Escribir en tercera persona sobre Marguerite Yourcenar, diciendo por ejemplo: ella tal cosa o ella tal otra; atreviéndome a calificar, incuso a idolatrar, su intelecto o a señalar alguna hilacha en ese tapiz soberbio que fue su vida, es un talento que no tengo. “Se da un golpe de genio en el instante en que uno descubre su propia falta de talento”, decía Jerzy Lec y, disculpen la modestia, con este aforismo doy por explicada la propuesta que hago a continuación: dejemos que sea Marguerite Yourcenar quien hable por sí misma. ‘El laberinto del mundo’ (Santillana, 2012) fue escrito para eso.
Como las caracolas contienen el rumor del mar (quedémonos con el hecho poético y dejemos el desmentido científico para otro momento), los tres libros que componen las 794 páginas de ‘El laberinto del mundo’ sirven de contenedores de ese rumor de ella –sus motivos, sus lecturas, sus antepasados, sus querencias– que reverbera en sus libros. Esos cientos de páginas permiten casi verla y escucharla paseándose por la vieja casa de familia en Mont-Noir, o visitando alguna ruina en Roma, imaginando ardorosamente qué hubiera visto en ese olivo o en aquel pórtico Adriano, el emperador, “(…) el más moderno y más complejo de los hombres con vocación de reinar”.
A manera de medium, papel jactancioso donde los haya, transcribo breves pasajes acerca de cuatro (son muchos más) personajes clave en su vida. Porque así fue como ella construyó sus memorias: hablando de esos familiares y mundos que le antecedieron e hicieron posible su existencia.
Fernande (la madre, a propósito de su afición a los viajes). “No tiene, como ellos, razones para estar allí: no trata de perfeccionarse en la música. Nunca será poeta ni crítico de arte y es incapaz de pintarrajear ni siquiera una acuarela. La injusticia social que conmueve a la rusa de cuello duro, su vecina de piso, no es en su mundo sino un tópico para obreros huelguistas y no comprende que una mujer tenga opiniones políticas”.
Michel (el padre). “Casi siempre accedía a los deseos de sus mujeres sucesivas, igual que accedería más tarde a los de su hija, que era yo. Había en ello, sin duda, una generosidad que, llevada hasta tal punto, no he visto en nadie más que en él, y que le hacía decir sí en lugar de no a los que amaba, o incluso toleraba a su lado. Había también un fondo de indiferencia, debido al afán de evitar las discusiones, siempre irritantes, y al sentimiento de que, después de todo, las cosas no tienen importancia”.
Noemí (abuela paterna). “(…) correcta y del montón con su vestido de tafetán, de corpiño subido, con los labios secamente apretados como el cierre de un bolso de señora: solo estos detalles nos informan de su falta de bondad”.
Michel-Charles (abuelo paterno). “Seguirá creyendo durante toda su vida que un hombre bien educado, bien lavado, bien alimentado y bien bebido sin excesos; cultivado como debe serlo en su tiempo, un hombre de compañía agradable es, no solo superior a los miserables, sino también de una raza distinta, casi de otra sangre”.
Acerca del primer libro que forma parte de sus memorias, ‘Recordatorios’, comienza por reconocer: “No ignoro que todo esto es falso o vago, como todo lo que ha sido reinterpretado por la memoria de muchos individuos diferentes, anodino como lo que se escribe en la línea de puntos al rellenar la solicitud de un pasaporte, bobo como las anécdotas que se transmiten en familia, corroído por lo que, entretanto, se ha ido acumulando dentro de nosotros, como una piedra por el líquen o el metal por el orín”.
De las ‘Las migajas de la infancia’ recuerda: “Tuve una cabra blanca a la que Michel en persona pintó los cuernos de color dorado, animal mitológico antes de que yo supiera lo que es la mitología”.
Y se permite mencionar en voz alta, en medio de ese árbol genealógico que ha ido desenredando, a gente (real o imaginaria) que no tuvo nada que ver con ella, pero que hubiera dado cualquier cosa porque fuesen sus antepasados: “Yo hubiese preferido que mi tía bisabuela fuese Hendrickje Stoffels, criada, modelo y concubina del viejo Rembrandt (…)”; “Me gustaría tener por antepasado al imaginario Simon Adriansen de Opus Nigrum, armador y banquero, simpatizante de los anabaptistas, cornudo sin rencor (…)”.
Para los datos básicos del libro o de la autora que están disponibles en Internet, digiten Google; casi nunca falla. Ahí estará Marguerite Yourcenar: Bruselas, 1903 – Maine, 1987; la primera mujer que integró la Academia Francesa; profesora de Literatura, etcétera, etcétera… es decir, contada en tercera persona por gente que cree que sabe algo de ella.
https://gkillcity.com/sites/default/files/images/imagenes/103_varias/600Guzman.jpg
Ivonne Guzmán