Cuando tenía unos trece años, una amiga me contó que una chica algo mayor a la que conocíamos había abortado. «La mamá la llevó a un dispensario en el Suburbio y ahí abortó», dijo con tono de historia de terror y esa palabra —abortó— entró mi cerebro como una cuchilla.
Imaginé a esa chica, digámosle Verónica, abierta de piernas sobre una camilla mientras un doctor —o un practicante o un carnicero—, armado con esa cuchara dentada que nos mostraron en ese video en el colegio, sacaba trozos de criatura sanguinolenta de su vagina. Bracitos, ojitos, piernitas: su hijo desguazado sobre una gasa y después botado a la basura con espinas de pescado y cáscaras de naranja.
No recuerdo qué sentí por Verónica. Tal vez lástima: a nosotras nos habían repetido que hacer eso era pecado, por lo tanto Verónica y su mamá se achicharrarían en el infierno de los abortistas, uno seguramente horroroso donde te pasarías por toda la eternidad horadada por diablos armados de cucharas filudas. Tal vez censura: cómo era posible que una chica de su casa, como nosotras, de colegio de señoritas bien, como nosotras, hubiera hecho eso innombrable que causa el embarazo que causa que luego tu mamá te lleve a abortar. Tal vez miedo: si a ella le pasó, podría pasarme a mí.
Han pasado más de veinte años y, sin embargo, de vez en cuando pienso en Verónica, aunque nunca la volví a ver ni sé qué fue de ella. Imagino lo dura que fue su vida a partir del día en el que la adolescencia se le fue al carajo más profundo en esa clínica clandestina donde quién sabe en qué condiciones le quitaron a la criatura de adentro.
¿Habrá tenido hijos o las infames condiciones de su aborto le lastimaron definitivamente la matriz? ¿Pensará en ese niño o niña suyo que no fue? ¿Se habrá perdonado, habrá perdonado a su mamá? ¿Se arrepiente o llegó a la conclusión de que se hizo lo que tenía que hacerse?
Ahora que estoy mucho más cerca de la edad de la madre de Verónica que de ella misma, pienso yo qué haría si mi hija quinceañera viniera a casa frotándose las manos, con las mejillas churreteadas de lágrimas, con una barriga que se empieza a notar bajo el uniforme blanco y me dijera «tengo que decirte algo».
Me pongo en el lugar de esa madre y creo que yo haría lo mismo. Las niñas embarazadas no se gradúan ni siquiera del colegio: nuestra sociedad las condena, las expulsa y las castiga; mientras el otro adolescente, el padre del bebé, se gradúa con sus compañeros y elige carrera en la universidad. Está en el lenguaje: «se quedó embarazada», como si fuera una cosa que pudiera haber hecho sola o como si se lo hubiera buscado por puta, por calentona. El hombre, en cambio, recibe —quizás— una reprimenda, una charla sobre el uso de condones y sigue con su vida.
Sí, posiblemente actuaría como la madre de Verónica.
Pero qué duro, qué difícil, que herida tan profunda impedir que ese niño o niña venga al mundo. No hay vuelta atrás, imagino. Estoy segura de que nadie que ha abortado olvida o lo toma a la ligera. Por eso no creo que existan pro abortistas —¿quién diablos puede estar a favor de matar porque sí a un nonato?—, sino gente que pone en una balanza y toma la decisión menos mala.
Abortar, contrariamente a lo que muchos piensan, nunca es la salida fácil: no hay nada fácil en el proceso de decidir que tu hijo no venga al mundo. Por favor, no somos tan estúpidas, sabemos que causa un dolor insuperable el matar a un ser inocente que ni siquiera ha tenido oportunidad de llenar el aire con su llanto.
Pero luego pienso en esa niña convertida a la fuerza en madre cuando todavía jugaba con muñecas, macerando un oscuro rencor contra esa criatura no deseada que le quitó la fiesta de graduación, el viaje de fin de curso, la universidad, la vida.
Pero luego pienso en esos padres que se enteran de que su hijo vendrá al mundo a sufrir —y a hacerlos sufrir— una enfermedad degenerativa, tremenda e incurable, que los matará a todos un poco cada día como la peor tortura jamás imaginada.
Pero luego pienso en esa chica violada en una esquina apestosa a orines y a mugre.
Pero luego pienso en la muchacha con síndrome de Down que no sabía muy bien qué le estaban haciendo.
Pero luego pienso en la que espera el hijo de su propio padre o de su abuelo.
Pero luego pienso en que si los hombres se quedaran embarazados habría unas clínicas gratuitas, luminosas y olorosas a cloro donde todos los días se practicarían impecables abortos a chicos que no quieren arruinar su juventud o a hombres que esperan al hijo de su violador.
Entonces pienso que, aunque creamos lo contrario, no hemos avanzado nada.
Frida Kahlo. Henry Ford Hospital. 1932.