El discurso de Otón antes de matarse. Rehúsa quejarse o acusar, pues, según dice, “ocuparse de los dioses o de los hombres es señal de querer seguir vivo”
Cioran
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Si me hubiesen preguntado hace algunos años, me habría definido como un simple pesimista más. Habría dicho, y estoy convencido de todo esto, que no me interesaba nada en absoluto. Eran cuestiones donde lo exiguo alcanzaba a hacerse paso hasta tocar lo medular; hasta volverse médula. Pero la inflexión ocurrió luego del choque: por la carretera, un amigo con el que viajaba intentó rebasar y nos estrellamos. Lo usual, tristemente usual.
Luego de la recuperación a uno le toca esperar a Kobob; y en el proceso se deja de ser pesimista, si es que acaso uno puede ser algo. Y es que luego del accidente me removieron casi todos mis órganos, y los que me quedan ya no sirven. Soy un cuerpo sin órganos. Afirmarlo, dadas mis condiciones, es un privilegio. Pero, por supuesto, afirmar aquello conlleva al riesgo de una ardua interpelación, o simples mofas. No sabría qué decir ante tal descarga. Es decir, no voy a realizarme una autopsia para proveer evidencia: se debe ser hermenéuticamente empático para que me entiendan (¡vaya, uno aún puede darse el lujo de vanos alardes de erudición!). En todo caso, concédanme esa ventaja a mí, que no es fácil escribir cuando no se tiene pulmones: la escritura y el pulso narrativo, dicen, se ve influenciada por la capacidad pulmonar, y acá uno que no respira. Ni tampoco come: no imagino el proceso de tener comida dentro sin digerir. ¿En qué parte de mi cuerpo se alojaría? Descansando en alguno de mis pies; o en ambos. Un poco allí. Otro poco en el zurdo.
Hoy solo espero a Andrée. Si me hubiesen preguntado hace algunos años atrás, habría estado esperando alguna otra cosa. Con o sin órganos, somos hombres enfermos de futuro.
I
Desperté siendo soñado por otro. Por otro que duerme recostado sobre una ruina circular y el pájaro y una nube sin magia. Enteramente apariencia, escucho ruidos que rebotan sordos en las paredes de este cuartito al que estoy confinado. Y una tos seca, Andrée, acompañada de un dolor de espalda que sube como montándoseme desde la espalda del otro, amenaza con los próximos gritos chillones de los metales con medias negras.
Lo mejor es apresurarse a jugar al prestidigitador manco para crearte en un sueño despierto. Imagina, Andrée, que me decida por esa absurda idea de cerrar los ojos y obligarme a quedarme dormido para construirte, siendo yo mismo un sujeto soñado. No vaya a ser que entonces te dé a ti por soñar al otro que me sueña. Y ahí sí quedamos atrapados, como saltando de una vagón a otro, mientras el pájaro y una nube sin magia dibujan un círculo perfecto.
II
El lápiz tenía que dibujar un círculo en el papel en el que te escribo. Dibujó una curva. La curva se tropezó con un borde y cayó al suelo. En el suelo rodó hasta contornear a mi perra, que yacía dormida junto a la puerta. La puerta, con sus formas cuadradas, enemiga de las curvas, se abrió para no ser tocada. Como la curva avanzó veloz, la puerta logró esquivarla haciendo un giro igual de rápido, chocando brusca contra la pared. El ruido de la perilla contra el cemento despertó a la perra, quien soltó un ladrido que detuvo a la curva en el corredor. La puerta, estremecida por la culpa del ruido de su perilla, regresó como quien regresa a la escena de un crimen, atenta y discreta, a su posición original. La curva lanzó una mirada de soslayo hacia la puerta; quien, a su vez, miraba estremecida a la perra. La perra buscó en la pared el ruido que la había despertado. En la pared, un círculo.
III
Despertarse y seguir, como si el tiempo caminara con pies de barro. Yo también pensé así alguna vez, Andrée. Pero si partimos con ese tono ridículo, vamos hasta el final y aceptémonos como el barro que le sirve de suelo a los pies del tiempo. Por eso río cuando me hablan de libertad, como si fuese un concepto inmaculado e independiente de las condiciones materiales de cualquier sujeto; e incluso, en un juego de desborde neurótico, como si fuese parte de la esencia de cada individuo. Para ambos casos se requiere tantear el vacío y percibirlo como un todo potencial: es por esto que se construyen puentes de líneas verbosas, por donde los sujetos caminan sin sospechar que son barro. La única apología posible, y el último consenso que algunos denunciarán de borrascoso, es convenir que nuestra libertad consiste en poder sacarle la lengua al verdugo que está a punto de cortarnos la cabeza. El resto es broma. Es aquí donde debe buscarse la libertad.
IV
Procuro no decir más de lo necesario. Las palabras se quedan en mis labios y se rehúsan a salir. Estoy condenado a mi rol de espectador, y a veces quisiera decir algo más de lo poco que digo. Ayer vi a una niña caer y torcer ¡cruac! su tobillo mientras corría en el parque; quería alcanzar a sus amigos que corrían más rápido que ella. Sus manos en su tobillo, la expresión de su cara con los ojos apretados, y la boca entreabierta que anulaba los sonidos y pronunciaba un silencio grosero. Un silencio ensordecedor y enteramente almohada. Pasé junto a ella y no me detuve. La dibujé en una película donde yo la ayudaba; la cargaba entre mis brazos y la llevaba a un hospital. Me fue inevitable sonreír mientras me alejaba y seguía mi camino hacia la tienda para comprar agua y cigarrillos. Era un héroe, y ella me lo agradecía. Su familia también. Su padre envolvía mi mano derecha con sus dos manos y la sujetaba con fuerza. Su madre se inclinaba para besar mi mejilla, retrocedía y se inclinaba, indecisa, pero al final se decidía por abrazarme y permitir el brote de dos lágrimas que rodaron por sus mejillas. Regresé a mi casa y estuve feliz. Fui un héroe. O lo hubiese sido. No importaba. De alguna u otra manera, en la realidad o en la imaginación, una niña se había torcido el tobillo mientras corría y yo la había ayudado. Y sus padres me lo agradecían.
V
Hoy he vuelto a cruzar los dedos. He vuelto al oficio de ilusionista e intenté sacar un sombrero de un conejo. De un conejo que vomitó París en una carta escrita por una señorita quien ejerció, a su vez, el doble rol de destinatario y de remitente. Se me clavó un puñete en la garganta y mis manos improvisaron una actuación de ventriloquia. Y sosteniendo un cigarrillo con mi mano derecha, doy pitadas e intento borrar todo con el humo que siento espeso. Intento borrar todo como si, con el mismo afán y con la misma vitalidad furiosa, yo también pudiera borrarme.
Arduino Tomasi