colombiana. De paso, ha sido tres veces jurado del Salón de Julio de Guayaquil en los últimos diez años. “La práctica del arte parece tener mucho más que ver con la ética que con la moral, porque la moral puede interpretarse como una de las dimensiones del «buen sentido» en palabras de Roland Barthes, o del «aparato ideológico» en palabras de Althousser que suele ser el blanco de muchos de los análisis y cuestionamientos que le han dado sentido al arte a través de la historia”. Según Cerón,  podría haber confluencia en muchos enfoques teóricos respecto a que el arte tiene como tarea la confrontación de las estructuras de representación cultural que asumimos como «realidad» y por eso el arte siempre pone en cuestiones las creencias y lugares comunes del cuerpo social en general.  “El arte es un lugar de tensión” definió Lupe Álvarez en su charla “¿Qué es el arte?”. Esa definición ratifica lo dicho por Cerón: el arte está para cuestionar las creencias de la sociedad en general. Un arte complaciente, obsecuente con la institución –sea ésta política, religiosa, mediática, académica o financiera– no genera la tensión necesaria para tener relevancia. A lo sumo, resultará decorativo –es decir “bonito”-. Y eso se encuentra en las galerías de arte de las decoradoras, pero no debería tener lugar en la gestión cultural público. Lo “bonito” por lo que Hoyos aboga no es un criterio de selección válido. “El vínculo del arte con la estética fue prefigurado incluso desde Marx, quien afirmó que la ética sería la estética del futuro” continúa Cerón. Algo que, para el crítico colombiano, no implica que haya una perspectiva homogénea para trazar la comprensión de los fundamentos éticos de las prácticas artísticas y por eso, concluye “muchos artistas del presente han optado por transferir los dilemas o debates éticos que se proponen en sus obras a los espectadores”.

Siendo ése el panorama actual, Hoyos debería entender que en la discusión actual sobre arte y cultura no va más la idea de la vitrina que intenta un discurso unívoco, sino, por el contrario, pretende el establecimiento de una reflexión, cuando no un diálogo con el espectador, recuperándolo como parte del proceso y redefiniendo, en diferentes formas, la histórica relación obra-autor-público, buscando, de esa manera, lecturas propias y reflexiones y no intentando imponer un discurso que sea moralmente aceptable (si es que tal cosa es posible).

Intentar someter al arte y a la cultura a una moral, acaudillada desde el púlpito de turno, es absurdo. Como dice Laniado-Romero “El arte ha podido con los Torquemadas, los Goering , los Mussolinis, los Hitlers, los Mccarthys y los Helms de siempre, quienes tarde o temprano han acabado consumidos por el propio fuego de su inabarcable vanidad”.

En la misma entrevista, Melvin anuncia que habrá nuevos museos en Guayaquil. Entre ellos, uno de Arte Moderno y Contemporáneo “en una edificación que está ligeramente inclinada, y nosotros vamos a acentuarlo  con la finalidad de que se perciba que es un museo que rompe con paradigmas y lo establecido.”

El asunto es que, tal como señala Justo Pastor Mellado, “un edificio no es una institución”. Jorge Sepúlveda e Ilze Petroni –directores de Curatoria Forense, organizadora de la residencia artística [FOREPLAY] que tuvo lugar en Guayaquil– afirman que ese es un recurso válido, pero secundario “ese señalamiento debe ir acompañado de una línea editorial explícita, metodologías de trabajo claras y el establecimiento de criterios y parámetros que permitan a funcionarios capacitados comprender la calidad y pertinencia de las obras y los procesos de producción artística y discursiva, así como también las relaciones con la comunidad y la cultura” Es decir, ni el hábito, ni la catedral hacen al monje.

Con ellos coincide Cerón: “El edificio en que se ubique un espacio artístico puede ser un signo de su orientación conceptual e ideológica, pero no es suficiente”. Sin embargo, lo que hace crítico a un espacio, a decir del colombiano, es su “proyecto curatorial, su programa expositivo y las líneas de intervención que lo complementen, como las publicaciones, los encuentros teóricos y demás”. Basta darse una vuelta por el Museo Municipal, recordar las muestras recientes (que incluyen una muestra light de parafernalia y filatelia sobre Madonna, quien al parecer sí le resulta moral a Melvin Hoyos), para notar que el programa propuesto por la institución es insuficiente y que podrán encontrar un edificio que flote en el aire por sí mismo sin que la institución que lo habita logre dejar la mediocridad.

Alguien dijo en tuiter que cada cierto tiempo aparece Melvin Hoyos, dice cuatro barbaridades y el arte sigue su curso. Es cierto, aunque parcialmente. Definitivamente, de él no depende la calidad de la producción cultural ecuatoriana, que cruza un momento interesantísimo. Sin embargo, es el responsable de la política cultural de una de las municipalidades más grandes del Ecuador y lejos de incentivar un acercamiento de la escena local con la internacional, ha preferido la calma y falta de tensión del provincianismo, incluso llegando a decirle a una ex colaboradora suya “no puedes traer arte del primer mundo al tercer mundo”.

Ese tipo de argumentos, por supuesto, están destinados a justificar la censura. De igual manera, la siempre disponible carta de la protección de los niños sirve para de excusa facilista para lograr una opinión favorable del público en general. Esto no se trata de promover o justificar el arte con contenido sexual, ni reclamar solo por la censura a esas manifestaciones, sino por la promoción de la diversidad de las manifestaciones culturales.

Con esa mentalidad, no extraña que el trabajo en materia cultural del Municipio de Guayaquil contraste con la gestión cultural de, por ejemplo, Quito, donde el mundo y la ciudad se acercan, para beneficio de sus ciudadanos. El Centro de Arte Contemporáneo y el Teatro Nacional Sucre son ambas entendidas adscritas a la administración local quiteña. En el Sucre, por ejemplo, acaba de tocar John Zorn con Mike Patton y en noviembre pasado hubo un festival de Jazz que tuvo a Sharon Jones y a the Squirrel Nut Zippers, entre otras grandes bandas.

Mientras, en Guayaquil, Melvin Hoyos está más preocupado de desacreditar a los críticos de arte (por el pecado de cuestionar su gestión), a los cuales ha acusado de estar desactualizados de lo que pasa en el mundo y de proclamar que el arte ha crecido gracias a su gestión. La realidad es opuesta.

No es cierto que, por ejemplo, el arte contemporáneo haya crecido en Guayaquil en los últimos diez años por el Museo Municipal, sino por la gestión de esos mismos curadores que Hoyos critica y, por supuesto, por la producción cada vez más copiosa –en tanto calidad y cantidad- de los artistas locales. Cierto es que el Salón de Julio se ha constituido en una pieza importante dentro del sistema del arte en la ciudad, pero no recibiría las propuestas que exhibe sin, por citar un caso, la aparición del ITAE. A eso debe sumarse el trabajo de gestores y especialistas del medio que desde la gestión privada han aportado de manera decisiva a la visibilización internacional de la producción artística guayaquileña, con resultados mucho más contundentes que de cualquier gestión iniciada por el Museo Municipal. La verdad es que un museo que privilegia la moral de sus funcionarios antes que las consideraciones artísticas poco aporta a cualquier escena.

En el caso de Barrie, la justicia reivindicó la decisión del director del Centro de Arte Contemporáneo de Cincinnati y la exposición de Mapplethorpe se mantuvo. Acá no. Acá los jueces han fallado a favor de la censura previa y la mediocridad. Ellos también, como Melvin, prefieren un Guayaquil Sin Amour.