Supe por primera vez su nombre en el 2004, cuando ella todavía trabajaba para La Nación, de Argentina, y yo había previsto pasar unos días en Buenos Aires para, entre otras cosas, conocer a periodistas locales. La suerte estaba de mi lado y un conocido mío, amigo de ella, me había dado su dirección de correo. Le escribí; me respondió. Nos vimos en su oficina. Leila Guerriero era más joven de lo que me había imaginado y mucho más flaca (flaquísima) también. De ese día recuerdo poco más, por ejemplo, su tono de voz muy suave, sus palabras, muy exactas.
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Entonces, ella además editaba textos para Travesías, una revista internacional de viajes que publicaba la Editorial Mapas, que circulaba en América Latina. Por algún tiempo, para mí esas fueron sus credenciales: La Nación, Travesías; y la buena onda –algo distante, eso sí; como contenida– con que me recibió y contestó todas las preguntas, entre ingenuas y ansiosas, que sobre periodismo le hice. No era para publicar nada, era solo para conversar, para canalizar de alguna manera toda esa emoción que me provocaba (que no ha dejado de provocarme) la posibilidad de contar historias para que la gente las lea. Claro que yo no sabía que Leila Guerriero era ya de alguna manera ‘Leila Guerriero’; y mucho menos que iba a ser ese nombre –es una forma de decir ‘ese periodismo’– que inquietara tanto, y a tantos (Mario Vargas Llosa incluido).
Antes de que, hace poco, la revista Diners empezara a publicar sus textos acá, leí ocasional y casualmente algunas notas suyas en Internet. No muchas. Y siempre me gustó esa prosa suya: de ritmo entrecortado a veces, sobria, desprovista de todo adorno y tan potentemente visual como bella. Siempre. Pero para mí no fue Leila Guerriero (o sea el sinónimo de periodismo de ligas mayores) hasta que la vi en México, en el 2010. Primero en el aeropuerto del DF, de camino a Monterrey. Ahí volvimos a conversar. Ella igual, con su exacta distancia amable, sus jeans azul oscuro y su pulóver negro. Yo, esta vez, sin saber mucho qué decir. Leila Guerriero iba a Monterrey a recibir el premio de periodismo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI). Se lo había ganado con ‘Rastro en los huesos’, un extenso reportaje sobre un equipo forense argentino especializado en las víctimas de la dictadura de ese país.
Después la vi varias veces en el lapso de tres o cuatro días: en el restaurante del hotel donde ella desayunaba casi nada; en reuniones con una veintena de periodistas latinoamericanos; en una entrevista rápida que le hice; la noche que le entregaron el premio…
Escucharla hablar, enfundada en un impecable vestido de coctel negro, la noche de su premiación ponía la piel de gallina porque todo lo que decía era un regalo de sensatez, de sintaxis, de elocuencia. También era una clase de periodismo. Como lo han sido para mí su libro ‘Los suicidas del fin del mundo’; el delicioso perfil de Idea Vilariño, la poeta uruguaya; el reportaje sobre bibliotecas de escritores, publicado en El País, de España, donde escribe regularmente (uno de sus últimos artículos versa sobre la muerte de Videla); el texto soberbio sobre algunas mentiras del periodismo, que escribió para El Malpensante en el 2006; o la conversación sobre su libro ‘Frutos extraños’ con Alfonso Armada, que por suerte se puede ver (https://www.youtube.com/watch?v=5AWk3vmZI0k) en Youtube. En fin, como todo lo que Leila Guerriero escribe, para, involuntariamente, enseñar cómo hacer un periodismo que la gente quiera leer.
Talvez ya lo saben y no tengo que decirlo, pero por si acaso igual lo digo: cuando hablo de Leila Guerriero hablo del periodismo que pertenece al territorio literario, del periodismo que se hace con tiempo y con ganas, despacito, del periodismo que no se queda con la versión oficial del mundo y le da la vuelta para contar lo que importa, del periodismo del que no se puede prescindir.
Ivonne Guzman