Una Interpretación de los Hechos Históricos
Que conllevaron a la desvalorización del
Patrimonio construido en Guayaquil.
La mala hierba del olvido se sembró en la ciudad de Guayaquil en 1896, poco después del último gran incendio. El trauma social de ver una ciudad convertida en cenizas se cruzó con la urgencia de levantar refugios e infraestructuras a la brevedad posible. Ante tales circunstancias, no había tiempo para la tradición constructiva, o para la estética arquitectónica. Así comienza la primera amnesia urbana de Guayaquil.
La segunda amnesia es también una consecuencia del trauma que condicionó por siglos el crecimiento de la ciudad: el fuego. Para detener al fuego, apareció -justo en el momento oportuno- un nuevo material de construcción. La madera fue poco a poco reemplazada por el cemento. Nuestra experiencia constructiva con el cemento era inicialmente reducida a la técnica; como si construir se tratara de una receta de cocina. Prueba de ello lo es la iglesia de San Francisco, cuya edificación actual es una copia literal de su predecesora en madera. El siglo XX nos encontró construyendo en cemento, sin que aún entendiéramos a dicho material, sus propiedades físicas, o sus bondades plásticas.
En resumen, el fuego nos borró nuestro pasado, nuestras necesidades inmediatas ante la catástrofe nos hicieron desmerecer lo tradicional y lo estético, y el cemento vino como un emancipador de fuego, que borró los rasgos remanentes de las antiguas construcciones en madera.
Toda esa conjugación de traumas y olvidos terminaron cuajando el olvido de nuestra identidad tectónica local.
Y cuando se desconoce lo que se es; cuando uno se enfrenta al vacío que genera el desconocimiento de la identidad, la primera maniobra a la que se suele recurrir es la búsqueda de identidad a través de las máscaras.
Guayaquil vistió muchas máscaras arquitectónicas a comienzos del siglo XX: neoclásico europeo, art deco de Miami, racionalismo italiano; un incluso un estilo conocido como «estilo español-Californiano» (algo semejante a una ranchera esquimal). De todas estas tendencias, fue quizás el modernismo el que estuvo más cerca de poder retomar ciertos criterios usados antiguamente por nuestros carpinteros constructores, por el simple hecho de entender mejor la naturaleza tectónica del hormigón y de preocuparse por general un nivel de confort respondiendo a un contexto tropical.
Lamentablemente, el modernismo local no tuvo tiempo de echar raíces, a pesar de haber contado con excelentes arquitectos en sus filas. Guayaquil seguía probándose nuevos estilos y modas.
Afortunadamente, de esta etapa aún se preservan maravillosos ejemplos arquitectónicos logrados por personajes que van desde Francesco Maccaferri hasta Alamiro González, Guillermo Cubillo Renella o Pablo Graff. Todos estos dignos ejemplos de buena arquitectura están en peligro de no alcanzar los 80 años que solicitan las leyes actuales para definir una obra construida como patrimonio histórico. Simplemente, no hay nada que incentive a sus propietarios a preservar su inmueble, sin realizar alteraciones dramáticas en él. Y es que resulta inconcebible que en pleno siglo XXI sigamos midiendo el valor patrimonial de nuestras casas y edificios según su edad. Estoy seguro de poder encontrar barbaridades arquitectónicas octagenarias en Guayaquil, que no merezcan semejante calificativo. Paralelamente, mucho de lo sembrado por los buenos arquitectos está en riesgo de ser abortado por las presiones económicas e inmobiliarias del momento.
Si no se hace nada, Guayaquil estará a punto de convertirse -en lo que a patrimonio se refiere- en una huerta estéril.
Se tiende a pensar que el valor patrimonial de un objeto construido depende mucho de su pasado; por ende, mientras mayor sea la edad de la edificación en cuestión, mayor es su valoración. En mi opinión, la naturaleza patrimonial de los espacios construidos depende de la relevancia atemporal que tales sitios han tenido, tienen y tendrán. La valoración patrimonial debe considerar parámetros que permitan la medición del efecto que tiene un sitio o un espacio con la comunidad local. Y tales parámetros no servirán de nada si no se es consciente que se debe incentivar la preservación de espacios que sean algo más que proyectos bien diseñados o bien construidos.
Debemos preservar y valorar aquellos espacios que sean testimoniales, espacios atemporalmente vivos.
John Dunn Insua