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@izurietavarea

Gkill City ha tenido la imprudencia de pedirme que escriba sobre el valor patrimonial de la arquitectura Moderna. Bastaba con leer la Bio de mi cuenta de Twitter para dudar de la idoneidad del personaje. Cumplo entonces con advertir a los lectores que, a riesgo de tergiversar demasiado el encargo, he escogido un ángulo distinto a la apología de un estilo arquitectónico.

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No vale la pena. He visto, en una esquina, a los clásicos, cayendo en el ocasional fetiche, asqueados ante la desfachatez, desechando rabiosamente la insolencia de formas poco hieráticas y mirando, intransigentes, la ruptura de cuanto esquema se interpone a la expresión del ego. En la otra esquina, están quienes dan valor inherente a lo “moderno” o “contemporáneo”: snobs armados de algún titulito pomposo de Ivy League, mirando con idéntica intolerancia lo que consideran obsoleto, “neocolonial”, e indigno de una mente iluminada. Las armas en este duelo son inútiles. Los unos con Le Corbusier como espada, la tecnología como armadura y Deleuze como escudo; los otros, a la carga con Palladio y Alberti como escuderos y el peso de la historia como maza devastadora. La única derrotada en esta escaramuza es la experiencia urbana y arquitectónica.

La arquitectura buena se reconoce porque atrae, y no por su estilo. Cuando un artefacto es centrípeto, ejerce cierto poder gravitacional sobre el observador. Si el arquitecto logra, con inteligencia, que esa fuerza se complemente con espacios cómodos, poéticos y urbanos, que faciliten los flujos de personas, de ideas, de bienes y de creatividad en su entorno, la arquitectura será exitosa porque atraerá no solo la atención de los viandantes, sino un componente muy rico de vida urbana. Puedo pensar en decenas de vecindarios, tanto vivos como muertos, cuya razón de éxito o fracaso no es la composición homogénea de estilos arquitectónicos similares o la pertenencia de las edificaciones que los componen a una época histórica específica cuyo aporte estimamos significativo. La razón principal es que la calidad de la relación que ha forjado con su comunidad responde a planteamientos urbanos específicos basados en las conexiones del edificio con la ciudad, en el dimensionamiento de la escala del espacio público y en la empatía que surge entre usuario y edificio.

La arquitectura mala, en cambio, aliena, y esa cualidad no es patrimonio de estilo alguno, sino de la insensibilidad del planificador. Parafraseando a Holly Whyte, crear edificios sin alma, sin posibilidad de conectarse, ni con el usuario ni con la ciudad es difícil; lo increíble es la cantidad de veces que se logra. Salvo honrosas excepciones, la arquitectura Moderna que podemos apreciar en Quito cae más veces de las necesarias en esta categoría.

Luego de milenios de ensayo y error, el resultado de aplicar principios arquitectónicos y urbanos probados, en ocasiones ha arrojado resultados predecibles y poco arriesgados, pero nos ha enseñado una lección invaluable: la arquitectura que perdura es aquella que facilita silenciosamente los flujos; la que no sobresale rompiendo el entorno, sino que lo complementa. El defecto fundamental de la arquitectura de la ruptura y la contraposición, que explica el intenso debate alrededor de la propuesta de derrocamiento de edificaciones Modernas en el área histórica de Quito de las últimas semanas, se deriva de la óptica desde la cual la intelectualidad de entre el gremio mira al objeto arquitectónico.

He utilizado, deliberadamente, dos sustantivos distintos para referirme a edificaciones: «artefacto» y «objeto». El objeto es sobre quien recae la acción, en este caso, de ser observado. El objeto espera, paciente, por ser el centro de la atención en el acto de observar. El artefacto (fatto), según definición de Rossi (1966), es un hecho urbano en cuya cuidadosa manufactura incidió el arte; un pedazo de historia que a fuerza de convivencia con la comunidad, se transforma en referente. Esa es la arquitectura que queda, que echa raíces, que adquiere una cualidad subyacente que le permite conectarse con el entorno y el usuario, y que duele de solo pensar en su destrucción.

El artefacto busca la belleza. El objeto, por otro lado, tiene como fin ser observado. La arquitectura de las vanguardias del siglo XX, se inclina un poco desproporcionadamente hacia la creación de objetos que buscan sobresalir, desafiar al entorno y despuntar como proezas incuestionables de la genialidad. La irrupción, siempre violenta, de un objeto que pretende acaparar atención en medio de un entorno con artefactos que no buscan sino la calidad del conjunto, requiere de reglas nuevas. Esas reglas desafiaron la esencia de adaptación y de contextualización que era la norma y quisieron crear una lógica nueva, a la fuerza.

La arquitectura Moderna de Quito respondió a esas reglas, a las que habría que añadir un ingrediente adicional, derivado del aislamiento relativo de nuestro país: el acceso limitado y la comprensión parcial de las últimas tendencias, en el marco de un reducido número de referentes locales de calidad. Esta pócima produjo algunos ejemplares que rompieron sin mucho tacto el tejido urbano de Quito, entre los cuales se cuentan algunos de los edificios que parecería que han sido condenados al garrote vil: “La Licuadora” y el Registro Civil de San Agustín, por ejemplo.

Estos edificios, Modernos en su mayoría, son precisamente los peores ejemplos de urbanidad y adaptación al entorno que podamos pensar. No obstante, otro de los condenados, el INFA, de Ramiro Pérez Martínez, está entre los mejores, más valiosos y más logrados ejemplos de la arquitectura del siglo XX. De ahí la paradoja: los iconos de la arquitectura de objetos pueden llegar a ser estructuras veneradas por arquitectos y críticos culturales por sus características morfológicas y técnicas; pero para granjearse el cariño de la comunidad y un sitio en su panteón de referentes arquitectónicos, el objeto debe trascender la precariedad del carácter urbano, característica de la arquitectura de vanguardia que dejó de lado la atención al entorno, para priorizar la forma.

El énfasis algo exagerado en las peculiaridades morfológicas, en la hazaña técnica y en el contraste con la rica ornamentación de la arquitectura tradicional, modificó la interacción del edificio con el usuario. Para ser observado, el objeto necesita de grandes retiros a su alrededor para asegurar el centro del escenario, y la distancia lo volvió escultórico y lejano. Los vacíos resultantes de la suma de retiros han ido minando la capacidad de contención de la ciudad y deshumanizando paulatinamente los espacios urbanos. Esa es, quizás, junto con el consecuente (y a veces deliberado) abandono de la escala humana, una de las faltas más graves cometidas por la arquitectura de los últimos 100 años, y es irónicamente, el argumento más potente en favor de la conservación de la arquitectura icónica del siglo XX.

Ciertamente, hay arquitectura mala. Se ha hecho desde tiempos inmemoriales y nada va a impedir que se siga haciendo. Por esa razón, si insistimos indiscriminadamente en la conservación de edificaciones, independientemente de su calidad, estaríamos dejando de creer en nuestra capacidad de crear belleza y entornos urbanos apropiados para el progreso de nuestra especie. Afortunadamente, siguiendo esa misma lógica, puedo pensar en varias razones por las cuales tener esperanza.

Existen dos edificaciones emblemáticas que demuestran la nobleza de los edificios de la época Clásica, tanto en su construcción como en su flexibilidad, permanencia y aporte a la personalidad de las ciudades. Se trata de el Panteón en Roma y la Hagia Sophia en Constantinopla. La supervivencia de estos dos templos, milenios después de haber sido construidos, ocupados por varias civilizaciones y para varios usos, es un testamento de la durabilidad de la buena arquitectura. Con mucha menos historia, pero con igual potencia, la hermosísima Nôtre Dame du Haut, en Ronchamp, obra cumbre de Le Corbusier o el Salk Institute en La Jolla, California, poesía habitable de Louis Kahn, atestiguan de la capacidad que tuvieron los arquitectos Modernos para crear iconos, referentes, joyas inmortales. E incluso en época más reciente, productos impecablemente prolijos, de la arquitectura contemporánea como las Termas de Vals de Peter Zumthor, el High Line de Diller, Scofidio + Renfro o la Mediateca de Sendai de Toyo Ito, dan fe de que esa maravillosa capacidad de creación es inagotable y de que el carácter patrimonial de una edificación no emerge como resultado de su mayoría de edad, sino de su calidad.

Infortunadamente, por cada Panteón y por cada Ronchamp, tenemos miles de ejemplos apocalípticos de cómo jamás se debería diseñar. Nada, ni la pertenencia a una época histórica, ni el uso obligadamente prolongado como hito urbano, ni el recuerdo venerable del autor, pueden mejorar la impresión que deja en un entorno y en una comunidad la mala arquitectura.

Durante el siglo XX, la justificación de que la ciudad es un palimpsesto, y como tal se manifiesta en los incrementos de su tejido urbano y en las huellas que las historias individuales de su gente dejaron sobre el ladrillo y el mortero, sirvió para insertar en las ciudades edificaciones de diversas calidades, algunas de las cuales no necesariamente tenían la misma posibilidad de permanencia. Hoy, ante las nuevas dinámicas urbanas de uso y aprovechamiento del espacio, así como de una demanda creciente por suelo urbano y cercanía al centro, se nos presenta el dilema de preservar edificios individuales como testigos de la historia, o de conservar, más bien, la calidad de los vecindarios y la contención que ofrecen al usuario gracias a artefactos que se han vuelto componentes indelebles del imaginario urbano.

Las buenas obras arquitectónicas son aquellas con capacidad de asumir las lecciones de urbanismo, urbanidad, contención e integración, aprendidas a lo largo de milenios y de reemplazar, con respeto por el entorno, a piezas desechables, cuya presencia se ha aceptado por costumbre más que por cariño. Objetos desurbanizantes como el mencionado Registro Civil, obstaculizan el flujo de nuevas dinámicas sociourbanas; hoyos negros que engullen la creatividad y los procesos de innovación, que son el mayor aporte de las ciudades a la civilización.

Las mejores prácticas de conservación del espíritu y solidez del tejido urbano y su historia no contemplan la conservación de cada metro cuadrado, a toda costa y por el solo hecho de conservar. Más bien, lo idóneo es que la estrategia de preservación asuma el carácter mutable del sistema urbano y motive la generación de procesos de actualización propios, reemplazando objetos que no aportan por artefactos nuevos y frescos. Es esencial que el diseño de la ciudad se adapte a los flujos ya mencionados de personas, de ideas, de bienes y de creatividad, entablando un diálogo amistoso y una relación empática entre los artefactos nuevos que se integran al vecindario, a su gente y a sus edificaciones existentes y queridas. Solo así, la arquitectura podrá ser más que la suma de sus partes y su aporte al entorno será digno de salvaguarda. E inmune a cualquier intento de demolición, por cierto.

Por eso, considero que pretender la protección de edificaciones con el argumento de su pertenencia a un estilo arquitectónico particular o al recuerdo romántico de algún momento anterior pueden parecer argumentos válidos, pero al mismo tiempo encierran un peligro de obstrucción del desarrollo y de daño irreparable al proceso de actualización del imaginario urbano. Es más lógico, por lo tanto, defender a ultranza el Genius Loci o “espíritu del lugar”, que es lo que da a la ciudad su personalidad y su sello. Esta condición, que finalmente es la que motiva el rechazo ciudadano al cambio en los entornos urbanos, permanecerá inmutable a pesar de los cambios de fachada, y si para conservarla es necesaria una que otra demolición, pues ¡Derróquese!

Jaime Izurieta Varea