Enclavado en pleno centro de la ciudad de Loja, capital de la provincia ecuatoriana que lleva el mismo nombre, hay un bar de carretera tramontana. Sobre el 10-76 de la calle Sucre, entre Azuay y Miguel Riofrío, cuelga tallado en madera el dibujo de un minero gigante de espesa barba y anteojos, a través de los que mira una montaña. Debajo de él, en el mismo estilo, con letras cursivas, se lee “El Viejo Minero”.
Más abajo está la angosta puerta de vaivén del bar. A su derecha e izquierda, un par de ventanas, la una apenas más pequeña que la otra, tapiadas por maderos rectangulares verticales.
He llegado hasta este lugar para conversar con Pablo Saritama, a quien quiero convencer de que asuma el cargo de Defensor del Lector de GkillCity. Es viernes y son casi las ocho de la noche. Estoy en Loja por el programa de Periodismo Inclusivo, que deberé dar a las nueve de la mañana del día siguiente. La noche está fría y hay una ligera garúa, apenas perceptible, que no me impide caminar desde mi hotel al Viejo.
Empujo la puerta, que rechina como en los westerns. El bar, casi todo de madera, es pequeño pero le alcanza para tener dos ambientes. Sobre el primero hay seis mesas, tres de las cuales están ocupadas; hacia el fondo está la barra y en una de sus sillas está sentado Pablo, que me alza la mano.
Se nota que el bar tiene una onda especial, hay buena música. “Rock cásico, nada más” me dice Saritama, quien además de trabajar en el bar tiene un programa de radio en una estación local.
Pablo se pasa al otro lado de la barra y asume el rol de cantinero. Comenzamos a conversar de todo un poco, aunque, por algún motivo extraño, tengo mucha curiosidad por saber del bar. Tiene algo que me intriga, hay una aire de camaradería y pertenencia que, hoy en día, es difícil encontrar en las cantinas de Guayaquil o Quito. Doce micheladas después entenderé por qué este lugar tiene tan buena vibra.
El Viejo Minero es el bar más antiguo de Loja. Abierto en 1988, funciona en la planta baja de la que es la casa de los papás del fundador, Max Faller. Sobre una de las paredes hay una foto de Max y bajo ella la leyenda “Wanted Dead or Alive”.
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Max Faller, fundador del Viejo Minero.
Esa la única presencia física de Max en su bar: murió en 2007. En aquel entonces se quedaron a cargo del bar Norman y Galo, un par de amigos de Faller y, un tiempo después, Saritama –de regreso a su ciudad natal, después de vivir ocho años en Guayaquil– empezó a frecuentar el bar.
Primera sorpresa: yo había supuesto que el bar era de Pablo, pero pronto me sacan de mi error. Luego pensé que era de todos los amigos de Faller y en un momento supuse que no era de nadie. Pero no, las dueñas del bar son la esposa y las hijas de Max: Judith, Estefany y Marisa, aunque legalmente todo está a nombre de Estefany, la primogénita. Salvo Marisa, ninguna de las dueñas del bar está esta noche en él. Sin embargo, detrás de la barra y en la cocina circulan varias personas.
Son los otros miembros del colectivo que se dedica a administrar el Viejo Minero y mantener, así, viva la memoria de Faller. Ya no están Norman y Galo, sino que son Pato, Pacho, David, Pablo y la propia Marisa quienes manejan el bar. Se han organizado por turnos: una persona por la tarde, dos por la noche de lunes a jueves y tres por la noche viernes y sábados. Aunque arman el horario todos los lunes, es en la práctica flexible dependiendo de las ocupaciones de cada uno. “Igual” me cuenta Pablo mientras se come un lomo salteado con papas fritas, “siempre hay más panas que llegan al bar a tomarse algo y acolitan en cualquier cosa de ser necesario”.
Sucede, además, que muchas veces los que no están de turno caen al bar. Es una esfuerzo colectivo sin mayores reglas ni ataduras, donde se paga por hora trabajada. El valor de la hora depende de los ingresos mensuales. Nadie realmente lo hace por la plata, sino por el bar: “Todos tenemos trabajos aparte” me explica Pablo “y lo del bar es como una yapa a fin de mes”.
Es tan abierta la relación que sus administradores tienen con el Viejo Minero, que ni siquiera recuerdan haber hablado de hasta cuándo mantenerlo abierto. Cuando ellos se vayan, porque “eventualmente saldremos a hacer otras cosas”, como dice Pablo, “llegará otra gente que hará que el bar se mantenga abierto, pero con otro estilo”.
La noche avanza y el bar está un poco más lleno.
Los compañeros de clase de Marisa han organizado una peña para recaudar fondos. Desocupamos el espacio frente a la barra porque el bar es tan pequeño que ahí es donde van a tocar las dos bandas que se presentarán. Retiran las dos meses centrales, estrechando aún más el bar. Seguimos conversando, sentados en una mesa diagonal a la barra, a la que seguimos pidiendo micheladas mientras aparecen más contertulios, todos conocidos de Pablo. Entra una gringa de churros dorados que trabaja para una ONG en Loja. Conversa con nosotros por unos treinta minutos y luego se va, iba de pasada y en el camino se le ocurrió pasar a saludar a la amigos del Viejo. Como quien pasa por casa de unos amigos y decide detenerse, tocar el timbre, preguntar cómo están todos, dar un abrazo y seguir su camino. Luego entran un par de españolas, una pareja de alemanes y, después, una de argentinos.
Bromeo con Pablo diciéndole que hay gente de todo el mundo esta noche en el Viejo Minero y “hasta de Guayaquil”. Me contesta divertido que ha tenido más de un visitante ilustre, que por ahí pasó Luis Rueda y dio un pequeño concierto.
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Luis Rueda, en el Viejo Minero.
También, la querida Rose Regalado (arquitecta, música y colaboradora de GkilCity), de paso por Loja, cayó una noche. Como no había instrumentos ese día en el bar porque no era día de música en vivo, Pablo llamó a una amiga australiana que vive en Loja y que toca el sintetizador. Fue suficiente para que Rose y ella improvisaran una tocada en el Viejo.
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Rose Regalado, improvisando en el bar más antiguo de Loja.
Así es el Viejo Minero, un lugar acogedor, con una excelente michelada y, sin duda, un gran duende. Tal vez por eso aparece en la guía Lonely Planet como uno de los lugares a los cuales ir en Loja; y, definitivamente, el motivo por el cual le recomendaré a cuanto tallerista pise Loja que no deje de pasar por el bar de Max Faller.
Cerca de las doce, el bar está repleto y la banda de turno toca Creep de Radiohead; solo han tocado un tema original, pero la selección de covers es más que digna. Nada de Maná, Christian Castro, Yordano o Fonseca. La promesa de Saritama se mantiene “solo rock clásico, nada más”. La gente se ha parado frente al escenario improvisado y disfruta el concierto. El vocalista de la banda está eufórico y muy divertidamente borracho. Rompe un vaso, se tropieza con el cable de su guitarra, se baja del escenario y se mezcla con el público que baila frente a él. La gente lo celebra. Tocan un par de canciones más y dan por terminado el concierto. Es casi la una y media de la mañana y lo responsable es que me vaya a dormir, que a las nueve tengo que dar taller.
A duras penas he conversado con Pablo sobre la defensoría del internauta de GkillCity, la historia del Viejo Minero me ha copado buena parte de la noche. De todas maneras me ofrece pensarlo y, como se verá un par de semanas después, terminará por aceptar.
Para comunicarme su decisión, me escribe un correo electrónico el veintiséis de abril. Le agradezco que se embarque con nosotros y, de paso, le cuento que estoy preparando un pequeño texto sobre el Viejo. Me pide un favor: no publicarlo inmediatamente, pues el lunes veintinueve el bar iba a estar clausurado por una semana ¿La razón? Todo se remontaba al último 14 de febrero (que este año trajo combo de San Valentín y la previa de la ley seca electoral) que tuvieron el bar abierto hasta la 1 de la mañana. Llegó el Intendente de Policía a decir que, como era jueves, tendrían que haber cerrado a las doce. Una típica incomprensión burocrática de la regla universal que manda que cuando el jueves funge de hecho o de derecho de viernes, deben aplicársele las mismas reglas que a éste último.
De todos modos, el Viejo Minero acató la sanción tranquilamente -me dijeron que preferían verla como una «semanita de vacaciones»- y permaneció cerrado hasta el siete de mayo.
Al día siguiente, cuando reabrieron, el bar se repletó.
“Fue del putas ver tanta gente con ganas de estar de nuevo en el bar” me escribió Pablo.
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Foto de 2011 de una noche cualquiera en el Viejo MInero
José María León Cabrera